En España, hay una parte de la izquierda que ve con malos ojos a Pablo Iglesias y le acusa de vendido y sicario del sistema. Algunos prácticamente le odian. Es una izquierda a la que le gusta definirse como revolucionaria y liberadora de masas, pero que apunta con el dedo a cualquiera que suba en popularidad. “Si vende entre la gente, no es bueno”, parecen decirnos. “Si seguís lo mediático, estáis aborregados”, parecen afirmar, con la superioridad moral del que no se siente una oveja más del rebaño. Quieren liberar a la sociedad sin ser parte de la sociedad. Curiosamente, el verbo “instruir” domina en el discurso de esta izquierda que pretende ser revolucionaria, pero que se olvida del elemento más importante en cualquier revolución: la libertad de la persona.

Hay también en España una derecha que considera que Pablo Iglesias no es digno de participar en el juego de la democracia. Esta semana ha empezado a decírnoslo. Antes, cuando el líder de Podemos salía en debates de televisión, sus escaramuzas con la derechona hispana se limitaban a enfrentamientos verbales con el Inda o el Marhuenda de turno. Formaba parte del folclore de la política. Hasta les hacía gracia el melenudo respondón. Ahora no. Después de reunir más de un millón de votos en solo cuatro meses y obtener pasaporte para defender en Bruselas lo mismo que ha defendido en los platós, Pablo Iglesias es más que un tertuliano televisivo. Es una amenaza, un tumor incipiente que hay que extirpar. Ayer, el Partido Popular puso su maquinaria a toda potencia para descalificar la figura del politólogo que se metió a periodista y ahora se ha metido a político. Lo que nos queda por oír. Pero Podemos tiene si cabe un enemigo más acérrimo. No es la izquierda pretendidamente revolucionaria ni la derecha pretendidamente democrática: es el PSOE, pretendidamente socialista, obrero y hasta español, como cantaba Javier Krahe en los 80. Los ¿progresistas? ven en Pablo Iglesias el líder que nunca tuvieron. El hombre capaz de decir lo que llevan esperando los millones de españoles que han dejando de votar al PSOE desde 1982. Sin ambigüedades ni peajes ni falsos consensos con una derecha que no quiere consensuar ni el menú del Congreso. Felipe González hizo saltar la banca electoral en octubre de 1982. Le invistieron presidente con 200 diputados apoyándole.

Ese colchón se ha ido perdiendo entre escándalos y luchas de poder, desde la cúspide del partido hasta la misma base. Pablo Iglesias ha roto los pronósticos, igualándose a Izquierda Unida sin apenas tiempo y medios. Solo tiene un combustible para seguir progresando: predicar con el ejemplo y seguir bien rodeado de pensadores como Juan Carlos Monedero. Si la decencia no se convierte en la egolatría de la que algunos le acusan, el PSOE puede ir pensando en cerrar su chiringuito electoral. Sería irónico que un hombre que se llama igual que el fundador del PSOE sea quien acabe con el PSOE como el gran partido de la izquierda española.

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