«Trinchera mediática». Estas dos palabras forman una de las expresiones más conocidas y utilizadas en los últimos tiempos para desacreditar al periodismo. Es cuestión de recrear la comunicación –especialmente, la española– como un gran campo de batalla: los periodistas de un medio aparecen llenos de barro, disparando sus verdades enlatadas en forma de noticias a los periodistas de la trinchera de enfrente. No hay autocrítica. No hay contraste de opiniones. Las realidades que vivimos parecen paralelas. No es que se muestren dos hechos desde puntos de vista completamente diferentes. Directamente, las informaciones que aparecen en El País no lo hacen en La Razón. Y viceversa. Vale esta comparación para cualquier empresa de la información de cualquier tipo y tamaño. Los medios se apuntan con mayor o menor frecuencia, con mayor o menor descaro, a obviar obviedades. Bienvenidos a las trincheras, disfruten de la guerra. Aquí, de momento, no muere casi nadie. Físicamente, claro.

En las redacciones existe una guerra, en cambio, menos visible. También es una pelea que se libra en trincheras llenas de barro, pero los éxitos lucen menos y no se pueden airear en forma de exclusivas. Estoy hablando sobre el trabajo diario que supone saltar la zanja que protege a políticos y empresarios, a los santos custodios de las informaciones que el periodista debería sentirse obligado a publicar. Simplemente, para parar durante unos segundos la obra de teatro a la que asistimos y en la que los poderosos fingen representar unos papeles totalmente contrarios a sus actividades en la vida real. Esa trinchera menos conocida es el cordón de seguridad con el que cuentan los mandamases.

En el ámbito de la política, poco a poco, a la vez que se multiplicaban cargos para contentar hasta al más cateto del partido, también se reforzaba la muralla, cada día más gruesa y más alta. Para hablar con un concejal de un municipio que no llega a los 20.000 habitantes, un pueblo, es necesario pasar por el filtro del jefe de prensa. Dialogar con un consejero de una comunidad autónoma suele ser más doloroso que una visita al quitamuelas. Picar más alto desde un medio local o regional, una quimera. ¿Hablar con un ministro? Ni loco. «Problemas de agenda», llaman a este silencio. «¿Podrías decirme exactamente qué le vas a preguntar? ¡Pásame las preguntas por e-mail! Mañana miro su agenda y te digo. Esto no te lo puedo resolver yo, tienes que hablar con su secretaria [que suele opinar lo al revés]. Yo diría que eso quedó todo explicado».

Así suelen responder al periodista desde las jefaturas de prensa de las instituciones y organismos públicos cargos de confianza que paga el contribuyente y que, en más ocasiones de las deseables, tienen la misión de desinformar al ciudadano de a pie. Son los aduaneros que te sellan el visado. Los compañeros de profesión más viajeros sabrán bien que para entrar en ciertos países, en esos en los que te hacen un test para ver si puedes molestar o no dependiendo de tu profesión, decir que eres periodista es casi un suicidio, incluso si lo que realmente quieres es disfrutar de unas tranquilas vacaciones. En esos casos se hace difícil que te sellen el pasaporte. Con los responsables de ciertos gabinetes suele ocurrir lo mismo. Si quieres hacer periodismo, no hay entrevista.

Los jefes de prensa se convierten en los aduaneros que deben sellarte el pasaporte antes de poder hablar con un político. Para llegar a algunos concejales tienes que solicitar audiencia en la corte real

Por experiencia personal, dividir a los jefes de prensa en dos mitades no sería imposible. Y eso que siempre se corre el riesgo de generalizar. Por un lado tendríamos a aquellos que han trabajado durante largo tiempo en las redacciones de los medios, que han demostrado su valía y que, aquí viene lo más difícil, no se achantan ante las presiones de su superior, sea un cargo electo o el editor de un diario o un informativo audiovisual. Para el político que se cree parte de una casta de elegidos, esta especie suele ser mucho más molesta que el periodista-escudero. ¿Quiénes son estos últimos? En más de uno y dos casos, personajes surgidos de la nada (también conocida como «círculos afines al partido») que trepan hasta un cargo de confianza excelentemente remunerado –sobre todo, si comparas la precariedad de los sueldos que se pagan en unas redacciones cada día más flacas de personal– con el objetivo de cumplir una misión muy clara: desinformar.

Si tus constantes llamadas para aclarar un asunto de interés público te convierten en un pesado, estos periodistas de partido pasarán semanas sin ver a su jefe por la oficina. Ese servidor de la ciudadanía apenas pisará su despacho «por problemas de agenda». Y cuando lo haga… «¡Está reunido!», te contestarán. Burlar el cerco de seguridad y llamar al político directamente, utilizando su número de teléfono personal, puede equivaler al destierro informativo. Como migaja, se te ofrecerá una rueda de prensa, comparecencia que ha degenerado muchísimo en España en los últimos años, plasma mediante. Muy acertadamente, uno de mis maestros en esta profesión las rebautizó no hace mucho como «ruedas de reconocimiento». Que algunos de los políticos más aficionados a este tipo de conferencias, en las que cada vez se pregunta menos y no se aclara nada, estén implicados en casos de corrupción debe ser pura coincidencia.

Sin comerlo ni beberlo, los periodistas podemos entrar en ese círculo vicioso. Convertirnos en voceros oficiales, en jefes de prensa en la sombra del alcalde o el diputado de turno para conocer antes que nadie el próximo movimiento del representante de los ciudadanos. El botín es marcarnos una exclusiva, un nuevo cañonazo a la competencia. De nuevo las trincheras, de nuevo la guerra. Ni siquiera hemos cavado nosotros nuestras trincheras: nos hemos metido en las zanjas que aíslan a la persona a la que queremos llegar. Somos amigos, lacayos de la fuente, que se sigue riendo en su torre de marfil mientras nosotros nos pringamos en el fango, codo con codo con su gabinete de comunicación. La pregunta es tan inquietante como retórica. Si el periodismo de los grandes medios actúa así con la política, la parte visible del problema, ¿cómo llega hasta los grandes poderes que mueven el mundo? El camino es evidentemente el contrario. Son las fuerzas que han provocado la crisis las que provocan los ERE en los medios de comunicación. Simplemente, porque son sus máximas accionistas. Y ningún ladrón dormiría con una horda de agentes de policía en su casa. Mejor que sean pocos y corruptos. O, al menos, que sufran su frustración profesional en silencio.

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