Paseando por la Gran Via de les Corts Catalanes el 11 de septiembre a eso de las cinco de la tarde empecé a pensar: ¿Cómo es de fina la línea que separa el amor a una tierra del chovinismo más masivo, acrítico y maniqueísta? La respuesta no sé darla, que nadie busque certezas en esta columna. La única seguridad que puedo aportar es que el nacionalismo siempre es ignorante. El nacionalismo siempre es victimista. El nacionalismo siempre buscará excusas para crear enemigos dentro y fuera de las fronteras. Lo hará de una forma más sutil y candorosa, exaltando los valores propios hasta el punto de ignorar las culturas ajenas, o, desencadenado tras la agresión de otro nacionalismo, se manifestará por vías más agresivas y excluyente. Esos son los síntomas que más debemos temer porque son preludio de sangre y fuego. El fervor desmedido por una nación es un presagio mucho peor que una bandada de cuervos negros. Y, en el Estado español, esos cuervos oscuros de la ignorancia llevan mucho tiempo volando en varias direcciones.

Vuelan desde España (o desde la vieja Corona de Castilla, mejor dicho) hacia Catalunya. Son el fruto de una educación franquista y de un desprecio endémico hacia la diversidad nacional del país en el que vivimos. El Régimen del 78 solo puso un parche en una herida que no paraba de sangrar por falta de una educación de calidad y tolerante que sigue sin llegar. 36 años después se siguen firmando manifiestos por la lengua común, como si España tuviera una lengua única y no una variedad lingüística a preservar de forma igualitaria independientemente de su número de hablantes. Todavía se encuentra a cazurros que piensan que el catalán es un dialecto del castellano, que no español, como le gustaba afirmar al Caudillo de El Ferrol. En Valladolid nada saben de Ausiàs March, Jacint Verdaguer o del genial contemporáneo Quim Monzó y, encima, piensan erróneamente que aprender catalán significa olvidar el castellano, la mentira más burda de las que se han lanzado en los últimos años y la que más daño ha hecho a la convivencia estatal. Más de un presentador de telediario se ve incapacitado para decir Artur Mas y recurre a un cacofónico Àrtur Mas. Llamar a Cesc Fàbregas por su nombre de pila se convierte en un drama en las narraciones deportivas. ¿De qué nos extrañamos si a Carod-Rovira le llamaron José Luis cuando se presentó en TVE para contestar a las preguntas de la ciudadanía de todo el Estado?

Hablamos de la España que añora tiempos pasados, la que se cree descendiente de los visigodos, la que huele a pecados pueriles. Nada hiere más el ego de aquella España que alguien le susurre al oído la verdad que le escupe el espejo y que se niega a aceptar: eres diversa, eres rica en gentes y costumbres, en lenguas e historias, eres la unión de pueblos, de identidades nacionales diferentes. Aprovecha el bagaje y olvida la historia, le recomendarían al otro lado del diván. Y, sin embargo, ciega de nostalgia por el Imperio perdido –sin analizar que lo perdió, entre otras razones, por la intolerancia de su oligarquía–, esa España sigue a la gresca consigo misma y, para más inri, cuando se le pregunta por su nacionalismo hostil e intransigente, se tapa los ojos y señala a la periferia al grito de «¡separatistas!». ¿Porque alguien conoce a algún nacionalista español que admita que existe un nacionalismo español?

Por contra, mientras paseaba por la Gran Via barcelonesa hace justamente dos meses me venían a la mente, entre estelades y castellers, fragmentos de las conversaciones y entrevistas que había tenido en los primeros días de un sofocante septiembre. Nacionalistas convencidos de que la independencia catalana supondrá la liberación de una cultura que, evidentemente, ha estado sometida a la castellana en muchos aspectos desde 1700. Pero, también, charlas con catalanes que se sienten españoles o, simplemente ciudadanos del mundo, que están hartos de que se les considere como traidores por partida doble por no comulgar con ninguno de los dos nacionalismos.

No nos engañemos. Si todo este proceso para forzar una votación democrática a la que se niega un Gobierno central muy poco democrático pese a tener el aval de diez millones de votos (crédito dilapidado entre engaño y engaño a la población que desgobierna) se está llevando a cabo es gracias a las ligeras libertades que otorgó un Estado de las Autonomías que no ha sabido desarrollarse porque colisionaron dos nacionalismos que han ido retroalimentando sus postulados radicales. Sí, en Catalunya hay un nacionalismo excluyente, bien representando por la Assemblea Nacional de Catalunya. Unos días antes de la Diada un apacible jubilado me alargó frente a la Universitat de Barcelona un folleto de dicho ente en el que aparecía un cuestionario que me demostraría si yo era un buen catalán, es decir, un buen independentista. ¿Cuelgo la estelada en el balcón? ¿He convencido a algún indeciso para que vote a favor de la independencia en la última semana? ¿Hablo sin tapujos de independencia con mi familia, en mi trabajo o con mis amigos? Leer para creer.

El pacto, unidos o separados, entre España y Catalunya nunca llegará hasta que el nacionalismo catalán abandone el victimismo en el que vive instalado (y viceversa). Todo son agresiones. Los que no permiten que se bromee con la senyera vilipendian a la mínima todo lo castellano, incluso lo castellano nacido en Catalunya. Mientras un referente musical como Loquillo se va a vivir a San Sebastián harto de la ignorancia de los dirigentes de su Barcelona natal, desde la Generalitat se pagan conferencias pseudohistóricas que afirman que Colón salió del puerto de Pals financiado por la Corona de Aragón o que Cervantes era catalán y curó de su locura castellana al Quijote en las playas del Principat. Es la misma Catalunya que engrandece la fiereza en la batalla de los Almogàvers, el terror del Mediterráneo en la Edad Media, mientras habla del genocidio español en América. La misma que le canta habaneras a las haciendas perdidas de Cuba mientras critica el reclutamiento de cadetes catalanes por parte del Ejército español para mantener el viejo protectorado hispano en el norte de Marruecos. La que se ríe de los terratenientes andaluces y extremeños, mientras da el título de prohombre a los herederos de aquellos industriales barceloneses que tenían más de negreros y faraones que de empresarios innovadores. Es esa Catalunya que moldea la historia al gusto de sus necesidades para reírse de Don Pelayo a la vez que pretende declararse hija de Guifré el Pilós, el primer indepe de la historia. Una fiebre nacionalista que, como la española, vive de mitos engrandecidos, inflados y manipulados, revisados todos ellos en la segunda mitad del siglo XIX, el momento en el que en Europa brotó sin impedimentos la concepción nacional de unos territorios que hasta ese momento habían sido propiedades de reyes y nobles.

El más grande de esos mitos es el de 1714, del que en aquel 11 de septiembre en el que paseaba por la Gran Via de la Ciudad Condal se cumplían 300 años. Fue en ese momento cuando comprendí que aquella alegría libertaria estaba edulcorada. Sobrecargados los sentimientos puros y sencillos de personas que se sienten única y legítimamente catalanas y que nada quieren saber con todo su derecho del resto de España. Aquella celebración masiva camuflaba un sentimiento de superioridad, de creerse por encima de otros. Se meaba colonia hasta apestar el ambiente como apesta el pachuli con el que se perfuma el facha. Llegar a esa conclusión supuso recordar lo que mis ojos habían leído unos días antes en el viejo Mercat del Born, hoy convertido en un santuario independentista. «La Revolución Francesa tuvo su precedente más directo en la revolta dels Segadors» o «Catalunya fue la primera democracia del mundo hasta que los Borbones la incorporaron a España» eran algunas de las mentiras gratuitas que se podían leer en aquella exposición. El disgusto fue más grande cuando comprobé que el responsable de aquel atropello histórico era Toni Soler, el mismo periodista que hace casi diez años creó el Polònia, posiblemente el mejor programa que ha tenido TV3 en su parrilla, una bofetada en la cara de la hipócrita política, se defienda la bandera que se defienda.

¿Dónde quedó esa catarsis humorística en la exposición que te encargó la Generalitat, Soler? Pues, seguramente, en el mismo lugar que la capacidad crítica de un pueblo que cree estar haciendo historia. Llámese catalán, castellano, español. Al entrevistar a Etgar Keret en pleno bombardeo de la Franja de Gaza, el escritor israelí respondió que ni mucho menos la mayoría de los habitantes de su país eran judíos ultraortodoxos y ultranacionalistas. «Apenas son un diez por ciento y eso que lleva años subiendo», contestó. ¿Resultan todos los catalanes unos obtusos cuando resuena en sus orejas la palabra España? ¿Lo son el resto de los españoles al completo cuando se les habla de Catalunya? ¡No! ¡Los radicales siempre son minoría! El problema es que la tentación nacionalista, siempre presente y promovida bajo oscuras intenciones de la derecha más rancia de Madrid y Barcelona, es la que lleva el volante mientras los demás callan en la parte trasera del coche o viajan amordazados en el maletero si se atreven a discrepar del oficialismo. Pero, sin duda, es el miedo la mejor mordaza. Porque como dijo Keret, uno puede ser un ciudadano medio capaz de saber que el diálogo es más importante que el amor a la patria para luego refugiarse tras una bandera y callar ante la ignominia por temor a verse bombardeado desde alguna de las dos trincheras. Da igual que el enemigo sea invisible, lo importante es hacer creer que existe y en ese deporte un buen nacionalista radical siempre tendrá talla de campeón mundial. No hay banderas buenas y banderas malas. Solo nacionalismos interesadamente ignorantes.

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