No hay deporte que baile más tangos con la muerte que los que baila con ella el ciclismo. La muerte de un ciclista puede llegar en la soledad de un hotel, depresivo y adicto a las drogas legales e ilegales, víctima de una carrera de excesos en el dopaje. Así falleció el Pirata Pantani a los 34 años. José María Jiménez tuvo un final parecido en el que solo cambió el escenario: el Chava prefirió marcharse del mundo en su casa. En su último pastel de cumpleaños pusieron 32 velas. Hubo quien fue más allá. En el 67, un inglés llamado Tom Simpson estrelló esa vida de excesos sobre el propio asfalto. No se fue al suelo en un sprint o en un descenso, no. Su corazón reventó en las rampas del Ventoux, ahogado entre alcohol y anfetaminas. Las imágenes, en blanco y negro, aún sobrecogen al espectador. El británico se tambalea sobre la bici como un hooligan después de una noche de farra a la orilla del Mediterráneo y acaba por estirar la pata en la misma cuneta. Era la época de Hendrix, Bryan Jones o Joplin, tiempo de excesos rockeros que algunos también trasladaron al pelotón junto a las patillas largas y las melenillas provocadoras de tipos como Eddy Merckx, el más grande y chulo de todos los ciclistas que han existido. Merckx ha llegado a viejo y criado barriga, privilegio que su propio pensamiento le negó al más peligroso de los rivales que tuvo el campeón belga: el hispanofrancés Luis Ocaña.

Ocaña se pegó un tiro en el 94, poco antes de que Indurain ganara su cuarto Tour, una cifra a la que él mismo se podría haber acercado si no le hubiera perseguido la mala suerte en su época como ciclista. Quizás este inmigrante conquense que se crió en el sur de Francia no hubiera llegado cuatro veces a París con el maillot amarillo, pero es seguro que mereció más gloria de la que tuvo y que, de haberla tenido, el gran Merckx podría haberse retirado sin sus cinco famosos Tours. Para comprobarlo solo hay que irse al Col de Menté, al año 71, y ver a Luis Ocaña tumbado en la carretera después de haberse pegado un trompazo bajando este puerto pirenaico.

Cuando se levanta para continuar, el holandés Zoetemelk traza mal, entre la lluvia, la curva en la que él mismo se ha caído y acaba por rematarlo. Es el arquetipo del héroe caído, del ciclista derrotado por la carretera en la más espectacular de sus versiones: el descenso. El ciclismo, y especialmente el Tour, es precisamente eso: todo lo que has ganado como una hormiguita durante días de duro trabajo se puede perder por un simple descuido. Rozas tu rueda con la rueda del corredor que llevas delante en el pelotón y, ¡zas!, lames el asfalto y te marchas para el hospital con la clavícula rota. Ni el maillot amarillo puede salvarte de la ley de la gravedad como no salvó a Ocaña aquel julio del 71, cuando se retiró después de haber humillado a Merckx días antes en los Alpes y tener su primer Tour prácticamente al alcance la mano. En los Campos Elíseos fue El Canibal quien celebró el triunfo en la carrera de las carreras. Su tercer Tour.

TOUR de FRANCE 1969

Ocaña, en segundo plano, en una subida del Tour del 69. Su estreno en la ronda gala.

Esa gloria la conquistaría Ocaña en el 73 –sin la participación de Merckx, una espina que no pudo quitarse–, pero por clase, fuerza y condiciones todos pensaron que este hijo de un republicano que perdió la guerra podría haber llegado más lejos, haber sido más grande. Ocaña fue una estrella fugaz que brilló fuerte y se apagó rápido, un tipo al que veían demasiado francés los españoles cuando volvía a su país natal a correr, uno de tantos hombres sin patria en aquel continente guerrero que fue la Europa del siglo XX. En España Bahamontes era Dios sobre dos ruedas después de haber conquistado el amarillo en París en el 59 –la primera vez en la que este escalador se convenció de que tenía fuerzas para lograr algo más que el primer puesto en la clasificación de la montaña y eso que ya tenía 31 años–, uno de tantos pioneros del deporte que fueron utilizados por una dictadura a la que le interesó poco o nada invertir en la formación de deportistas pero que siempre estuvo al quite para recoger sus glorias.

Si Don Federico era el más grande, a Ocaña solamente le quedaba ser un intruso al que se le miraba por encima del hombro. Que fuera un hijo del hambre tampoco ayudaba. Nacido en el 45, era todavía Luisito cuando su padre decidió irse a serrar árboles a los Pirineos franceses, harto de que en Priego, Cuenca, no le dieran trabajo por haber apoyado a la República años atrás. A Mont-de-Marsan se llevó a la familia y, sin saberlo, Ocaña padre le dio a su hijo la posibilidad de convertirse en un profesional de la bicicleta en un país mucho más desarrollado, donde el ciclismo era religión y en el que lógicamente se cuidaba mejor de la cantera. En los estertores franquistas, más patriótico era, entonces, apoyar al Tarangu Fuente, tan capaz de enseñarle el culotte a los gallos cuando se subía el Galibier como de sufrir una pájara descomunal minutos después ascendiendo el Izoard. Pocos escaladores ha tenido España como el Tarangu, otro que hizo mutis por el foro demasiado rápido. Falleció en 1996 por culpa de una pancreatitis. Solo dos años después de Ocaña y solo con un año más que el ciclista al que derrotara en la Vuelta tras no poder con él en el Tour. Fuente tenía 50 y podía presumir de haber estado a punto de ganarle un Giro al rival entre los rivales, Eddy Merckx.

Tras un ocaso rápido en la Grand Boucle después de ganar su único Tour, Ocaña se conformó con algún podio en la Vuelta –que había ganado en el 70– e intentó después ser director de escuadra ciclista, pero el coche se le quedaba pequeño. También invirtió lo ganado sobre el sillín en comprar unos terrenos vinícolas para producir licor. No le fue bien y su vida fue fundiendo al negro. Se enclaustró y solo logró salir de su caverna disparándose al alma. Así volvió a salir en las portadas el que muchos de lo que le vieron correr –y que luego vieron a Perico, Indurain o ahora ven a Contador– señalan como el mejor ciclista español de siempre. Todoterreno, completo, valiente y con un hambre voraz por la victoria. Derrotado sin remisión, caído como en el Col de Menté, 23 años atrás, cuando se convirtió en el hombre que casi humilla a Merckx.

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