La escena la recuerdan con pudor madridistas de varias generaciones. Romario da Souza Faria recibe de espaldas, controla con la diestra, gira su menudo cuerpo 180 grados sin despegar la pelota de su bota. Lo hace en un abrir y cerrar de ojos. Antes, estaba frente a Alkorta. Ahora, Alkorta (y su cintura) ya han pasado a la Historia. Aguijonazo con el exterior de la diestra y el cuero se convierte en 1-0. El Camp Nou ruge cuatribarrado en busca de la cuarta Liga del Dream Team de Johan Cruyff. Buyo agacha la cabeza. Comienza el festín culé: caerán cuatro tantos más; otros dos llevarán la firma de O Baixinho. Simplemente, la empujará a puerta después de que Michael Laudrup le haga el trabajo. Así era Romario: si podía hacerlo más bonito aún, lo bordaba; pero no se le caían los anillos si había que acuchillar en la distancia corta. Su hat-trick eclipsó otro golazo de falta de Koeman y el minuto de gloria de la carrera del asturiano Iván Iglesias, encargado de completar la famosa manita que recibió el Real Madrid de Benito Floro. Ocurrió un 8 de enero de 1994. Cayó en domingo; al día siguiente –era el lunes que marcaba el final de las vacaciones de Navidad– más de un merengue acudió al trabajo sin haber digerido la cena.

Los madridistas que nos acercábamos al fútbol en nuestra tierna infancia no imaginábamos que aquel partido sería el patrón por el que se mediría la relación entre los dos clubes más potentes de España en los siguientes años. Sí, vivíamos entre los últimos destellos del Dream Team. Aquella escuadra parecía imbatible. Pero nuestros padres tenían el remedio perfecto: se pasaban horas y horas hablándonos de la Quinta del Buitre. Al parecer, esos veteranos que naufragaban, ya por abandonar la plenitud y encarar la decadencia de sus carreras, contra el Barça molón y tocón de los 90, habían sido un bloque inigualable de canteranos en la segunda mitad de los 80. Maldita sea, quién hubiera podido nacer cinco o diez años antes para ver en Butragueño, Sanchís, Míchel o Martín Vázquez los cromos más preciados del álbum Panini de turno, los cracks a seguir antes de que nos llegara la palabra crack y las plantillas quedaran memorizadas en nuestros cerebros a base de estudiarnos la Guía Marca y jugar al PC Fútbol. Si hasta nos fastidiaba a nosotros más que a nuestros padres que aquella generación irrepetible se hubiera atascado en las semifinales de la Copa de Europa contra Matthäus, Koeman y Baresi, o lo que es lo mismo, los líberos de Bayern, PSV y Milan.

Sin embargo, la 94/95, el año del declive dreamtiniano y de la Liga ganada con Valdano en el banquillo blanco no fue el cambio de rumbo que muchos anhelábamos. Nos enganchamos al fútbol, sí; pero no se construyó nada estable en Concha Espina. Sí, se le devolvió al rival el 5-0 del año anterior. Sí, Zamorano parecía Hugo Sánchez y Amavisca era poco menos que la versión rejuvenecida de Amancio. Y había salido Raúl de la cantera, que tantas veces nos haría levantarnos del sofá para cantar sus goles. Y Hierro era uno de los mejores centrales de Europa. Pero el club estaba podrido en sus adentros, deportiva y económicamente. Tuvo que pasar el Madrid un año en el infierno (fue sexto y se quedó fuera de Europa la temporada en la que el Atleti levantó el doblete) tras una campaña de 42 partidos donde solo Raúl y Laudrup –que había cogido el puente aéreo después de que Cruyff le desechara por exigencias de la Ley Bosman en favor de Hagi (craso error)– mantuvieron el tipo.

A partir de la 95/96 –y sobre todo, a partir de la temporada siguiente–, el fútbol español cambió de golpe y nunca volvió a ser el mismo. Se permitió un número ilimitado de extranjeros comunitarios por equipo, que podían mezclarse con hasta tres sudamericanos (los africanos estaban por llegar a los grandes clubes españoles, con la excepción de Amunike). Los derechos televisivos hincharon las cantidades que se pagaban por los fichajes. Se hablaba de 1.300 millones por Mijatovic, otros tantos por Suker… El Barça ya hacía tiempo que no tenía a Romario porque a Romario solo le dio la gana aguantar una temporada seria (y media en modo guasón) como pichichi culé. Tampoco estaba Cruyff, prejubilado, cabreado con Núñez y orgulloso de haberse conocido. Pero los barcelonistas en aquellos años animaron a Ronaldo. Y luego a Rivaldo. Y, entre medias, a Giovanni, que pasó con más sombras que luces por Can Barça, aunque le dio tiempo de regalarle al Bernabéu una butifarra que aún escuece en el Bernabéu tras un ajustado partido de Liga en la 97/98, definido con un tanto del delantero brasileño.

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Nuevamente, los madridistas nos encontramos con el patrón dominante. Para ganarle al Barça había que penar y sufrir muchísimo, estuviera Robson o Van Gaal en el banquillo contrario. Así se acumularon más de 20 años sin vencer en el Camp Nou en Liga, una maldición que no había podido superar tampoco el Madrid de la Quinta. Aunque los desmanes de la era Gaspart y el tardonuñismo, le dieron una época de dominio al Real en la competición doméstica, el pasar de las campañas confirmaba una impresión que acabó demostrándose con la llegada de Joan Laporta a la presidencia barcelonista en la primavera de 2003: el FC Barcelona reconstruyó su plan deportivo y social mientras que el Real Madrid renunciaba a recuperar sus virtudes como club grande, pero familiar al mismo tiempo –vivo calco de las mejores esencias de la ciudad de la que toma nombre la entidad blanca–, cuando Florentino Pérez decidía cargarse a Vicente del Bosque como entrenador… después de ganar dos Champions League y dos Ligas en cuatro años. Hagan memoria y rememoren la evangelización deportiva y social del madridismo durante los años en los que se construía Valdebebas y se destruía la estabilidad deportiva del club a base de fichar ronaldos y beckhams y vender a morientes y solaris.

La marcha del bigotudo salmantino fue paralela a la llegada de Laporta al palco de Les Corts. También se produjo en la primavera de 2003. Desde entonces, ¿qué ha pasado? Culés y merengues, merengues y culés: hagan cuentas simplemente con los dos trofeos más importantes. 7 Ligas se han quedado en Barcelona; 3, en Madrid. 3 Copas de Europa ha logrado el Barça (y pueden ser cuatro si los de Luis Enrique, primero jugador blanco, luego blaugrana y ahora entrenador de los catalanes, vencen a la Juventus el próximo 6 de junio), por una sola de su eterno rival, quien para llegar a la Décima tuvo que pasar por un quinquenio negro de juego, presidentes y entrenadores (sí, Ramón Calderón estuvo en la casa blanca haciendo y deshaciendo unas cuantas temporadas tras ganar unas elecciones que podría haber organizado el mismísimo Robert Mugabe) hasta llegar a Carlo Ancelotti, José Mourinho mediante.

Pero, sin embargo, la peor sensación para el madridismo no es la numérica. Por encima de lo cuantitativo está lo cualitativo. Cierto es que durante estos diez últimos años, ambas entidades se han cerrado sobre sí mismas, han mercantilizado su producto hasta límites insospechados e insalubres para los amantes del balompié más puro y han visto cómo sus mandatarios –de una corriente u otra– protagonizaban bochornosos episodios, muchas veces bordeando la legalidad, en el ámbito deportivo y personal. En definitiva, Barcelona y Real Madrid han sido dos transatlánticos más sorteando los icebergs de la crisis económica y moral que personajes como Florentino Pérez o el binomio Joan LaportaSandro Rosell, entre otros muchos próceres de nuestras economías, se han encargado de construir.

Pero vayamos al verde. A la pelota. Al juego. ¿Qué nos encontramos en el meollo del asunto? Presten atención al famoso gol de Ronaldinho, el icono de la resurrección culé en la década del 2000. Lo marcó en el Bernabéu en el otoño de 2005. Sí, es aquel famoso tanto en el que el gaucho va driblando a ritmo de samba a un rival de blanco tras otro hasta ajustarla al primer palo de Iker Casillas. La diana aplaudida por aquel padre y aquel hijo de rostros compungidos, metáfora del madridismo lujoso e impotente del final del primer florentinismo. «Tenemos los millones, ¿pero dónde está el balón?», parecían decirse aquellos dos aficionados. Ronaldinho fue Romario diez años después. Igual de mago, igual de juerguista, igual de vago, igual de irrepetible y, tan solo, un poco más longevo en el fútbol de alto nivel europeo que su compatriota minúsculo, hoy diputado federal en Brasil tras cerrar su carrera con más de mil goles –según las cuentas del propio goleador, claro. El epílogo como profesional de Ronaldinho en Europa fue triste, pero su apogeo es esencial para entender al Barcelona de hoy. Ronaldinho giró las tornas y pese a su brutal y tragicómica decadencia, puso las bases de buen rollo futbolístico para el desembarco del Pep Guardiola entrenador en el verano de 2008.

Quizás los más desmemoriados no recuerden que el de Santpedor accede al banquillo de un equipazo… que lleva dos años de indolencia y empacho prematuro a las órdenes de Rijkaard. Sin embargo, Guardiola, además de conocer las entrañas de la casa blau i grana (como conocía Del Bosque las entrañas madridistas) por haber sido cachorro de La Masia, cuenta con un plan superior, una estructura a nivel de club y una capacidad de autonomía que parece un lujo en el fútbol español de hoy en día, pero que debería ser norma. Algo que podríamos llamar filosofía si esa palabra no estuviera tan gastada y manoseada en este deporte. A Guardiola, Laporta le deja hacer y deshacer durante el año del triplete –luego ampliado a sextete. Suelta lastre con Dinho y Deco, fundamentales antaño, pero caducados en aquel momento. Los envía al Milan y al Chelsea. Al año siguiente, no tendrá piedad con Eto’o, pese a la gran actitud sobre el campo del camerunés, que acaba un curso inmejorable como máximo goleador del equipo: nunca en su carrera Samuel había convertido 30 goles en Liga. Nunca más lo hará.

Los detalles son importantes en aquella 2008/2009. Guardiola se la juega con Pedro y Busquets, dos canteranos que pasan de Tercera División a la selección española en pocos meses porque entienden perfectamente el ADN que Pep quiere transmitirle al equipo –»presionemos, robemos y tengamos siempre la bola, que así nos marcarán muy pocos tantos»– para mejorar la fórmula de Cruyff. Tanto mejora la fórmula, que acaba convirtiendo, aunque fuera por unos cuantos años, al sufridor y tribunero patricio del Camp Nou en un optimista por antonomasia. Ese Barça está hecho para el jogo bonito y para ganar sin sufrir. Para muestra, la obra maestra del barcelonismo contemporáneo, el 2-6 endosado al Madrid en su feudo. El Bernabéu, perforado por un Henry rejuvenecido y unos Messi, Puyol, Xavi&Iniesta y Valdés formando un bloque de canteranos imposible de detener. ¿Alguien se acuerda de la Quinta?. El Barça no solo deja títulos. Por encima de todas las cosas, deja una manera clara y concisa de jugar al fútbol extraordinariamente bien.

Ese mismo verano, 2009, hay elecciones en el Real Madrid. Florentino Pérez las gana sin necesidad de que los socios vayan a votar tras las retiradas de sus contrincantes electorales. Ha vuelto el patrón al yate blanco y con él se embarcan, tras millonadas de por medio, Cristiano Ronaldo, Kaká y Benzema. Pese al lujo de la tripulación, el neoflorentinato moría aquel día antes de nacer. Sí, ha habido títulos. Mourinho le dio picante a la competición, pero acabó quemado y quemando las estructuras del club que le rechazó después de entregarse a sus brazos como la Italia que se abrazó a los tecnócratas tras la caída de Berlusconi. Del personaje luso está casi todo dicho y analizado. Fue la metáfora el de Setúbal de la política deportiva del señor Pérez. ¿Qué ha dejado Florentino 2.0 en el Real Madrid además de 1.200 millones de euros gastados? Cristiano Ronaldo se marchará probablemente del club como máximo goleador histórico del Madrid, pero, puede que también, con el paupérrimo resultado de una Liga ganada en más de seis campañas como blanco. Cierto, cayó la Décima. El cabezazo de Ramos. Espíritu de Juanito. Remontadas y epopeyas. El Real es eterno. «Lo que más admiro del Madrid es que no se rinde nunca», suelen admitir entre dientes algunos culés, sabedores de que si no están reduciendo la brecha histórica entre ambas escuadras es por la cofradía del clavo ardiendo.

El problema es obvio. Mientras los madridistas sigamos acomodados en nuestra posición de nuevos ricos seguiremos combinando el lujo de los fichajes rutilantes con el desprecio chusco hacia lo de casa. Reivindicando el estilo que se le ocurra al entrenador de turno como la fórmula mágica para derrotar al rival. Triturando carne de míster anteriormente alabada cuando las cosas salgan mal. Ahora la prensa que ha puesto en la picota a Ancelotti se acuerda de que Rafa Benítez entrenó un día al Castilla y lo llama a filas. Desprestigiando canteranos y «clase media». Confundiendo la historia y olvidándonos de lo más importante: el balón; fomentando esa leyenda urbana, bien expandida desde Barcelona, de que el Real siempre «jugó feo porque contragolpeó». ¿A quién se le ocurrió semejante chorrada? Lo lógico, eso sí, es que quien tiene el cuero, marca el tempo, construye el discurso, escribe las líneas del fútbol que se recordará. Quien no lo tiene, debe tirar del manual de supervivencia para sostenerse ante los goles del rival. Como aquel zapatazo de Iniesta en Stamford Bridge que casi me indigesta una Voll Damm en Bellaterra, universitaria, autónoma y culé a más no poder. O, si se es muy roncero, encomendarse a Pirlo, Buffon, TévezMorata y compañía, comprarse una entrada para ir a Berlín y animar desde la grada a la Juventus, otro sempiterno rival que, no obstante, se interpone entre el Barça y su quinta Copa de Europa. Otra vez el cinco. Otra vez, una manita. Si Messi quiere, claro. Porque como me comentaron hace unos días: «En el fútbol nada es seguro, menos Messi… cuando está bien».

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