Como otras revoluciones, la mexicana atrajo a extranjeros entusiasmados con la promesa de libertad, ansiosos por vivir un proceso de emancipación que hasta entonces sólo habían vislumbrado en sueños. Se dio así una especie de turismo político que volvería repetirse en la Unión Soviética o en Cuba, en el que se mezclaban, en diferentes proporciones según los casos, aspiraciones de cambio social, curiosidad por una cultura ajena o ganas de vivir emociones fuertes. A fin de cuentas, México, como la España del siglo XIX, era visto desde fuera como un país semicivilizado y exótico, en el que aún eran posibles las grandes aventuras. Entre los que se atrevieron a presenciar los acontecimientos sobre el terreno, sin duda destaca un grupo ilustre de periodistas y escritores norteamericanos cercanos al socialismo, que dieron cuenta con su pluma de lo que vieron o de lo que creyeron ver, ya que en ocasiones tomaban la parte por el todo, equivocándose al generalizar una realidad local como representativa de todo el país.

No fueron observadores neutrales: tomaron partido por un bando o por otro, denigrando al contrario. La suya acostumbra a ser una mirada militante en la que mezclan elementos puros, como el interés genuino por la suerte de los desheredados, e impuros. Pese a sus buenas intenciones, no todos consiguen desprenderse de un sentimiento de superioridad de su mundo anglosajón frente a la barbarie latina.

John Reed es el más famoso de ellos. Hoy se le conoce, sobre todo, por Díez días que estremecieron al mundo, una crónica de la revolución rusa que mereció un prólogo del mismísimo Lenin, pero antes su fama se debía a México insurgente, el volumen que recoge sus reportajes sobre la revolución en el país azteca para la revista Metropolitan. Otro caso notable es el de Ambrose Bierce, famoso autor de cuentos, quién desapareció misteriosamente. Según una hipótesis, pudo ser fusilado mientras huía de las tropas de Pancho Villa, a las que consideraba una banda de forajidos, para unirse a las de Carranza. Pero también es posible que, cansado de vivir como estaba, sólo buscara una manera peculiar de procurarse la eutanasia. 

El revolucionario que se desdijo

Otro espectador ilustre del gran teatro revolucionario fue Jack London, novelista de éxito, autor de clásicos como Colmillo Blanco o La llamada de la selva. Empezó a interesarse por lo que sucedía al sur de Río Grande gracias a su vínculo con los magonistas, de tendencia libertaria. En 1911, en una carta abierta, había apoyado su lucha contra “la esclavitud y la autocracia”. Por esas fechas publicó un cuento, El Mexicano, protagonizado por un muchacho misterioso que se llama Felipe Rivera, de no más de dieciocho años. Un día, Rivera se une a la Junta clandestina que prepara la insurrección contra Porfirio Díaz. Desde el principio, sus jefes desconfían de él: puede ser un espía a sueldo del régimen. Su miedo se justifica por los peligros de la clandestinidad, pero también contiene un elemento de clase. Desde el punto de vista de los revolucionarios burgueses, Rivera representa al pueblo llano, a un mundo que les es completamente ajeno y con el que son incapaces de empatizar, temerosos de una fuerza que les parece primitiva y oscura. Sin embargo, nadie hay más sacrificado que el supuesto soplón, ni más eficaz. De una manera o de otra, siempre se las arregla para llevar a la organización el dinero imprescindible para su funcionamiento.

A medida que avanza la narración, conocemos algunos detalles importantes acerca de este joven silencioso y frío. En sus venas corre sangre mestiza, por lo que a menudo es víctima de comportamientos racistas. Su carácter, inescrutable, se ajusta al estereotipo del indio como ser que nunca expresa lo que siente. Para él, los blancos, sobre todo si son estadounidenses, constituyen un enemigo prácticamente indiferenciado. Todos son hostiles y de todos hay que desconfiar.

Su obsesión con la causa revolucionaria parece, al principio, casi patológica. Si es por la causa no hay cosa que se niegue a hacer, aunque le manden limpiar suelos. Sólo uno de sus correligionarios llega a intuir la clave de su extraño comportamiento, al imaginar que ha debido pasar por un infierno. Así es. Sus motivación es muy concreta y personal. Sus padres fueron masacrados en Río Blanco, durante la represión que aplastó la famosa huelga. Por eso se dedica al boxeo, deporte en el que ha encontrado la manera de obtener los fondos que se necesitan para derrocar a la tiranía.

Tres años después de la aparición de El Mexicano, London decidió que debía ir donde estaba la acción. Por ello, aceptó un puesto en Veracruz como corresponsal de guerra por cuenta de la revista Collier’s, propiedad del magnate William Randolph Hearst, a cambio de 1.100 dólares semanales más gastos. Seguramente esperaba vivir emociones fuertes como las que había experimentado en Canadá, en tiempos de la fiebre del oro, mientras escribía crónicas trepidantes protagonizadas por gentes salvajes. La realidad se ocupó de hacer fracasar su proyecto, ya que en esos momentos se hallaba en una ciudad en calma, bajo la ocupación de las tropas estadounidenses. Una urbe, además, poco hospitalaria con los extranjeros, según afirmaría Katherine Anne Porter en su novela La nave de los locos: “Veracruz es en efecto una típica ciudad portuaria, (…) curtida en mostrar su peor cara a los forasteros”. Esa faz desagradable, de acuerdo con la novelista, consistía en la tendencia de los autóctonos a estafar los extranjeros o burlarse de ellos.

Pero, si hubiera encontrado una situación inestable, London tampoco habría podido aprovecharla. La disentería le obligó a no aventurarse demasiado lejos. Lo peor, más que la enfermedad, fue el aburrimiento.

Por entonces había dejado de ser el radical que alardeaba de su escasa respetabilidad. Ahora criticaba a los insurgentes mexicanos, tachándoles de anarquistas estúpidos. En realidad, para él, estúpidos lo eran todos los indios, descendientes de un pueblo débil que no había sabido resistir la acometida de los “centenares de pelafustanes de Cortés”. Este tipo de comentarios se explican, entre otras razones, por su defensa de los intereses de las petroleras norteamericanas. A su juicio, una nación con el poder de Estados Unidos tenía derecho a intervenir para salvar a México de sí mismo, evitando que sus ineptos gobernantes convirtieran el país en un matadero. Es más, serían los propios veracruzanos los que recibieran con los brazos abiertos a las tropas yanquis.

De esta forma, a ojos de la izquierda norteamericana, London se convirtió en un traidor. Había dejado atrás su apuesta por la revolución para defender un imperialismo en la línea del ex-presidente Teddy Roosevelt, basado en la pretensión de superioridad de los pueblos anglosajones sobre los latinos.

Una mirada femenina

Pocos años después, quién llegaría a México sería la escritora Katherine Anne Porter, rara avis en un ambiente básicamente masculino. Cansada de una vida insípida en Texas, se instaló en Greenwich Village, Nueva York, en el verano de 1919. Allí se rodeó de artistas bohemios como el oaxaqueño Tata Nacho, compositor de La borrachita, entre otras canciones célebres. Aprovechó, mientras tanto, para publicar sus primeros cuentos. Sin embargo, consideraba que para hacer despegar su carrera como escritora necesitaba una fuente de inspiración especial. ¿Dónde buscarla? Sus amigos de la comunidad mexicana la convencieron para que visitara su país, al que llegó convencida de hallarse en una “tierra romántica”. Para mantenerse, contaba con la posibilidad de ganar algún dinero a través de sus colaboraciones periodísticas para medios como El Heraldo de México o Christian Science Monitor, en las que pudo dar cuenta de sus observaciones. Se dedica, asimismo, a dar clases. En esos momentos, noviembre de 1920, aún era una desconocida. Sin embargo, como apunta Susana Mº Jiménez Placer en un estudio sobre su obra, su segunda patria iba a permitirle alcanzar la fama literaria.

A lo largo de la década de los veinte visitó la república azteca en diversas ocasiones. Al contrario que otros intelectuales extranjeros, ella se sumergió a fondo en la realidad que se abría ante sus ojos. Para empezar, se tomó la molestia de aprender el idioma. Por otra parte, el hecho de contar con buenas recomendaciones le permite relacionarse con figuras clave. Apenas llega al país, ya la encontramos invitada a la ceremonia de posesión del presidente Obregón, o relacionándose con el antropólogo Manuel Gamio y, a través de él, con el pintor David Alfaro Siqueiros. De esta forma, como ha dicho uno de los estudiosos de nuestra escritora, penetra “con el pie derecho a un mundo normalmente vedado a los extranjeros”. Gracias a la amistad con estos intelectuales podrá comprender mejor la problemática social que ha conducido al estallido de la Revolución.

En sus artículos de prensa reflejó su interés por temas artísticos, con especial atención a los indígenas y del “primitivismo” de sus esculturas, por entonces muy influyente entre las diversas vanguardias. Cuando una mítica bailarina, La Paulova, quiere incluir una pieza de tema mexicano en su reportorio, es Katherine quién escribe el guión. Por otro lado, su interés por el arte autóctono se refleja en la exposición que organizará en 1922, una de las primeras en su género, que recorrerá varias ciudades estadounidenses.

No es extraño, por tanto, que también se sintiera atraída por la pintura de los muralistas, inmersos en su sueño de crear un arte auténticamente nacional y de izquierdas a partir de la recuperación del legado prehispánico. Por uno de los miembros más significados de esta escuela, Diego Rivera, Porter llegó a sentir una muy pronunciada admiración después de un primer momento de crítica. No obstante, en El mártir, caricaturizó sus amores con Lupe Marín a través del personaje de Rubén, un pintor abandonado por su compañera, que devine la encarnación de la faceta más ridícula del romanticismo.

La presencia mexicana adquiere un singular protagonismo en muchos otros de sus cuentos. Uno de los mejores, María Concepción, presenta un triángulo amoroso. En plena revolución mexicana, Juan, el típico hombre machista, se marcha con su amante, María Rosa. Ambos luchan en el frente hasta que él se cansa de la vida militar y deserta. A su regreso, la esposa legítima, el personaje que da título al cuento, asesina a su rival a sangre fría y se queda con su hijo, que lo es también de su marido. Nadie sospecha de ella, respetada por la comunidad, todo lo contrario que la víctima, de reputación dudosa.

Con sensibilidad feminista, Porter muestra la profunda discriminación de género de una sociedad que pretende limitar la aportación femenina a la realización de las tareas domésticas. De uno de los personajes, Givens, se dice, con total extrañeza, “que no tenía mujer propia que le cocinara y que, además, no parecía perder ni un ápice de dignidad por prepararse la comida”.

María Concepción será considerada por la crítica una obra maestra. Su influencia puede rastrearse en autores de la talla de Juan Rulfo, Rosario Castellanos, Carlos Fuentes o John Steinbeck. Una película de Emilio Fernández, María Candelaria (1943), se inspirará también en los personajes de la escritora norteamericana.

Tras su inicial entusiasmo, Porter acabaría desengañada con la Revolución. Había visto en ella una herramienta para superar la miseria que afligía a la población “originaria”, pero el tiempo pasaba y no veía que los indígenas consiguieran desprenderse de sus enemigos, una triada maléfica compuesta por los terratenientes, la Iglesia y los capitalistas extranjeros. Por eso acabó creyendo que el proceso iniciado en 1910 no había servido de mucho, al no erradicar los grandes problemas del país, comenzando por la pobreza. En sus relatos critica la falta de integridad de los generales de “enormes barrigas”: no en vano, creía que el México de Plutarco Elías Calles ofrecía un modelo de corrupción. Tampoco se priva de hacer humor con la situación de permanente inestabilidad, por ejemplo en Aquel árbol, donde la detonación de un tubo de escape suscita un comentario lleno de humor negro. “Otra revolución”, dice un joven rubicundo. Se trata, según Porter, de la broma más vieja que se gasta desde los tiempos de la Independencia.

El desencanto se manifiesta también en su novela La nave de los locos. La acción transcurre en un barco que, en 1931, realiza la travesía entre Veracruz y Bremerhaven. Sus pasajeros pertenecen a diversas nacionalidades: alemanes, suizos, españoles, mexicanos… Uno de los personajes se manifiesta en términos profundamente escépticos sobre la Revolución, sin más efecto para el pueblo que el de cambiar sus amos. La gente sencilla, en su opinión, carece de inteligencia para darse cuenta de su lucha no posee repercusiones prácticas. Porque los trabajadores, como si se tratara de una maldición inexorable, “no ganan nunca”. Sobre todo porque el empresario está dispuesto a destruir la fábrica antes que consentir que la tomen los obreros.

Fotografía: ABQ Museum Photoarchives 

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