El despido de Carmen Aristegui de MVS representa la pérdida de un espacio decisivo del periodismo mexicano. Ese trabajo, con reportajes de investigación, verificación de datos, corresponsales en provincia y el extranjero, requiere de un apoyo empresarial dispuesto a beneficiarse del alto rating de la conductora y la credibilidad de que goza en amplios sectores de la población.

Estamos ante un conflicto privado con amplias repercusiones sociales. Aunque parezca ilógico, MVS tiene derecho a despedir a su más exitosa periodista y a vulnerar las necesidades de la audiencia, pues no se trata de un servicio público sino de una operación comercial.

Pero el asunto rebasa el marco laboral. Dos consecuencias destacan en el despido. La primera tiene que ver con la fragilidad, cada vez mayor, de la libertad de expresión en el país. Aristegui -una de cuyas reporteras acaba de recibir el premio del PEN Club Internacional- dio seguimiento a escándalos de corrupción del gobierno. Quitarle el micrófono genera un vacío en un país sin legalidad. La segunda repercusión, más singular, tiene que ver con la inmediata asociación del caso con Peña Nieto: no hay desastre que no se le atribuya.

Ayotzinapa fue ejemplo de laboratorio acerca de cómo una ciudadanía descontenta responsabilizaba de las desapariciones al Presidente. La frase «fue el Estado» aludía a diferentes mandos, pero sobre todo a él. Los hechos ocurrieron bajo los gobiernos de un alcalde y un gobernador del PRD; sin embargo, la inoperancia para encontrar responsables y explicar lo ocurrido pusieron a Peña Nieto en la mira. Poco afecto a recorrer el país sin logística controlada, tuvo que pasar ante manifestantes en Washington y Londres que lo llamaron «asesino». El desmesurado epíteto sugería que él había ordenado las desapariciones.

¿Cómo se erosionó la imagen presidencial al grado de tener que responder por todo lo malo? Una arraigada cultura piramidal, perfeccionada por 71 años de priismo, lleva a suponer que toda decisión viene «de arriba» y que las cosas se arreglan cambiando a un tlatoani por otro.

Más allá de esa concepción vertical del poder, más próxima a la teodicea que a la política, el propio Peña Nieto ha contribuido a su peculiar aislamiento. No lo rodean ministros que tiendan puentes con la sociedad y resuelvan problemas parciales para que el estadista se concentre en lo esencial. El gabinete no le sirve de escudo; es él quien parece brindar protección a los suyos. Uno de sus hombres más cercanos, el secretario de Hacienda, Luis Videgaray, evidenció este trato tutelar al declarar, a propósito del escándalo de su casa en Malinalco, que sólo rendía cuentas al Ejecutivo.

En un giro digno de El cántaro roto, la obra de Heinrich von Kleist donde un juez debe indagar un crimen que él mismo cometió, el Presidente nombró secretario de la Función Pública a su subordinado Virgilio Andrade Martínez, que sigue a sus órdenes pero desde otra oficina. De manera paradójica, al carecer de autonomía y margen de maniobra, el «fiscal anticorrupción» no fortalece al Presidente. El combate a la impunidad sigue dependiendo de decisiones políticas, es decir, del Ejecutivo, Responsable de Responsables.

El apoyo del PRI para que Eduardo Medina Mora fuera electo ministro de la Suprema Corte de Justicia apunta en la misma dirección. Sintiéndose débil, Peña Nieto busca blindarse, apelando incluso a funcionarios que lanzaron una estrategia que su propia administración padece. Medina Mora fue pieza clave de los descalabros de seguridad de los gobiernos panistas; no llega a la Corte como exitoso zar antidrogas, sino como un ex procurador fallido que tuvo el apoyo de un partido ahora en crisis. Recibe respaldo cuando parecía «fuera de la jugada», condición perfecta para ser incondicional a quien lo «rescata». La Presidencia busca alianzas sumando debilidades, no fortalezas.

En caso de error, no hay sanción para el equipo de Peña Nieto. Gerardo Ruiz Esparza, secretario de Comunicaciones, acusó de enemigos de la patria a quienes se oponían a la licitación del tren rápido a Querétaro; poco después cambió de actitud, como si fuera otra persona. ¿Se puede increpar a los adversarios y luego darles la razón de manera implícita, sin asumir consecuencias? En el México de Peña Nieto, sí.

Quienes silenciaron a Carmen Aristegui lo pagan con el escándalo. Mientras tanto, el gobierno se cierra y sólo tiene una cara visible, la del Presidente. Acostumbrado a gobernar por televisión, Enrique Peña Nieto está a la intemperie.

Fotografía: Pablo Sierra del Sol

*Artículo publicado originalmente en el diario «Reforma» de México y cedido a Negratinta por el autor.

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