El declive ético y moral de una sociedad puede medirse a través de indicadores muy variados y desde diferentes puntos de vista. Uno de los paradigmas de esta incuestionable decadencia es la banalización de la mentira. El desprecio a la verdad que exhiben, sin pudor, tanto dirigentes de empresas del sector privado como representantes de instituciones públicas o miembros de partidos políticos denota un profundo cambio en los valores que rigen –o deberían regir– nuestra sociedad. Respetar la verdad ha sido no solo una muestra de honradez, decencia e integridad durante siglos, sino un deber ineludible del político, dirigente de empresa o líder de cualquier organización. Ralph W. Emerson, escritor y filósofo estadounidense, pronunció en el siglo XVIII una consigna irrebatible que muchos deberían marcarse a fuego en algún lugar de sus esbeltas figuras resaltadas por trajes a medida de Zegna: “Toda violación de la verdad no es solamente una especie de suicidio del embustero, sino una puñalada en la salud de la sociedad humana”.

Una sociedad, la nuestra, a la que Emerson no tardaría en diagnosticarle una enfermedad degenerativa y terminal: la mentira. El ejemplo más flagrante y actual es, indudablemente, el de la política. Señores con corbata, barbas cuidadosamente recortadas y gestos meticulosamente calculados que responden a la desafección política que tanto parece preocuparles con sartas de mentiras de distinta índole. Basta echar un ojo a la hemeroteca –un preciado tesoro en los tiempos que corren– para toparse con declaraciones tan fantásticas como las de Mariano Rajoy en 2010 :“Seremos beligerantes contra la subida del IVA” o “vamos a subir las pensiones”, afirmaciones repetidas hasta la saciedad con el convencimiento del matemático que recita la tabla de multiplicar del cinco. “El Partido Popular se compromete a que educación, sanidad y pensiones jamás sean afectadas por la crisis económica”, decía Don Alberto Ruiz-Gallardón con una rotundidad que no dejaba lugar a la duda. La realidad ha demostrado que todas y cada una de estas afirmaciones eran falsas. Sin embargo, la mentira no entiende de colores, partidos políticos o Gobiernos. Nadie detenta su exclusividad. La mentira se adueña de los discursos de unos pero también de los otros, de sus rivales. Para el recuerdo quedará la nefasta gestión de la crisis del ejecutivo de Rodríguez Zapatero, que dijo y repitió aquello de “no estamos en una crisis económica” cuando la única evidencia por aquel entonces era que España estaba inmersa en una crisis económica. Ejemplos de mentiras explícitas en política los hay a patadas. No merece la pena, pues, eternizar una lista de falsedades ya de por sí dilatada. Aun así, ahí van un par más de propina: “Todas nuestras cuentas son legales” (M. Rajoy). “Ha sido ETA” (J.M. Aznar). “No tuve relaciones sexuales con esa mujer, la señorita Lewinsky” (B. Clinton).

Todo esto está grabado y escrito. No son elucubraciones mías. Ni supuestas calumnias contra la clase política. Ni errores en diferido. Son, simplemente, mentiras. La prueba más evidente de la mentira impune es, efectivamente, la de la política, pero no es la única. La publicidad, abanderada del progreso en nuestros mejores años y de la sociedad de consumo desmedido, se ha convertido en un universo en el que todo vale. Compresas que “ni se notan”, alimentos envasados que van “del campo a tu casa”, bebidas que “ayudan a mantener las defensas de tus hijos”, bancos que cobran “cero comisiones” o anuncios de tarifas de compañías telefónicas que no incluyen el IVA. Muchos lo llamarán exageraciones, mejoras en sentido figurado o publicidad parcialmente engañosa. Eufemismos. Son, sencillamente, mentiras. Capítulo aparte merecen los premios –viajes a México o apartamentos en primera línea de mar– que, bendito azar, se otorgan a ciudadanos escogidos al tuntún. Una llamada de teléfono avisa de que sólo hay que pasar a recogerlos. Por supuesto.

El fútbol, que monopoliza conversaciones, llena portadas y alimenta sueños infantiles hasta en el rincón más remoto del planeta, no se queda, ni mucho menos, al margen del globalizado mundo de la mentira. “Neymar costó 57 millones”, dijo en enero el entonces presidente del Fútbol Club Barcelona, Sandro Rosell. Cuatro días más tarde, el club admitió que la operación total ascendió a 86,2 millones, aunque atribuyó la diferencia a “otros conceptos”. Entretanto, Josep Maria Bartomeu, vicepresidente de la entidad, aseguró que “todo” era “legal” en el fichaje del jugador brasileño mientras el Barcelona, que negó delito fiscal pero admitió “una posible divergencia interpretativa sobre el alcance de sus obligaciones fiscales”, pagaba 13,5 millones de euros a Hacienda. ¿Otros conceptos? ¿Divergencia? ¿Interpretación? Más mentiras. Y como estas, miles.

Quién no recuerda los motivos que llevaron al gobierno de Estados Unidos a invadir Irak en 2003. “Sadam Husein tiene armas de destrucción masiva”, “posee armas biológicas y químicas” o “llevaremos a Irak estabilidad, libertad y democracia” fueron algunas de las perlas que George W. Bush pronunció con una seguridad asombrosa. Y Aznar, entre otros, a remolque. Más de diez años después, ni armas de destrucción masiva, ni estabilidad, ni libertad, ni nada de nada.

Asistimos no solo a un fenómeno de banalización de la mentira por parte del que la pronuncia, sino que nos encontramos ante algo mucho más peligroso: la aceptación de la falsedad por parte del que la sufre. Que se “suicide el embustero” es un mal menor, pero las “puñaladas en la salud de la sociedad humana” deberían hacer saltar las alarmas sociales, especialmente las referentes a conceptos tan ajados como la ética y la moral. Nuestra sociedad padece una peligrosa enfermedad que, como no reaccionemos pronto, ya será del todo incurable.

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