Fotografías: Fabricio Triviño

Parece que existe una zona gris en el idioma que nos impide distinguir con toda la precisión que sería conveniente las glorietas de las rotondas. El diccionario de la RAE define ambas como plazas circulares y en el caso de la glorieta añade que en ella desembocan varias calles, alamedas o vías de circulación. La DGT, que en estos casos puede llegar a usurpar a la RAE su función reguladora de la lengua, tampoco aclara el entuerto. Compruebo que en algunos rincones del ciberespacio circula una versión que dice que las rotondas pueden encontrarse en vías que están en las afueras o directamente fuera de las ciudades, mientras que las glorietas son criaturas eminentemente urbanas. Otros dicen lo contrario. En fin, un embrollo que parece no tener solución.

Son las diez de la mañana de un sábado de finales de octubre ahora que dejo pasar el tiempo frente a la glorieta de Cuatro Caminos. Si tuviésemos que dividir Madrid por escritores, este sería territorio de Pío Baroja. Es imposible imaginarse a Don Pío escribiendo sobre la rotonda de Cuatro Caminos. Es cosa de épocas, intuyo. En algún momento, que nadie sabe muy bien cuándo fue, dejamos de construir glorietas para inaugurar rotondas, a la vez que abandonamos el Dry Martini para adulterar cubatas. Y todo se fue a la mierda, como dijo Duke Ellington en cuanto se enteró de que habían convertido Broadway en una calle de sentido único.

Moncho Alpuente decía de este lugar que era la Puerta del Sol proletaria. Y es cierto que la glorieta de Cuatro Caminos fue el principal teatro de operaciones madrileño de la huelga general revolucionaria de 1917, una fortificación durante la Guerra Civil –entonces Glorieta 14 de Abril– y escenario de un importante atentado del maquis comunista contra una subdelegación de Falange en 1945.

Hay unas pocas nubes en el cielo, pero la luz sigue siendo cegadora. Pienso que ha sido un error no haber traído las gafas de sol. De vez en cuando se filtran los rayos de sol entre las nubes y la situación empeora por momentos. Viví cerca de aquí durante algo menos de un año en mi primera época en Madrid, hace ya más tiempo del que me gustaría. Entonces la glorieta era el centro de mi universo provisional. Algo muy difícil de explicar. Hacía mucho tiempo que no volvía por aquí. En el lado de la glorieta en que desemboca la calle Bravo Murillo –es raro, pero los otros para mí ni siquiera existen– hay una mesa de Ciudadanos en busca de avales para las elecciones y un grupo de Testigos de Jehová filipinos con unos folletos que intuyo en tagalo. Al poco, un nutrido grupo de latinoamericanos instala otra mesa para anunciar la fiesta del séptimo aniversario de la Iglesia Apostólica Mundial. Tienen globos y camisetas azules, y en poco rato consiguen aglutinar un gran movimiento a su alrededor, haciendo que los miembros de las otras dos mesas los miren con envidia. Percibo que hay gente detenida en la calle, no solo en la parada del autobús, sino esperando en mitad de la acera, como si este no solo fuera un lugar de paso, sino también un lugar para vivir. Me quedo mirando al centro de la glorieta, como hipnotizado por el tráfico o por su forma circular. Pienso que tal vez sea el único idiota que esté mirando hacia allí, hasta que descubro que hay un hombre mayor cerca de mí, casi a mi lado, que también mira hacia allí. Le pregunto si sabe cuál es la diferencia entre una glorieta y una rotonda:

–Las glorietas están dentro de las ciudades y las rotondas en las carreteras.

–Eso ya lo sabía, ¿no se le ocurre algo más original?

Me envía a la mierda.

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Voy a tomar un café a la calle donde viví. Doctor Santero es una calle solitaria en la que de pronto cesa todo el movimiento de los alrededores, como si hubiese algún tipo de pacto no escrito que todo el mundo respeta. Intento localizar la ventana de mi habitación desde el otro lado de la acera, pero me doy cuenta de que no solamente soy incapaz de localizar la ventana, sino que incluso dudo entre dos edificios. Después de tomar un café en la que era mi antigua cafetería habitual –y en la que ahora nadie sabe quién soy–, regreso a la glorieta para esperar al fotógrafo en la boca del metro.

Se llama Fabri. Nació en Guayaquil y creció en Mallorca. Cuando le digo que se tome esto como la peripecia de dos costeños que van a retratar una ciudad interior, que sé yo, como dos guayaquileños que recorren Quito o como dos cartageneros que caminan por Bogotá a Fabri, que es todavía muy joven, le entra una risa vergonzosa.

Empezamos a recorrer Bravo Murillo y rápidamente nos desviamos por la calle Almansa, en busca de las callecitas del barrio de Bellas Vistas. Cuando Cuatro Caminos aparece en las conversaciones madrileñas no es extraño escuchar a gente que dice que se ha convertido en un gueto dominicano o en un gueto latino. Existe, digamos, un rumor creciente que alerta contra este rincón de la ciudad. Y sin embargo, las calles donde se concentra en mayor número la comunidad dominicana pertenecen al barrio de Bellas Vistas (uno de los seis barrio del distrito de Tetuán), a dos pasos de la glorieta pero al otro lado de Bravo Murillo de lo que es en realidad el barrio de Cuatro Caminos. Es curioso constatar como las fronteras oficiales de la ciudad son a menudo desconocidas por sus propios habitantes y son ellos los que van dibujando nuevas fronteras a través de sus prejuicios y conversaciones. Siempre es más fácil deshacer la confusión para el extranjero que se orienta con ayuda de los mapas.

Uno podría preguntarse entonces, ¿qué diferencia este barrio del Spanish Harlem de Nueva York? ¿Por qué aquellos que visitan el Spanish Harlem con el asombro del turista se alarman ante este barrio? ¿Qué diferencia un gueto de un atractivo barrio étnico? La respuesta quizá esté en la distinta mirada del visitante: una mirada que muta de la admiración acrítica del turista a la intransigencia del vecino. Tal vez esa sería una de las posibles definiciones de provincianismo global que deberíamos empezar a manejar. La diferencia entre gueto y barrio étnico intuyo que es una mera operación del discurso, una cuestión de marketing cuya principal agencia de calificación –es decir, aquella que otorga a un gueto la posibilidad de abandonar su condición actual para devenir por fin barrio étnico– son las guías Lonely Planet.

El núcleo de eso que algunos ya empiezan a llamar el pequeño Caribe de Madrid comprende el espacio situado entre las calles Almansa, Tenerife y Topete. Todavía es pronto. Los bares y restaurantes permanecen cerrados o apenas empiezan a abrirse. Ayer fue viernes y el barrio se despereza lentamente. Es la hora de las peluquerías. Mientras miro a través del cristal de un restaurante Fabri viene a decirme que está dentro de una peluquería haciendo unas fotos. Es fácil comprobar que en un barrio caribeño las peluquerías son tan importantes como los bares o los locutorios. Entro un rato a mirar como Fabri fotografía. Se trata de un local minúsculo. Nos preguntan para que son las fotos y cuando les decimos que son para una crónica del barrio, enseguida nos piden que hablemos bien, que lo dejemos por todo lo alto. Mientras Fabri continua con la sesión salgo un momento y me quedo mirando el escaparate de una tienda de objetos e iconos de santería.

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Una de las cosas más importantes que aprendí al vivir aquí es que el grito no siempre precede a la violencia o a la celebración. Y que es posible, por tanto, mantener conversaciones cotidianas, incluso de orden práctico y hasta declaraciones de amor de un lado a otro de la acera a voz en grito. Quizá sea un rasgo de vitalidad. Otra de las cosas importantes que descubrí es la existencia de la mamajuana. Fue un camarero dominicano, con el que solía conversar en mi cafetería habitual, quien me habló por primera vez de ese brebaje artesanal, bebida nacional de República Dominicana, con propiedades afrodisiacas. La cosa, por lo que he podido sondear, va en serio. Invento de los indios tainos al que los piratas y conquistadores españoles añadieron ron y vino, en la mamajuana se reutiliza la botella con raíces y hierbas (timacle, osua, marabell, Palo de Maguel, Palo Indio, Bohuco Caro, Brasil y canelilla) y no hay más que rellenarla una y otra vez. Como parece que solo es posible producirla de manera artesanal, existe un tenue comercio clandestino de este viagra natural en el barrio para mantener alta la moral de la tropa.

Mientras regresamos a Bravo Murillo noto que el barrio empieza a despertar. Las peluquerías siguen a pleno rendimiento, algunos bares ya han abierto sus puertas y empezamos a cruzarnos con más gente. Las dominicanas se me aparecen entonces como caballos desbocados y a medida que empiezo a oír las primeras exclamaciones me da por pensar en nuestros modelos del amor, frágiles y aéreos, y en la posibilidad de que hayamos errado el camino. Y es que tal vez el amor sea solamente eso: un alarido, una risa estruendosa en plena calle, un exclamar “qué coño mañana” y vaciar la cartera en el bar de la esquina.

Al dejar atrás las callejuelas de Bellas Vistas me acuerdo de una novela de Pere Calders, L’ombra de l’atzavara (La sombra del maguey), en la que el protagonista, un catalán exiliado en México, sueña que por fin regresa a Barcelona. Una mañana, al despertar en su fenomenal piso de la Diagonal, escucha algo extraño y se asoma a la ventana para descubrir, estupefacto, que la Diagonal está completamente invadida por mexicanos con sus sombreros y sus puestos de tortillas de maíz. México le ha perseguido. Y entonces se me ocurre que una pesadilla equivalente para un madrileño actual sería que los dominicanos bajasen lentamente por Bravo Murillo para continuar por Fuencarral, cruzando la Gran Vía hasta llegar a la Puerta del Sol para rodear la escultura del oso y el madroño y reemplazar el chotis por el merengue o la bachata. Aunque, pensándolo bien, seguramente mucho madrileños sentirían alivio y lo interpretarían como una señal de justicia estética.

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El distrito de Tetuán nació como un asentamiento informal en 1860 cuando las tropas que regresaban victoriosas de la Guerra de África se asentaron en las dehesas del norte de Madrid a esperar una entrada triunfal que nunca se produjo. Ese embrión del distrito futuro, perteneciente entonces a Chamartín de la Rosa, pasó a llamarse Tetuán de las Victorias. En 1919 el metro llegó a Cuatro Caminos y en 1929 al corazón del barrio. En 1948 Madrid, ante su imparable crecimiento, no tuvo más remedio que acogerlo en sus brazos.

A los antiguos militares se les unieron rápidamente comerciantes y campesinos venidos de Castilla, Andalucía o Extremadura que venían a hacer de obreros o de lo que hiciese falta para ganarse la vida. Rápidamente se convirtió en uno de los barrios más populares y castizos de Madrid. Ahora, a los viejos habitantes, se les han unido los latinoamericanos, esos nuevos madrileños que se han convertido ya en los castizos de ultramar. Su tasa de población extranjera es hoy del 16,79 por ciento, la tercera más alta solo después de Centro y Usera. Su renta media, de 22.025 euros, no es ni de lejos de las más bajas de Madrid.

Seguimos caminando hacia el norte por la acera izquierda de Bravo Murillo, la acera pobre de esta arteria serpenteante que divide en dos el distrito y que por algún motivo nunca será reconocida como la avenida popular que en realidad es y seguirá siendo, y en el callejero oficial seguirá figurando como una triste calle. Le digo a Fabri que podemos entrar en el Mercado de Maravillas. Está a pleno rendimiento. Nos adentramos con dificultad entre la muchedumbre y Fabri hace algunas fotos mientras yo observo los puestos, intentando fijarme en lo que compra la gente. Cuando uno viene de un barrio que a duras penas consigue conservar su mercado frente a la dura competencia de los supermercados, se hace difícil no quedarse impresionado por el tamaño, las multitudes y el vigor cromático del Mercado de Maravillas. Parece más vivo que nunca. O tan vivo como siempre. Noto enseguida que apenas hay rastro de los dominicanos en este lugar que es, en realidad, una mezcla del Madrid castizo de las casquerías y las abundantes pescaderías con lo andino, un vector que empieza a ganar fuerza a medida que uno se aleja de la glorieta y camina hacia el norte. Uno de los bares del mercado es un restaurante peruano popular que parece salido directamente de un mercado de Lima. Mientras Fabri sigue intentando fotografiar algo en mitad del caos entro en una tienda de productos ecuatorianos y le acabo preguntando al dependiente por una botella de chicha andina que me devuelve al mirarla ese tupido amarillo del maíz.

El escritor francés Georges Perec llevó la crónica urbana hasta el límite de sus posibilidades con Tentativa de agotamiento de un lugar parisino. Perec se instaló durante tres días seguidos en la Plaza de Saint-Suplice de París y se dedicó a consignar en su cuaderno todo lo que veía, hasta el más nimio detalle. Es decir, Perec descompuso la vida y su nada en unidades irreducibles como átomos. Si Perec intentase hacer ese mismo ejercicio en la calle Bravo Murillo acabaría por volverse loco. Es imposible registrar, ni que sea con la mirada, no digamos ya con un cuaderno, todo lo que sucede en este lugar al mismo tiempo. A uno le queda solamente la visión general de un movimiento perpetuo y desordenado, de un río de gente dispar rodeado de rótulos que remiten a otras latitudes, como si esta fuera una arteria comercial de otra ciudad que no se sabe muy bien dónde está, porque podría estar en todas partes.

Le digo a Fabri que antes de abandonar Bravo Murillo me gustaría ver un par de cosas más. Una es el antiguo Cinema Europa. Cuando nos damos cuenta estamos bajo el edifico sin saberlo y nos vemos obligados a cruzar al otro lado. El Cinema Europa fue diseñado por el arquitecto madrileño Luis Gutiérrez Soto en 1928, que también diseño el famoso Cine de Callao o el Cine Barceló que ahora es la sede madrileña de Pachá. Se trata de un edificio que evoca una modernidad todavía optimista y del que se dice que recuerda al expresionismo alemán de Erich Mendelsohn. Aquí se cantó por primera vez el Cara al Sol el 2 de febrero de 1936. También fue escenario de discursos de líderes obreros de la época como Largo Caballero y durante la guerra se convirtió en una de las checas más cruentas de Madrid bajo el sugerente nombre de Ateneo Libertario de Tetuán. El Cinema Europa fue también el escenario de la primera actuación madrileña de Antonio Machín, en lo que fue no sé si una premonición. En cualquier caso, las gardenias de Machín y el celuloide han pasado a mejor vida ahora que el edificio lo ocupa Saneamientos Pereda, con un cartel que arruina media fachada. En su interior se venden váteres y otros objetos litúrgicos; algo que no sé si interpretar como una metáfora o como una broma pesada del presente.

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La segunda cosa me gustaría ver antes de abandonar Bravo Murillo está algo más al norte y son los bajos abandonados de los Cines Lido, los últimos que cerraron en Bravo Murillo. En realidad, no hay mucho que ver. Se trata tan solo de un bajo abandonado, cubierto por unas tablas de madera, algunos carteles deshaciéndose y un viejo letrero que en algún momento fue luminoso. Eso es todo lo que queda del último cine de Bravo Murillo, una calle en la que en los años setenta había alrededor de diecisiete cines, una suerte de Gran Vía popular. Antes se fueron otras salas con nombres tan ingenuos como Versalles, Cristal, Carolina o el propio Europa. Podría escribirse la historia de las ciudades y sus barrios a lo largo del siglo XX contando la historia de sus cines. Su transformación al entrar en este siglo podría relatarse a través de su progresivo abandono.

Andamos por la calle Hernani, alejándonos perpendicularmente de Bravo Murillo, hacia la zona noble del distrito. Este es el barrio de Cuatro Caminos que consta en los mapas y no aquel que la gente asocia familiarmente a ese nombre. Al llegar a la calle Orense uno nota enseguida el cambio de escenario. Aumenta la homogeneidad del paisaje humano, por decirlo así. El porcentaje de inmigrantes desciende drásticamente, por decirlo de asá. La gente viste de sábado, que es como vestir de domingo pero con menos solemnidad y más optimismo, y las grandes marcas aparecen como setas en una de las aceras. Pasamos de largo y entramos en AZCA.

AZCA nació como utopía y, como casi todas las utopías, terminó en chapuza. El arquitecto Antoni Perpiñá ganó el concurso internacional de ideas para la ordenación de la manzana convocado en 1954 con un proyecto inspirado en el Rockefeller Center de Nueva York. Viviendas en la calle Orense, edificios comerciales y de oficinas en las vías perimetrales y en el centro el Teatro de la Opera. La cosa no empezó a construirse hasta la década siguiente y por el camino se descartó el teatro. Luego se retrasó más y no fue hasta los setenta y ochenta cuando se empezaron a levantar los edificios más emblemáticos: la Torre Windsor (106 metros), la Torre del Banco de Bilbao (107 m.), la Torre Europa (121 m.), la Torre Picasso (157 m.) y la Torre Mahou (85 m.). Y en un ejercicio de realismo se cambió el teatro por El Corte Inglés como eje vertebrador. Hoy se calcula que pasan por aquí 120.000 peatones diarios, 25.000 de ellos empleados de alguna de las 500 empresas y 180 locales comerciales que componen el complejo. Además, en esta microciudad viven alrededor de 4.500 vecinos.

Existe toda una leyenda negra asociada a los laberínticos pasadizos subterráneos de AZCA y a sus locales nocturnos. Una leyenda violenta, claro, como todas las leyendas urbanas, y que en este caso, tiene algo de verdad, pues los bajos han sido escenario de no pocas reyertas entre bandas urbanas en las que ha habido varias víctimas mortales. Todo empezó, tal vez, en 1988, cuando AZCA estaba todavía en su apogeo, y Almódovar lo utilizó como paisaje de un disparatado secuestro en Mujeres al borde de un ataque de nervios.

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Cuando uno camina en la penumbra de los bajos de AZCA tiene la impresión de estar caminando por los pasillos interiores de una distopía, de un naufragio: una suerte de Detroit de la economía posindustrial. Pero en realidad AZCA funciona a toda máquina en la superficie y en la cúspide de sus rascacielos; toda la mierda se acumula abajo, en una metáfora que parece demasiado evidente para ser cierta. Todo parece mal diseñado a propósito. A pleno día recorremos pasillos completamente vacíos en los que apenas penetra la luz. Las zonas verdes del centro de las plazas interiores están abandonadas y es cierto que parecen lugares indeterminados que uno no sabe muy bien si son o no espacio público. Al final de un pasillo alguien ha escrito en tiza: “Aquí fue donde empezó todo”. No sé qué quiso decir quien eso escribió, pero es posible que cierto dislate urbanístico –que llegó con proyectos y discursos triunfalistas y que después fue a más– empezase aquí. AZCA como zona cero del despropósito.

Dejo que Fabri haga su trabajo y recorro los bajos de AZCA en silencio, casi vagabundeando entre locales cerrados y oficinas súbitamente despobladas por la llegada del fin de semana. Encuentro un par de campamentos no tan provisionales de vagabundos que se han hecho fuertes aquí abajo. Uno ha hecho acopio de una gran cantidad de materiales y objetos abandonados hasta montar una especie de mercadillo que también parece salido de una narración de ciencia-ficción postapocalíptica. Encuentro un bar abierto que promete el gin-tonic perfecto, y pienso que tal vez esa es una de las pocas utopías que nos quedan.

Las pocas personas que pasean por aquí están en los alrededores de la Torre Picasso. Inaugurada en 1989, fue el edificio más alto de la ciudad hasta que las Cuatro Torres aparecieron en el skyline madrileño. Hace unos pocos años pasó a formar parte del patrimonio inmobiliario de Amancio Ortega. Es la primera vez que estoy aquí, pero todo me resulta extrañamente familiar al recordar las escenas de vértigo blanco y aséptico de Abre los ojos.

No obstante, el rascacielos que a mí me interesa es el Windsor, en cuyo lugar han erigido la Torre Titania y de cuya existencia no queda ya ningún rastro. Si el 11-M fue el 11-S de Madrid, el incendio del Windsor fue su incendio de la ópera particular. Aquella noche de un sábado de febrero de 2005 el humo del Windsor podía verse desde casi cualquier punto de la ciudad y alrededores. Puedo imaginarme a la gente congregada en las puertas de sus casas en Tetuán para contemplar esa hoguera espontánea y popular, incluso a la mañana siguiente cuando el edificio se retuerce y agoniza entre las llamas y el domingo se vuelve algo más extraordinario y benigno y uno se arma con un tema para resistir con comentarios al tedio de los lunes.

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El incendio del Windsor ha quedado registrado como una especie de catástrofe icónica en la cultura popular. Pereza y Christina Rosenvinge le dedicaron sendas canciones. Pereza canta: «Mi corazón ardía como el Windsor», una figura retórica algo sonrojante pero que, lo que son las cosas, parece que ha hecho fortuna. Fernández Mallo introdujo en Nocilla Experience la hipótesis de que el incendio fue en realidad un secreto happening artístico que vació ARCO, dejando la feria en un 50 por ciento de asistencia. Rememorando a Nerón: el mito del incendio como obra de arte genuina e irrepetible frente al arte encapsulado y sin vida.

Hoy seguimos sin saber qué paso exactamente en el Windsor y probablemente nunca lo sabremos. El caso es que el soporte documental de una auditoría realizada por Deloitte (el incendio empezó en una de las plantas de esa empresa, eso sí ha sido probado) que había sido solicitado por la Fiscalía Anticorrupción quedó completamente calcinado. Se dice que esos papeles estaban relacionados con Francisco González, presidente del BBVA. Nunca sabremos cómo habría acabado todo. Lo que sí sabemos es que la explicación oficial que se dio a todo el asunto es que una empleada, que ese día se quedó trabajando hasta tarde, tiró una colilla y provocó el incendio. Lo cierto es que la-culpa-es-del-empleado-que-pasaba-por-allí ha acabado convirtiéndose en uno de los géneros hispánicos con más éxito.

Terminamos el paseo en la barra de un bar dominicano de Bellas Vistas. Después de pagar le digo a Fabri que espere un momento e inclinándome hacia delante sobre la barra le pregunto discretamente a la camarera donde puedo conseguir una botella de mamajuana. Señala a un hombre que está al otro lado del bar. Me dirijo hacia allí y le pregunto por cuanto puedo comprar una botella. Me pide 50 euros. Me echo a un lado. Creo que mi entusiasmo es más escaso de lo que pensaba en un principio.

Antes de entrar en la boca del metro compruebo que los miembros de la Iglesia Apostólica Mundial, como el dinosaurio de Monterroso, siguen allí. Me entregan un folleto y al separarme de Fabri en los pasillos interiores de la estación de Cuatro Caminos empiezo a leerlo. En el folleto se recogen historias de personas que estaban en el pozo y han encontrado la luz. Los distintos pozos incluyen vicio, depresiones y enfermedades en un principio incurables. Pienso en Dios y en el diablo, en la Iglesia Apostólica Mundial y en la mamajuana como el góspel y el blues en el Delta del Misisipi: dos refugios del alma, dos estrategias de salvación no tan distintas. El Misisipi es Bravo Murillo, por supuesto.

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