Durante casi una hora la escena parece la toma del Palacio de Invierno. La puerta del Palacio Nacional arde en llamas rabiosas a golpe de cócteles molotov. El enorme rectángulo de madera ubicado en las antiguas residencias de Moctezuma y Cortés se tambalea ante las embestidas de los manifestantes cargados con vallas ferrosas. Pum, pum, pum. Y amenaza con crujir.

La turbulenta historia mexicana ha puesto a prueba esta puerta desde hace cinco siglos: la entrada principal del palacio virreinal de 1565 fue incendiada por el pueblo en 1692, cañoneada durante el levantamiento de Valentín Gómez Farías en 1840, baleada en plena revolución en 1913, empapelada de carteles contra Díaz Ordaz en 1968 y atacada con bombas caseras en los disturbios del uno de mayo de 1984. Nada logró echarla abajo. Pero el pasado 8 de noviembre muchos presenciamos como era embestida durante una hora ante la absoluta apatía de las autoridades. Y muchos nos preguntamos: ¿Y si cede? ¿Y si entran? ¿Y si toman el palacio?

¡Va a caer, va a caer, el Gobierno va a caer!, gritaban enardecidos cinco o seis escuincles mientras saltaban por los aires como ranas. Y por un instante todos los que allí estuvimos pensamos lo mismo. Pensamos: la madera va a ceder, las llamas la van a chamuscar, los golpes la van a quebrar, van a entrar, van a entrar y cuando entren quién sabe lo que va a pasar aquí.

Después no, después nos dimos cuenta de que la inmensa mayoría de los presentes no estaría dispuesta a jugarse la vida en un ataque de ese estilo. No así. No ahora. No de esa forma. No estamos en San Petersburgo en 1917, ni en la Habana en 1959. Esto es México, 2014, un año que –dicen – marcará un antes y un después en el despertar de una sociedad dormida. También dicen que la madriza que la pobre puerta recibió fue una madriza pactada, quizás uno más de los montajes de este México mediático y escenificado. ¿La policía dejó que ardiera por un rato? Seguramente. ¿La policía propició el ataque? Todo es posible en esta dictadura perfecta de teatrillos improvisados, de circos distractores, de telenovelas baratas que adornan la residencia de Los Pinos. Se dicen demasiadas cosas en la era de las redes. Con lo fácil que sería callarse.

El origen de la satrapía de Iguala

El matrimonio Abarca, los presuntos y probables autores intelectuales de la atroz desaparición de los normalistas de Ayotzinapa, son solo el punto de fuga del gran cáncer que corroe la política mexicana. Sus fotografías celebratorias son un agravio insoportable para todos los que vivimos en este país. Él, un chaparro de cejas depiladas, musculoso, de voz aflautada y cejo maligno imposible de disimular. Ella, morrocotuda, sudorosa, hipócrita, con un rostro incluso más diabólico que el de su marido.

Todos lo sabían, aunque ahora lo nieguen. María de los Ángeles Pineda, esposa del Alcalde de Iguala y ex futura alcaldesa, era familiar directa de los narcotraficantes y criminales más peligrosos de Guerrero: los Guerreros Unidos. Su familia trabajó mano a mano con los narcos más violentos de los años 90. Por aquel entonces el Cartel de los hermanos Beltrán Leyva compartía las plazas sureñas del país con el del Pacífico comandado por el Chapo Guzmán. Los familiares de la Pineda operaban como auténticos monarcas en Zihuatanejo, Guerrero y otros municipios de Morelos. El negocio les fue bien durante algún tiempo hasta que los grandes cárteles se declararon la guerra. Los Pineda guardaron fidelidad a los Leyva. Los padres de María de los Ángeles fueron detenidos como integrantes de una célula criminal. La secretaría de Seguridad Pública les acusó de dirigir las operaciones de narcomenudeo en el estado. La guerra entre bandas se enardeció y comenzaron a aparecer cuerpos de narcotraficantes tiroteados y abandonados al lado de las carreteras, entre ellos varios familiares de la esposa de Abarca. En 2009 la Marina atrapó a Arturo Beltrán Leyva, el jefe de jefes, líder máximo del cartel que aún lleva su apellido. Y entonces todo cambió.

Como siempre ocurre, cuando el cabecilla faltó el clan comenzó a desintegrarse en distintas células identificadas como Los Rojos, La Barredora, El Cartel Independiente de Acapulco y el Cartel de la Sierra entre otros. Los familiares de la esposa del ex Edil de Iguala –Salomón Pineda y Sidronio Casarrubias– comandaban el cartel más sanguinario: Los Guerreros Unidos.

Según Investigaciones de la Procuraduría General de la República, el Alcalde y su esposa entregaban de dos a tres millones de pesos para operar y controlar a la Policía Municipal.

Con este panorama algún día tenía que pasar. Periodistas, intelectuales e investigadores se preguntan en voz alta: ¿Qué esperaban los que legitimaron a narcos y criminales como policías, alcaldes o Gobernadores? ¿Podrían asegurar que en México no hay otros criminales en alcaldías y municipios y hasta gobernando estados? ¿Pueden garantizar que esto no volverá a suceder?

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El rostro de la ignominia

El periodista pregunta: Hola muy buenos días ¿Cuál es el evento que está programado para este viernes?

La mujer de rostro sudoroso y sonrisa fingida contesta con placer: “Hola muy buenos días. Yo solamente quiero iniciar con una pregunta. ¿Tú como le dices a tu mamita? ¿Má, madre, jefa, mother, mamita, mami? ¿Cómo le dices? ¿Mamá?. Eso es un reconocimiento que todos los hijos le hacemos a nuestras a queridas madrecitas. Y el día de hoy el Dip municipal les dará un reconocimiento. En el teatro del Pueblo a las cinco de la tarde están invitadas todas las madrecitas a festejar con nosotros con la luz roja. Hay que llevar la pareja para bailar. Hay que convivir con nuestras queridas madrecitas. Muchas felicidades a todas”.

Esta mujer que hoy encarna el rostro de la crueldad y la barbarie, éste demonio que hizo desaparecer a 43 estudiantes, hace poco más de dos meses hablaba con ternura del amor de los hijos a las madres. El mundo estaba bajo control, La familia Pineda-Abarca gozaba de inmunidad absoluta en su feudo controlado por narcos y asesinos. María de los Ángeles ya se miraba al espejo como futura alcaldesa. Preparaba bailes por todo lo alto en la Plaza de las Tres garantías. Pero el 26 de septiembre aparecieron esos chiquilicuatres revoltosos. ¿Tratarían de reventar el acto? ¿Echarían la fiesta a perder? La pareja imperial se miró a los ojos. Rieron con desprecio y sin necesidad de abrir la boca uno de ellos chasqueó un dedo que significaba lo mismo de siempre: Barred a ese ejército de hormigas.

Cabe preguntarse, de nuevo, qué esperaban que sucediera. ¿Qué esperaba Peña Nieto, o Murillo Karam, o los líderes del Partido de la Revolución Democrática? Qué esperaban todos, porque todos ellos sabían y saben perfectamente que México está sembrado de caciques criminales hermanados con los narcos más sádicos.

Por fin: la indignación

La rabia explotó esa noche del 8 de noviembre y sigue explotando entrando este 2015, en medio de las marchas pacíficas y multitudinarias, entre padres de familia y jóvenes adrenalínicos, entre curiosos y fiesteros que merodean los alrededores de la Madero, epicentro de la fiesta en el centro del DF. La rabia explotó y seguirá explotando, en la capital y en Guerrero, donde cada día los estudiantes, los padres, los autodefensas y los guerrilleros ocupan calles, plazas y carreteras protestando por la desaparición de los 43. La rabia, en México, nunca antes había tenido un rostro tan concreto y localizable: los políticos corruptos.

Las teorías conspiranoicas se quedan cortas ante esta tragedia. Iguala será recordado como el punto de fuga en el que quedó tristemente demostrado que el narco está metido hasta las entrañas en las instituciones mexicanas. Y más allá de las entrañas. Ya nadie podrá negar o maquillar la evidencia. Es la gota que colmó el vaso.

Los golpes, los cócteles molotov, las llamaradas, los arañazos que pintarrajearon la puerta del Palacio Nacional van dirigidos a todos ellos. Al rostro sudoroso e hipócrita de los asesinos. Y al rostro mezquino e indigno de los gobernantes que consienten ese tipo de órdenes.

Fotografía: Palacio Nacional de México y Mural de Diego Rivera sobre la conquista española del país (Wikipedia).

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