La oscilación de sus brazos le permitió mantener el equilibrio sobre la cinta entre dos árboles. El resto de las erasmus, tendidas en el césped, se exponían al enrojecimiento bajo el sol mediterráneo. La funambulista a contraluz, proseguía en su levitar, ondulaba por entero al ritmo de cada paso, la prolongación armónica del avance de sus pies. Resultaban hipnóticos esos movimientos fluidos, como si practicara la Danza del Agua de los braavosi.

La contemplación de esta escena obligó a que se detuvieran mis piernas en su correr. Fascinado, me refresqué en una fuente próxima, y me acerqué a ellas. Cinco horas después, en la azotea de un ático que habían alquilado, bebíamos cervezas, y la funambulista, engullía frambuesas. El resto de recuerdos de esa noche son difusos.

Cinco días después, en una excursión con ellas por una sierra litoral, me propuso la equilibrista una pequeña escapada trotando, mientras las otras chicas tomaban el sol. Fundido, literalmente, me dejó fundido. Y porque tuvo clemencia conmigo. El ritmo de ascensión ya era elevado, pero en tramos de rompepiernas no muy técnicos, era una centella. Si lograba seguirla era por conocer el terreno y dosificar esfuerzos, pero podía haberme dejado atrás en cuanto hubiera querido. La señorita Forsberg, evidenciando su potencial, con humildad, sin humillar, poseedora de un talento innato. Con el aura de una princesa élfica que salta por las cascadas y los riscos de Rivendel.

Cinco años después, ella está en el firmamento del skyrunning y comparte vida y aventuras con Kilian Jornet. Un binomio que concibe un fin de semana romántico, paseando por media docena de tres miles, light and fast, con la tranquilidad de que, si lo necesitaran, podrían encontrar refugio en una cueva como la de Ygritte y Jon.

Heme aquí, después de un entrenamiento de tres horas, rememorando aquellas crestas en la que no fui capaz de aguantarle el ritmo a la señorita Forsberg. De acuerdo, ya está bien, es una licencia que me permito. Ni la conocí en aquel parque ni por supuesto he tenido el placer de coincidir con ella por una senda. Eso es cosa de Kilian, o de los vikingos con que se haya compartido. Princesa de las walkirias fugaces, una especie de hadas que se posan gráciles sobre riscos, troncos y las aguas revoltosas que lloran los glaciares. Hijas, a su vez, de las Asynjur de las sagas escandinavas.

En apenas tres años ha logrado ascender hasta el monte Olimpo de las mejores corredoras, lejos del asfalto. En ese durante intersecta con Kilian. Colisión entre dos astros que multiplica el potencial de ambos. Son una pareja que despierta admiración y sonrisas, pues al margen de que él sea el mejor –sin que esto pueda cuestionarse–, en el universo del trailrunning, Emelie es considerada una atleta excepcional. Así lo atestiguan sus gestas desde Zegama a la Transvulcania pasando por el Matterhorn, y los diversos títulos mundiales como skyrunner.

Como dos hippies enamorados entre sí a la vez que íntimamente conectados, en trígono, con la Madre Tierra. Emelie & Kilian. Emana de ellos una luz fascinante. La cercanía con la que ambos tratan a quienes se les acercan. La amabilidad y la calma con que se desenvuelven. La frescura de las reflexiones que ella vuelca en redes sociales o en sus recetas de repostería. Los pies de foto sensibles y sentidos de los mil lugares en los que tiene ocasión de correr esta gente de la élite mundial, de un deporte donde los egos de los atletas quedan bajo el yugo de la naturaleza, reduciéndose notablemente el endiosamiento respecto a otras disciplinas. En las carreras de montaña, Emelie Forsberg  es como una skjäldmo de la mitología nórdica, aquellas escuderas que acudían a la batalla sin miedo. Como Eowyn entre jinetes de Rohan.

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