Hoy es fácil ironizar acerca de las antiguas discusiones teológicas de los bizantinos, muchas veces por cuestiones que nos resultan incomprensibles, como la célebre polémica del filioque. A unos ya les parecía bien que se afirmara que el Espíritu Santo procede del Padre. Otros querían añadir “y del hijo” (en latín, filioque). Este detalle suscitó una controversia gigantesca con profundas implicaciones políticas. ¿Asunto de fanáticos medievales? No hace tanto, la izquierda comunista discutía, con igual acaloramiento, sobre cuando se daban las condiciones “objetivas” para hacer la Revolución. Como tantos debates mal planteados, este tampoco condujo a nada. Porque adolecía del vicio de la logomaquia: la polémica acaba versando sobre palabras, sin ninguna conexión con la realidad.

En La llamada de la tribu, su último libro, Mario Vargas Llosa critica aquellas ideologías que se centran en lo abstracto con olvido de los seres de carne y hueso. Su pensamiento, obviamente, es mucho más matizado de lo que pretenden sus enemigos, empeñados en caricaturizarle como un peligroso derechista, un lacayo del poder imperial. Los perfiles de los siete pensadores que más le han influido (Adam Smith, Ortega y Gasset, Karl Popper…) constituyen, es cierto, una suerte de autobiografía individual, aunque también una especie de novela encubierta. Los filósofos seleccionados corresponden a un tipo de persona muy presente en la narrativa vargallosiana, el héroe con el suficiente valor para mantener sus creencias “contra viento y marea”. El peruano, de hecho, ha escrito su particular versión de los Perfiles de coraje de John F. Kennedy. El análisis político puede ser agudo y estimulante sin que eso sea óbice para la que la épica impregne el relato.

El lector encontrará una defensa de la libertad económica, pero no una apología irrestricta del laissez-faire. Con encomiable ponderación, Mario nos explica que el liberalismo tiene su propia “enfermedad infantil”, igual que el comunismo encontró la suya en el izquierdismo. Esta deformación sectaria la padecerían aquellos economistas convencidos de que el mercado libre, por sí solo, resuelve cualquier problema social. Vargas Llosa les recuerda que alguien tan poco sospechoso como Adam Smith, el padre de las doctrinas liberales, era partidario en determinadas circunstancias, de cierta intervención del poder público en la economía. Si se eliminaban del todo los subsidios y los controles, el remedio podía ser peor que la enfermedad.

Imaginemos ahora que un buen día los media nos informan de que el Nobel peruano, sorpresivamente, ha solicitado el carnet del partido socialista. ¿Podría hacerlo sin traicionar sus principios? Responder a esta pregunta obliga a no caer en el tópico que contrapone liberalismo –muchas veces confundido con “neoliberalismo»– e izquierda. Porque, no en vano, un famoso político español, Indalecio Prieto, dijo que era socialista “a fuer de liberal”. No fue un caso único, porque puede suceder que unas convicciones basadas en la idea de libertad acaben por llevar a una izquierda democrática.

La hipótesis parece pecar de escasa verosimilitud. El autor de La ciudad y los perros… ¿correligionario de un Felipe González? Dejando a un lado sus elogios hacia el político sevillano, tengamos en cuenta que el liberalismo, como él mismo nos dice, implica la voluntad de convivir con el que es diferente. Las diferencias se dan cuando se profesan ideas contrapuestas, pero también a partir de la pertenencia a distintas clases sociales. En consecuencia, determinadas políticas, como la represión de Margaret Thatcher contra los sindicatos, merecen ser calificadas de contrarias al liberalismo que sus artífices, de palabra, aseguran promover.

Para Vargas Llosa, su doctrina posee la virtud de propugnar un cambio gradual de la sociedad, en contraste con las utopías que persiguen el paraíso en la tierra, la felicidad aquí y ahora. Thomas Jefferson, sin embargo, no habría estado de acuerdo. Porque el primer liberalismo sí fue revolucionario. No podía ser de otro modo ya que la monarquía absoluta impedía las reformas a través de cauces pacíficos de participación ciudadana. Y, como buenos hijos de la ilustración, los héroes de la emancipación norteamericana sí se propusieron alcanzar la dicha de sus congéneres. Ahí está la Declaración de Independencia de 1776, que proclama como verdad evidente el derecho inalienable a la búsqueda de la felicidad.

Resulta controvertido, por otra parte, suponer que ciertas versiones de actual liberalismo sean reformistas o incluso conservadoras. Nos encontramos, más bien, ante una ideología revolucionaria que, a partir de una fe a toda prueba en el libre mercado, alienta una ruptura brusca con el pasado en nombre de un impulso mesiánico. Eso se vio con claridad tras la caída del Muro de Berlín. Un pensador que adquirió entonces notoriedad, Francis Fukuyama, sugirió que la Historia había llegado a su fin. Con la democracia liberal el progreso había llegado a su culminación. En el fondo, de lo que se trataba era de sostener una escatología comparable a la que defendían los comunistas cuando imaginaban un mundo sin antagonismos de clase.

Además… ¿Estamos seguros por completo de que la izquierda revolucionaria se distingue por ser ajena al gradualismo? Los antiguos partidos socialistas sabían a dónde querían ir. La meta estaba fijada en su programa máximo. Eso no les impedía tener un programa mínimo para transformar la sociedad en el presente en lo que fuera posible. Ni siquiera un radical como el Che Guevara dejaba de tener una vertiente posibilista, convencido como estaba de que en una democracia, por imperfecta que sea, el camino de la legalidad resulta preferible al de las armas.

Las distinciones entre derecha e izquierda, por estas y otras razones, no alcanzan a ser tan diáfanas como presuponemos. Se supone que la primera aboga por limitar el Estado, aunque en esto se dan sensibilidades diversas. La de Vargas Llosa aboga por un poder público fuerte y eficaz, aunque no grande, de forma que la sociedad civil sea capaz de cumplir por sí misma las funciones que hace mejor que los burócratas. ¿Es esto opuesto al progresismo e incluso a la Revolución? En realidad, la desconfianza izquierdista hacia lo estatal podía ser mucho más profunda. Los comunistas supusieron que, en un futuro indeterminado, el Estado llegaría a disolverse. Además, ¿no fueron ellos los que en 1917 organizaron a la sociedad civil en unos organismos denominados soviets? Que acabaran más tarde domesticados es otra cuestión.

Como Vargas Llosa reconoce, el poder público ha de intervenir para que no acabemos sumidos en el caos de la jungla. El mismo Estado de Derecho vendría a ser “una forma tenue de planificación, pues orienta las actividades sociales y económicas en determinada dirección y les pone ciertos límites”. Si esta planificación es indispensable, el debate ha de plantearse en términos cuantitativos para que la prescripción haga efecto sin que el paciente muera de sobredosis. ¿Dónde está el límite? Incluso dentro del liberalismo, cada autor lo fija en un punto diferente. Keynes, en su correspondencia con Hayek, prefería un término medio. No deja de ser llamativo, por cierto, que un liberal como Keynes se convirtiera en punto de referencia de los partidos de izquierda, tal vez porque las fronteras entre liberales y socialdemócratas pueden ser menos claras de lo que unos y otros acostumbran a reconocer. Popper, a su vez, advirtió que el poder económico puede resultar peligroso como la violencia física. La libertad, tal como él la entendía, no incluía el derecho de los lobos a comerse a los corderos.

Y si el liberalismo, como asegura nuestro premio Nobel, es contrario a los dogmas, el dilema entre estatización y privatización no puede resolverse de una manera doctrinaria sino estudiando una por una las distintas circunstancias. No está claro, por ejemplo, que más canales de televisión redunden en una oferta de mayor calidad. La experiencia nos muestra cómo la competencia degenera aquí en el mínimo común denominador, con más reality shows y otros infraprogramas.

En cabio, es muy posible que, en Perú, la liberalización del servicio telefónico democratizara el uso de los móviles o, como allí se denominan, de los celulares. ¿Podemos deducir, tanto de un ejemplo como del otro, una conclusión general? Mejor nos mantenemos en un sano escepticismo porque, como muy bien nos recuerda Vargas Llosa, adecuar los hechos a la teoría siempre es peligroso. Lo mismo que caer en simplificaciones como la de Hayek, para quien cualquier protagonismo del estado en la economía abre la puerta al totalitarismo. Esta postura recuerda, por lo histérica, a la de ciertos padres que suponen que tomar un cigarrillo ha de conducir, necesariamente, a la cocaína o al crack. La existencia de la socialdemocracia sueca refuta con elocuencia la supuesta incompatibilidad entre intervencionismo público y libertades. Vargas Llosa, pese a su admiración por el economista austríaco, señala como uno de sus grandes errores la ausencia de una distinción entre el socialismo totalitario y el democrático.

El liberalismo, según el propio Mario, representaría una apuesta decidida por los derechos del individuo frente a la presión sofocante de la colectividad, la tribu. Y esto sería así desde los orígenes. Lástima que la evidencia histórica diga otra cosa. Los primeros liberales eran elitistas, no demócratas. Deseaban el sufragio, pero solo para los que llegaran a cierto nivel económico.

La izquierda, por su parte, no es forzosamente contraria a hacer bandera de los seres concretos. El Che Guevara, en El socialismo y el hombre en Cuba, afirmaba que el socialismo iba de que la persona con nombre y apellidos se sintiera más plena, con más riqueza interior y más responsabilidad. Por otra parte, el guerrillero argentino-cubano reconocía que el Estado, a veces, también se equivocaba. Podrá objetarse que una cosa es la belleza de la teoría y otra el socialismo “realmente existente”. Sí, por supuesto. Pero otro tanto puede decirse del liberalismo aplicado. ¿De qué sirve, por ejemplo, el derecho a viajar, a quién no tiene dinero para comprar un pasaje? Si comparamos teorías, hay que hacerlo a nivel de principios o a nivel de resultados, sin contraponer la teoría de lo que nos gusta con la praxis de lo que nos disgusta.

La desigualdad ha de nacer del mérito, no de nacimiento, si hacemos caso a lo que propugna Vargas Llosa. La llamada de la tribu insiste en que el liberalismo se opone a los privilegios, puesto que la competencia que defiende presupone la igualdad. El día a día, por desgracia, nos indica que no todos partimos de las mismas condiciones. Hay ricos y hay pobres. ¿Cómo corregir este desequilibrio? El liberalismo no se opone necesariamente a la conciencia social. Una cita de Adam Smith viene a romper muchas ideas preestablecidas: “Ninguna sociedad puede ser próspera y feliz si la mayoría de sus miembros son pobres y miserables”. Por eso mismo, el propio Smith censuraba en términos muy severos las prácticas monopolísticas de los poderosos, al tiempo que apostaba por los salarios altos porque así los trabajadores rendían más. Asimismo, mostró simpatía por unos impuestos que contribuyeran a la nivelación social: quienes más poseían debían pagar un porcentaje mayor que los menos favorecidos. Por eso dice Vargas Llosa que sus tesis son, en ocasiones, socialdemócratas. ¿A ver si va a resultar que los denominados neoliberales tienen, en la práctica, mucho de neos y poco de liberales?

La cuestión decisiva consiste en cómo conseguir que las masas no se vean sumergidas en la más espantosa necesidad. Como buen liberal, el Nobel peruano se decanta por un orden legal estricto que garantice la validez de los contratos. No obstante, también indica que el liberalismo queda recudido a un economicismo excesivo si no está vivificado por valores morales que tienen, en buena parte, un origen cristiano. ¿Piensa, quizá, en la solidaridad con los más pobres? Sabe que un Isaiah Berlin, liberal acendrado, no llevaba sus ideas tan lejos como para legitimar una libertad que había llenado de niños las fábricas decimonónicas. Las teorías son las teorías, pero la realidad muestra que gobernar es hallar un delicado equilibrio entre intereses opuestos. Porque, como dijo un juez a propósito de un desahucio, se trata de cumplir la ley pero también de tener tranquilidad de conciencia para dormir por las noches, cosa imposible cuando la gente pierde por impago su vivienda.

A Vargas Llosa se le ha reprochado su antinacionalismo, en el que se ha visto una prueba de sus convicciones conservadoras. ¿No debe identificarse la izquierda con los movimientos de emancipación nacional? La repuesta no puede ser un sí o un no rotundos. El Che Guevara estaba a favor de cualquier respuesta al antiimperialismo, como la lucha del pueblo vietnamita contra los norteamericanos, pero se hubiera opuesto sin dudar a que una parte de Cuba reclamara su independencia. Rosa Luxemburgo, a su vez, veía en el derecho de autodeterminación, válido para todo tiempo y lugar, un cliché metafísico.

¿Conservador o progresista, pues? Desde una perspectiva política, el novelista arequipeño puede ser discutible, pero no cabe dudar de su sincera fe democrática. Él no se considera a sí mismo un conservador porque no está a favor de un sistema autoritario e inmovilista, sino de un progreso que no pretende hacer tabula rasa del pasado. Su concepto de libertad, basado en la responsabilidad individual, enriquecería a una izquierda que suele atribuirlo todo a las estructuras. Pero, a su vez, a sensibilidad social de la izquierda resulta imprescindible para que el liberalismo no degenere en un mercantilismo inhumano. No se trata de escoger entre libertad e igualdad, sino de tener ambas. Porque la segunda no es enemiga de la primera sino condición sine qua non para hacerla posible.

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