Brasil es un país de fútbol, y las ciudades se comieron el fútbol de las calles. Ahora el fútbol se hace en las playas: terrenos planos, suaves y mojados, pero fuertes como para clavar los postes y permitir los regates de los pies descalzos. En Mongaguá, un pequeño pueblo del litoral del Estado de São Paulo, el fútbol es divertido y sencillo.

Como un espectador más, aunque estábamos ella y yo, me senté con atención. Era un día de su verano, es decir, nuestro invierno: el de nuestro hemisferio norte. Su Cruzeiro do Sul frente a nuestra Osa Mayor. En esa playa de Mongaguá fue donde vi el mejor fútbol jugado fuera de los estadios o las televisiones. Jugaban los caiçaras, palabra de origen indígena que significa persona del litoral. Caiçaras medio negros todos, ningún blanco de descendencia europea, todos mestizos o pardos, como dicen los brasileños.

Desde el inicio el partido fue claro: el mar no amenazaba con borrar la línea del lateral. Eran ocho contra ocho y los porteros se dedicaban a observar las chicas pasar, a veces también detenían disparos débiles. Los demás jugadores luchaban por la estrategia, por el mejor pase o el regate más rentable, jugaban en equipo, eran solidarios y pronto llegaron cuatro goles. Dos a dos. Pero yo era el único que contaba los goles, a ellos no les importaba el resultado, tampoco jugaban bien para atraer a las chicas que paseaban, lo hacían porque sí, porque en Mongaguá el fútbol se juega bien o no se juega. Los malos siempre se quedaban mirando.

Eran muy buenos, los pases los hacían bien y eran fáciles, ni siquiera la pequeña portería sin travesaño les impedía colocarla bien. El balón casi nunca voló. Después de media hora dejaron de jugar y cambiaron de campo. Al reanudarse el partido el sol ya se iba. Poco más: no se sabe si el partido lo ganaron los de la derecha o los de la izquierda, ni yo lo supe, ni ellos. Yo también dejé de contar. A nadie le importaba el resultado, lo mejor era jugar y volver a casa para cenar y volver a despertar.

Casi todos, al terminar, se pusieron sus camisetas, la mayoría del Corinthians. Ese equipo de fútbol de la ciudad de São Paulo que sale en la televisión de todos los brasileños.

Porque hablar del Corinthians es hacerlo del equipo de los que tienen poco. Es hablar de todos los colores de piel menos el blanco puro. Es el equipo de todos los que ven el fútbol como algo para divertirse y dejarse llevar. Porque el fútbol no sirve de nada, pero tras el juego bonito todo queda mejor. Por eso en las playas es donde el fútbol se hace mejor: no hace falta nada para la gente que tiene poco. Por eso, al recoger y llegar la noche, todos se pusieron sus camisetas del equipo más brasileño de São Paulo: el Corinthians, el equipo al que músicos brasileños le han dedicado algunas de sus canciones. El equipo que tiene una escuela de samba entre las mejores del mundo. Porque en Brasil el fútbol y la samba están hermanados: quien baila samba mueve mucho más los pies que el cuerpo. El fútbol de la samba. La samba del fútbol. Y los corinthianos y caiçaras saben bailar tanto en el sambódromo como en la playa.


Imagen: Celebración del Corinthians que muestra su simpatía por las favelas.

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