Fotografía: Guido van Nispen

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Los tiempos turbulentos suelen ser prolíficos en héroes y mártires, en contraposición con la aburrida serenidad de los tiempos de paz. Es, stricto sensu, la diferencia fundamental entre la paz y la guerra, entre el orden y el caos: entre la democracia y la revolución. La famosa frase atribuida a Churchill de que democracia significa que si a las seis de la mañana llaman a tu puerta, sepas que es el lechero, cobra sentido absoluto trazando la comparación con épocas tan recientes todavía como los años treinta del siglo XX europeo, el campo más fértil de la Historia de la Humanidad, por acumulación númerica masiva, para monstruos, sátrapas, mártires y héores. Uno de estos hombres trágicos arquetípicos fue Manolis Glezos, quien aún vive: Bertolt Brecht los denomina “hombres imprescindibles”, y lo cierto es que su historia puede merecer, si no un capítulo de las Vidas de Plutarco, al menos algunas páginas de las Noches áticas de Aulo Gelio. Manolis Glezos trepó la Acrópolis y descolgó la bandera de la Alemania nazi de lo alto de la gran colina ateniense; luego tuvo la vida de Churchill justamente en sus manos, un par de años después. Su trayectoria vital es la de su pequeño y simbólico país durante el siglo XX.

La noche del 30 de mayo de 1941 se conocía ya en Atenas la caída de Creta. Una ofensiva relámpago de los alemanes consiguió expulsar de la isla al cuerpo expedicionario británico en menos de un mes. Toda Grecia pertenecía ya al Eje, tanto el territorio continental, ocupado tras la negativa del dictador griego Metaxas al ultimátum lanzado por Mussolini en octubre del año anterior, como la totalidad de la inmensa Grecia insular. Esa noche había en Atenas dos estudiantes de la Escuela Superior de Estudios Económicos y Comerciales que tenían un plan: Manolis Glezas y Apostolos Santas. Ambos tenían 18 años, eran amigos y se habían conocido en la Escuela. Allí juraron, tras la conquista alemana del Ática y sucesos como el que acababa de suceder con el supuesto evzon despeñado de la cima de la Acrópolis tras serle ordenado arriar la bandera de Grecia, “hacer desaparecer” del icono griego universal “la bandera que ofende todos los ideales humanos”, que llevaba ondeando en la Acrópolis desde la ocupación efectiva de Atenas por las tropas de la Wehrmacht el 27 de abril.  Lo consiguieron, en efecto.

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Fotografía: Michael Clarke

Glezos y Santas descubrieron en los libros antiguos que había un pasaje oculto que conectaba el recinto sagrado de la Acrópolis con la ciudad: la fuente de Aglauro, una excavación de época micénica que databa del siglo XIII antes de Cristo y que, desde el Erecteion, servía para deslizarse subrepticiamente hasta la ciudad saliendo sin ser visto al este de la colina. Armados con linternas y cuchillos, Glezos y Santas subieron por el olvidado pasadizo. En la cima aprovecharon que el cuerpo de guardia nazi se emborrachaba negligentemente junto al Partenón, celebrando el éxito de la operación Merkur, es decir, la toma de Creta. Les llevó algunas horas reptar por el asta y arriar la Reichkriegsflagge, la bandera de guerra de la Alemania nazi. Sin levantar ninguna sospecha, la bajaron y descendieron con ella por el túnel micénico hasta la fuente de Aglauro, escondida desde hacía siglos bajo enormes pedruscos desprendidos por temblores de tierra. Allí la hicieron pedazos; algunos los escondieron entre las aguas sucias de lo que quedaba de la fuente, bautizada en honor de la hija de Cécrope, el primer rey de Atenas. Otros se los escondieron entre las ropas, como trofeos gloriosos capturados al enemigo en el campo de batalla. Desde luego, eran exactamente eso. Luego se perdieron en la ciudad.

Hace dos años le contó a un reportero de The New York Times que su madre estaba muy nerviosa cuando llegó a casa en mitad de la noche. Al verlo regresar le preguntó angustiada dónde había estado: “Me abrí la camisa y saqué un trozo de la bandera con la esvástica. Ella no dijo nada: me abrazó y me besó”. Por la mañana, su padre le hizo la misma pregunta, y él le contestó sencillamente que mirase a la Acrópolis y lo sabría. Le confesó el año pasado a James Angelos, de Foreign Policy, que el día en que los nazis anunciaron la victoria total en Grecia, él y Santas se dijeron “que la lucha empezaba hoy”. Fue, probablemente, el estallido simbólico de la resistencia partisana en toda la Europa sometida a la bota nazi.

Glezos llevaba cinco años en Atenas con su familia. Se habían mudado desde Apeiranthos, en la isla de Naxos, en el archipiélago cicládico. Su familia quería que Glezos fuese médico. Su abuelo había sido un cabrero de Naxos con algunos conocimientos básicos de practicante. En Atenas alternó los estudios de secundaria con un trabajo en una farmacia. Sin embargo, los padres de Glezos no pudieron pagarle la formación académica necesaria para convertirle en doctor. De modo que su destino se encaminó hacia los números: se matriculó en la Escuela Superior de Estudios Económicos, hoy Facultad de Economía de la Universidad de Atenas. Era 1940. Entre sus años como bachiller y su entrada en la Escuela, Glezos conoció el comunismo de manera autodidacta y clandestina. Buscó y leyó las copias de algunos de los libros que uno de sus profesores quemó públicamente, y los encontró “afines a sus ideas”. En aquel momento conoció también a un muchacho llegado a Atenas desde el Dodecaneso. Este archipiélago era italiano desde 1912; desde la llegada al poder de Mussolini, se estaba llevando a cabo una intensa campaña de “italianización”, culminada con la reconstrucción ad hoc de las ruinas monumentales de Rodas. “Cinco de nosotros hicimos entonces un juramento de sangre para liberar el Dodecaneso de los facistas”. El pequeño grupo de estudiantes se halló de pronto describiéndose a sí mismo como “patriótico y antifascista” sin que nadie, según Glezos, “nos lo explicara”.

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Fotografía: Wikimedia Commons

Grecia se hallaba gobernada desde 1936 por Ioannis Metaxas, un autócrata elegido por el rey Jorge II ante la situación de bloqueo y división profunda entre venizelistas, monárquicos y otras fuerzas conservadoras y prooccidentales. El temor al espectro comunista deparó el nombramiento de Metaxas, quien suspendió el poder legislativo y prohibió los partidos políticos. Su régimen filofascista era, no obstante, profundamente nacionalista y en política exterior, más cercano a Gran Bretaña que a Alemania o Italia. Sucumbió al negarse, ya en la II Guerra Mundial, a que Italia ocupase posiciones estratégicas en territorio griego: es el conocido Día del No, celebrado hoy como fiesta nacional por la afirmación de la independencia de Grecia que conllevó la resistencia y posterior victoria sobre la Italia fascista en el norte, en Albania. La inesperada e ignominiosa derrota de los italianos en Grecia obligó a Hitler a lanzar la Operación Marita, la invasión de Grecia, en 1941.

Glezos intentó unirse al Ejército griego y combatir contra los italianos en Albania. Fue rechazado por ser demasiado joven. Entonces convirtió su grupo patriótico y antifascista en una verdadera célula de resistencia, la primera de Europa: “No sabíamos cómo fabricar bombas, así que improvisamos con gasolina y productos químicos que sacábamos de la farmacia”, en referencia al lugar donde Glezos trabajó antes de entrar en la Escuela. Lo cierto es que arriar la bandera nazi de la Acrópolis fue el primer acto de resistencia no sólo de la Europa ocupada, sino especialmente, de la vida de Glezos. Inauguró una tradición aún hoy dominante en la psique colectiva de los griegos: la de la resistencia al invasor extranjero, una narrativa emocional que conecta con el pasado mítico de la Grecia clásica, con las figuras de Milcíades y Temístocles, los primeros héroes ante un poder enemigo colosal; todavía hoy es una poderosa fuerza retórica en la política griega contemporánea, a tenor de los resultados electorales que auparon a Syriza al poder en 2015 y las intensas negociaciones del verano pasado con el resto de socios de la UE a cuenta del impago de la deuda.

A pesar de la enorme evidencia histórica, hay quienes hoy niegan la toma de la Reichkriegsflaggen y la hazaña de los dos jóvenes estudiantes de económicas, sobre todo algunas impenitentes voces del neonazismo y en particular, desde la formación política de extrema derecha Amanecer Dorado. Sin embargo, el 1 de junio de 1941 el periódico Eleftheron Vima recogía en su edición la proclama del comandante de las tropas alemanas desplegadas en Atenas: se aseguraba que los culpables del acto de sabotaje, “desconocidos”, serían encontrados y ejecutados. El 2 de junio, el periódico Athinika Nea publicaba las palabras del ministro de Justicia Antonis Livieratos, miembro del gobierno colaboracionista del general Georgios Tsolákloglu, el Vichy griego, también antiguo héroe de guerra (que se había formado tras la muerte de Metaxas en enero y el suicidio de su sucesor, Alexandros Korizis): “La nación griega ha aceptado la bandera del nuevo Reich, creado por el genio de Adolf Hitler, como la bandera de un gran y en todos los sentidos, amigo del pueblo griego, como el símbolo de la restauración de la paz, de la justicia y de la legalidad”. Nadie en toda Atenas, más que ellos y sus familias, sabían que Manolis Glezos y Apostolos Santas habían sido los responsables de la proeza, por lo que las autoridades nazis condenaron a muerte a los autores in absentia.

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