Sen. John F. Kennedy, posing for picture. (Photo by Hank Walker//Time Life Pictures/Getty Images)

A veces transigimos y la mitificación es algo así como una debilidad voluntaria que nos relaja, como si jugáramos a creer en los Reyes Magos”

Manuel Vázquez Montalbán

Dice el periodista catalán Antoni Bassas que la presidencia de John Fitzgerald Kennedy se ha convertido de inacabada en inacabable, por la continua revisión histórica que suscita un personaje siempre fascinante. ¿Cómo separar la persona del icono?

Nos situamos ante un hombre al que todos creen conocer, aunque sea mentira. Igual que Elvis Presley, suscita una curiosidad inagotable y morbosa, tal vez porque ambos murieron prematuramente, pero, sobre todo, porque tanto el político como el cantante encarnaron una determinada imagen de Estados Unidos. No parece casualidad que los dos aparezcan en Bubba Ho-Tep, película surrealista de 2002 acerca de un Elvis anciano y un JFK negro que han de enfrentarse a una temible momia asesina.

Sobre su figura se han publicado más de 40.000 libros, pero, si separamos el grano de la paja, la literatura de calidad no es lo primero que resalta. Abundan, por el contrario, las obras sobre sus aventuras extraconyugales, reales o supuestas, seguramente porque el sexo, como dijo el economista John Kenneth Galbraith, “es algo que pueden entender incluso los comentaristas más grises, algo sobre lo que pueden escribir los más iletrados”. Tampoco faltan, asimismo, las teorías, a cuál más descabellada, sobre su asesinato. El hecho de convertirse en carne de sensacionalismo ha jugado en su contra porque proliferan los oportunistas que intentan ofrecer, a toda costa, nuevos y espectaculares descubrimientos, espoleados por motivos comerciales. Así, cuando trascendió que Mimi Alford, una antigua becaria de prensa, había sido amante de JFK, a Edward Klein le faltó tiempo para contactar con ella y ofrecerse para ser el negro de su autobiografía. Le prometió, a cambio, suficiente bienestar económico para vivir tranquila. Varios agentes literarios, mientras tanto, pugnaron por hacerse con los derechos del futuro libro, en un intento de capitalizar la noticia.

En este tipo de literatura oportunista, las opiniones se confunden con los acontecimientos y suele existir una apariencia de academicismo que no resiste el análisis: se amontonan citas a autores sensacionalistas convertidos en autoridades irrecusables. Peor aún, se utilizan fuentes distorsionadas, como testimonios orales sin verificar. Patricia Seaton cuenta que su marido, el actor Peter Lawford, que había estado casado con una hermana de JFK, le contó una anécdota sobre su primer día en la Casa Blanca. Sonó el teléfono rojo, la línea directa con la Unión Soviética, prevista para situaciones de crisis. El presidente se asustó y no quiso responder, sólo para descubrir que no había tal llamada: todo se debía a un problema técnico. La historia podrá parecer divertida, pero no puede ser cierta de ninguna manera. Kennedy llegó a la Casa Blanca en 1961 y el teléfono rojo no se instaló hasta dos años después.

En otras ocasiones, no es que las fuentes sean poco fidedignas, es que directamente se inventan. De esta manera, la cadena de rumores se mantiene y, sobre todo, se fabrican best-sellers. David Heymann, por ejemplo, no dudó en utilizar una supuesta entrevista a Lem Billings, el mejor amigo del presidente Kennedy, aunque este había muerto en 1981. En ese año, Heymann aún no se había puesto a trabajar en lo que sería su exitosa biografía de Jackie. Tiempo después, el mismo autor, en otro de sus libros, presentaría una tesis que entra directamente en el terreno de la fantasía desbordante: tras el asesinato de su hermano, Bobby Kennedy habría sido amante de su cuñada. No faltarán, sin duda, quienes den crédito a una teoría tan excéntrica. No hay que extrañarse: con determinados métodos de trabajo es fácil probar cualquier cosa por más que repela al sentido común.

Sueños de un seductor

Ser ecuánime con JFK no es fácil, sino difícil. No le falta razón a Thomas Snégaroff cuando dice que escribir su biografía tiene algo de intimidante. No en vano, el biógrafo tiene que navegar entre dos escollos igualmente peligrosos: el Escila de la mitología acrítica y el Caríbidis de la denigración gratuita, a partir de rumores imposibles de contrastar o descalificaciones sumarias. Incluso un historiador del prestigio de Eric Hobsbawn se dejó llevar por la falta de matices cuando afirmó que John F. Kennedy era el presidente norteamericano más sobrevalorado del siglo XX. Dean Rusk, el secretario de Estado de Kennedy, plantearía esta dificultad al afirmar que tanto la literatura en favor del presidente como la que busca desprestigiarle tenía poco que ver con el hombre que él había conocido en la Casa Blanca.

Ahí está justamente el reto, en separar el grano de la paja. En aprehender al personaje esquivo tras la máscara de perfección. Es lógico, ante las versiones contrapuestas, preguntarse quién fue en realidad: ¿un gran líder o un mujeriego oportunista? No obstante, tal vez no tengamos que elegir. Los seres humanos son tan complejos y contradictorios que JFK pudo ser las dos cosas al mismo tiempo. ¿Por qué no habría de ser un amasijo de elementos en apariencia incompatibles? En un esclarecedor artículo, Stephen Sestanovich comenzaba apuntando esta dualidad, casi propia del Doctor Jekyll y Míster Hyde: el mismo hombre que funda el Peace Corps, destinado a enviar voluntarios a otros países en misiones de solidaridad, es el creador del cuerpo de élite que andando el tiempo abatirá a Osama Bin Laden. El mismo político que en un discurso hace gala de un humanismo tolerante, en el siguiente se muestra como un anticomunista contumaz.

Su imagen se creó, en primer lugar, gracias a su instinto de seductor, capaz de lograr que las personas más inteligentes cayeran bajo su hechizo. A diferencia de otros líderes, llamaba la atención, en primer lugar, por su poderoso atractivo físico. Este puede parecer un detalle menor, pero, como ha señalado Thomas C. Reeves, el público norteamericano tiende a identificar la belleza del cuerpo con determinadas cualidades del alma, como la sinceridad, la inteligencia, la sensibilidad, la autoconfianza o la competencia.

Mari

Pero nuestro hombre, además de guapo, es encantador, ingenioso, capaz de escuchar a cualquiera proporcionándole la impresión de que nadie en el mundo era más importante. Siempre aparece impecablemente vestido, atento a no mostrar en público el menor signo de debilidad, por lo que ni siquiera se permite usar gafas. Sólo las lleva en la intimidad, nunca en público. Si ha de leer un discurso, se aumenta el tamaño de los caracteres y problema resuelto. Cuando es necesario, sabe distender el ambiente con una broma inteligente y oportuna, con la que ofrece una sensación de frescura y juventud, tan distinta de la rigidez de los políticos tradicionales. En 1962, durante un homenaje a los ganadores del Premio Nobel, comentó con desenfado que aquella era la mayor concentración de inteligencias en la Casa Blanca desde que el presidente Jefferson cenó un día allí solo. El auditorio quedó deslumbrado por la brillantez de aquellas palabras, que a uno de los invitados, el novelista William Styron, le parecieron dignas de pasar a la inmortalidad.

El humor, a veces, resulta más eficaz para desarmar al contrario que un sesudo discurso. Durante las presidenciales de 1960, un periodista preguntará a los candidatos sobre la vulgaridad del lenguaje del ex presidente Truman. Nixon contesta con graves palabras sobre la responsabilidad de un mandatario, encarnación de las virtudes nacionales. Kennedy, en cambio, sólo dice una cosa: la única que puede mejorar el vocabulario de Truman es su señora. No es necesario precisar quién se gana las simpatías de un público que ríe la ocurrencia.

En otra ocasión, durante esa misma campaña, se dirige a un auditorio de obreros. Tras enumerar diversas razones pertinentes sobre por qué quiere llegar al Despacho Oval, acaba diciendo que la presidencia es un empleo bien pagado y sin grandes cargas. Los asistentes, según el testimonio de Kenneth Galbraith, allí presente, “respondieron positivamente, con afecto y contentos. Kennedy era uno de ellos”.

El principal autor de discursos de JFK, Ted Sorensen, guarda un archivo de comentarios chistosos para que pueda escoger el más idóneo en un momento dado. Ninguno aparecerá en la versión escrita de sus intervenciones, por lo que se pueden repetir en varias ocasiones. En ciertos momentos, su ironía adquiere perfiles irreverentes que alcanzan incluso la autoparodia. En un acto de recogida de fondos para los demócratas, se atrevió a realizar una imitación burlesca de su solemne discurso de toma de posesión: “Observamos esta noche, no una celebración de la libertad, sino una victoria partidista (…). Si el Partido Demócrata no puede ser ayudado por los muchos que son pobres, no lo salvará ningún puñado de ricos”. Por desgracia, algunos de sus correligionarios, disconformes con la broma, tomaron sus palabras por una extralimitación casi sacrílega.

No fue la única ocasión en la que se satirizó a sí mismo. A principios de su mandato, cuando trataba de distinguir entre los asuntos propios y los que procedían de la administración, comentó en broma ante sus amigos: “tengo un montón de problemas, pero esperad a que mi sucesor vea los que hereda él”.

A nadie puede extrañar, pues, que un periodista, Benjamin C. Bradlee, describa a nuestro hombre con palabras rendidas: atractivo, alegre, divertido, ingenioso, interesante, exuberante… Kennedy, según Bradlee, era todo eso y más. Cuando le nombra hombre del año 1961, la prestigiosa revista Time le retrata en términos muy semejantes: tiene encanto, paciencia para escuchar, interés por conocer, pasión por el trabajo. Su popularidad personal puede compararse, en términos favorables, con la de héroes tan queridos como los presidentes Franklin Roosevelt y Dwight Eisenhower.

Todos están de acuerdo en que cuando entra en una sala se convierte en el centro de atención, haciendo que la temperatura se dispare. Si ha de hablar en un estrado, su magnífica oratoria –conseguida a fuerza de voluntad, ya que no era de naturaleza extrovertida– encandila inmediatamente a la audiencia. Para eso sirve la capacidad de “leer una prosa pedestre como si se tratara de latín clásico”, tal como apuntaría el reportero William Manchester. No en vano, nos encontramos ante un hombre fascinado por el poder de la palabra, con una clara debilidad por las frases sonoras e impactantes. Esa es una de las razones por las que admira tanto a Churchill, otro mago de la elocuencia, al que relee de tanto en tanto sólo por disfrutar del placer de su estilo. No obstante, sus críticos le han reprochado que utilizara la belleza de su retórica para proponer objetivos inalcanzables, al menos en vida de su público. Según confesaría alguien tan autorizado como Ted Sorensen, los que formulaban este reparo estaban en lo cierto.

Royal Kennedy

Aunque gobierna una república, posee el aura mágica que acompaña a los monarcas. No por casualidad, se suele caracterizar a los Kennedy como “la familia real de América”. A principio de 1961, un artículo de Newsweek, bajo el título Royalty USA, hacía explícita esta comparación mientras señalaba el efecto de imitación que suscitaban los nuevos príncipes republicanos: “Estos atractivos Kennedy… consiguen nuestra simpatía. Entonces queremos ser todo lo que ellos parecen ser”.

En su momento se llegó a especular, incluso, sobre una transmisión casi hereditaria del poder. Si Bobby hubiera sucedido en la presidencia a Jack para ser sustituido, ocho años después, por Teddy, la familia habría permanecido en la Casa Blanca hasta 1984. Se trata sólo de una hipótesis, pero lo que es comprobable es la presencia en Washington de personajes que ejercen de cortesanos para JFK. Uno de ellos, el modisto Oleg Cassini, reclamaba para sí este calificativo, sin ningún complejo, en sus memorias. Como tal, su obligación era ser inteligente y no aburrir a sus jefes. Estaba orgulloso de formar parte de lo que, a su parecer, había constituido una conjunción de poder y belleza parangonable a la protagonizada por César y Cleopatra o Napoleón y Josefina. Como diseñador, su propósito no fue otro que dar vida a lo que definió como un “Versalles americano”.

En cuanto a glamour y magnificencia, Kennedy habría sido, salvando las distancias, una especie de Luis XIV republicano. Revestido del don de fascinar, el presidente sabía captar simpatías entre las distintas partes de un conflicto, convenciendo a cada interlocutor de que apoyaba su punto de vista. Eso fue justo lo que hizo, recién vencedor de las presidenciales, cuando unos amigos le aconsejaron que se deshiciera del jefe del FBI y del jefe de la CIA. Les escuchó con interés e incluso pareció darles la razón, pero al día siguiente los diarios publicaron que Hoover y Dulles continuaban en sus puestos. Sin duda, él no simpatizaba con ninguno de los de dos, pero era demasiado pragmático como para arrostrar la impopularidad de enviar al ostracismo a dos héroes nacionales. En este tema, como en otros, demuestra una sorprendente falta de prejuicios. O no tan sorprendente, si tenemos en cuenta que concibe la política no en términos ideológicos sino a partir de su concepto de bien común, por encima de las diferencias partidarias. La política, tal como él la entiende, significa el arte de lo posible. Requiere, por tanto, llegar a un entendimiento con antiguos antagonistas, por lo que no debe permitirse que cuestiones personales interfieran el recto juicio. Poco antes de morir reconviene a Jacqueline cuando ésta le manifiesta su desagrado con el gobernador de Texas, Connally, al que acusa de ser un pesado egocéntrico. Sus palabras son una lección de arte diplomático: “No debes decir que no te gusta, Jackie. Si lo dices, llegarás a creértelo, y esto te creará un prejuicio respecto a él cuando le veas al día siguiente”. Un hombre así, de un pragmatismo tan notable, sin duda habría suscrito el consejo de Michael Corleone a su sobrino Vincent en El Padrino III: “No odies a tus enemigos. Te impide juzgarles”. Este tipo de actitudes ejemplifica cómo acostumbraba a actuar no en función de impulsos sino de una mente “disciplinada y analítica”, a decir de Sorensen. No obstante, sería un error suponer que la frialdad en sus juicios denotaba la ausencia de emociones profundas. Cuando uno de sus biógrafos, James McGregor Burns, le retrató como un hombre poco entregado, él se sintió ofendido por lo que estimaba un comentario superficial: “Parece que Burns opina que a menos de andar exagerando, o dando gritos”, es imposible que a uno le interesen o preocupen las cosas”1. Fijémonos en el comentario: separa el contenido de las formas, que han de ser siempre mesuradas. Seguramente por eso, su colaborador y biógrafo Arthur Schlesinger definió su estilo de hacer política como antiemocional, antihistriónico e impersonal. La verdad, sin embargo, se apartaba muchas veces de esta caracterización. Henry Fairlie, en un estudio provocativo, lo vio con claridad cuando señaló que un hombre como JFK, capaz de proclamar en la capital alemana que él también era un berlinés, tenía que ser emocional, personal e histriónico. Seguramente, nuestro hombre sintonizaba por completo con la descripción de Raymond Asquith, hijo del primer ministro británico, en Pilgrim’s Way, de John Buchan, uno de sus libros favoritos: “Le disgustaban las emociones. No porque tuviera sentimientos superficiales sino porque tenía sentimientos profundos”.

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