1.

Es curioso: recomendar series se ha convertido en un tema de conversación de moda. Me dispongo a  unirme a esta moda antes de que se ponga de moda criticar la moda de recomendar series. Ved la segunda temporada de American Crime History, titulada El asesinato de Gianni Versace. La trama gira en torno a la vida de la familia Versace, con una magnética Penélope Cruz en el papel de Donatella Versace, y los intríngulis del mundo de la moda, de vanidad histérica, lujos horteras, botox y discotecas gays, pero todavía más trata sobre Andrew Cunanan, el hombre que el 15 de julio de 1997 disparó y asesinó a Gianni Versace frente a la puerta de su mansión en Miami cuando este volvía de pasear. Tal es el peso de su personaje, que la serie tal vez debería llevar por título: El asesinato de Gianni Versace por el mentiroso de Andrew Cunanan.

Nos han enseñado a amar a los grandes villanos: Scar, Darth Vader, Hannibal Lecter. Con Los Soprano, Narcos, Mindhunter, los hemos convertido en los protagonistas de las series (las novelas del siglo XXI) y hemos llegado a desear que se salieran con la suya. Hemos aprendido a comprenderlos, admirarlos, e incluso a sentir compasión por ellos. De alguna forma, nos hemos aliado con el mal. Algo así sucede con Andrew Cunanan. El protagonista del Asesinato de Gianni Versace es el personaje más perverso, retorcido y peligroso de la historia de la televisión. Nadie ha dado antes tanto miedo.

Y sin embargo, su apariencia no puede ser más inofensiva. Luce pelo ondulado, moreno, peinado con raya, barbilampiño, gafas circulares. Viste polos y bermudas beige. Es un chico supereducado, amable, culto y un poco loca. Parece un estudiante de la Universidad de Navarra. En la serie tiene veintiocho años, casi mi edad. Pero, debajo de esa sonrisa afable, se esconde una persona que asesinó a cinco personas y que de no ser porque se suicidó cuando la policía lo tenía acorralado podría haber matado a muchas más. Lo que le sucede a Andrew Cunanan es que desea ser grande, enorme. Se cree la persona más especial del planeta y necesita que todos los terrícolas se den cuenta de ello. Anhela ser admirado por todo el mundo, todo el rato. Fantasea con impresionar, dejar una marca en la gente, y para lograrlo miente. Miente a lo grande. Inventa historias en las que imagina pasados familiares y grandilocuentes, dignos de los 100 años de soledad de Gabriel García Márquez: su padre se hizo rico vendiendo piñas, su padre es un judío multimillonario que conduce un Rolls-Royce. También miente sobre sí mismo, e inventa identidades falsas: dice ser portugués y llamarse Andrew da Silva, dice estar escribiendo una novela, otro día es un aspirante a actor, otro construye los decorados de la película Titanic en algún lugar de México. Su capacidad para mentir no tiene límites. Es el mejor haciéndolo. Logra ser encantador, tierno, amable e histriónicamente divertido. Es generoso y gasta en la gente más dinero del que tiene, compra así su cariño, los deja en deuda con ellos. Excesivo en todos los sentidos, se gana la simpatía de todos.

Nadie sabe quién es en realidad, ni que se gana la vida haciendo de escort de lujo, acostándose con hombres viejos, ricos y poderosos. Cuando las cosas le dejen de salir como él quiere… entonces será peligroso conocer a Andrew Cunanan. No será capaz de soportar la humillación de que le vean como él es en realidad: vago, pobre, envidioso, avaricioso, manipulador, incapaz de amar ni de ser amado. Cuando eso ocurra, Cunanan explotará y en un rapto de odio destruirá todo lo que envidia y le recuerda lo que no es  y hubiera deseado ser.

Hace unos meses, en el comedor de guardia la Dra. M. nos contó a mí y al otro residente de psiquiatría con el que estábamos de guardia un caso que la impresionó cuando era todavía residente:

Había en el hospital un cirujano cardíaco de origen cubano o caribeño. Se le veía a menudo en la cafetería desayunando con un médico de urgencias de quien era amigo. Vestía siempre pijama y bata blancos. Hasta ahí todo en orden. Un día, este cirujano apareció en urgencias, diciendo acompañar a su novia que se quejaba de mareos, dolor de tripa y pérdida de vista. Se le hicieron pruebas pero no le encontraron nada. Le dieron el alta. En las semanas sucesivas, el cirujano volvió a aparecer en urgencias con su novia. Informaba de que era médico de ese hospital y pedía que les atendieran con preferencia. Los síntomas no cuadraban a los médicos. Se le hicieron pruebas de nuevo: nada. Había algo raro en todo aquello, aunque nadie sabía exactamente el qué. Alguien sugirió llamar al psiquiatra, que a menudo se convierte en el especialista de las situaciones raras. Bajó la Dra. M, entonces una aprendiz de psiquiatra, acompañada de una psiquiatra más veterana, la Dra. P. Tú no me suenas de nada, dijo la Dra. P. cuando se presentó el cirujano cardíaco. Conozco a todos los cirujanos cardíacos del hospital pero a ti nunca te había visto. Reparó entonces que su pijama y la bata se parecían pero no eran iguales a las del hospital. El supuesto cirujano ofreció una explicación enrevesada, alegó tener prisa, y se fue de las urgencias, dejando allí a su novia, que no entendía nada. La Dra. P. le explicó lo que ocurría: su novio no trabajaba en ese hospital, probablemente ni siquiera era cirujano. Era un impostor, que había logrado engañar a todos. Nunca se le ha vuelto a ver por el hospital ni la Dra. M. ha vuelto a saber de él.

El caso me fascinó. De una forma u otra, en los últimos años me he ido topando en el ejercicio de mi profesión, o en mis lecturas, u otras personas me han contado sobre otros casos de grandes mentirosos. Los psiquiatras tenemos una palabra para aquellas personas que hacen de la mentira una forma de vida y que la practican como un arte perverso (como es un arte también el arte de la guerra, o del asesinato): ellos son los pseudólogos. Ese día escribí en una servilleta una lista con los nombres de todos los pseudólogos que conocía.

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Daniel Auteuil se metió en la piel de Jean-Marc Faure, el alter ego de Jean-Claude Romand que se creó para ‘El adversario’, película de 2002 basada en el libro de Carrére.

El primero de la lista: Jean-Claude Romand, por supuesto. Ese francés adiposo, calvo y de mirada lastimosa, que hizo creer a su familia, amigos y a todo el mundo que era médico y que trabaja en Ginebra para la Organización Mundial de la Salud. La familia de su mujer le confiaba sus ahorros y él les prometía que los invertiría en la investigación de medicamentos revolucionarios que les reportarían pingües beneficios. En realidad ni trabajaba para la OMS, ni era médico, ni invertía, se pasaba el día metido dentro del coche en aparcamientos vacíos o sentado en la mesa alta de alguna gasolinera leyendo revistas. Gastaba todo el dinero que le confiaban en mantener un tren de vida burgués y sostener esa mentira, que como una bola de nieve, era ya tan grande que amenazaba con sepultarlo. A pesar de ello, logró mantener la farsa durante cerca de veinte años, la mitad de su vida. Cuando lo iban a descubrir, prefirió asesinar antes a su mujer, a sus hijos, a sus padres y a su perro, tras lo cual trató de suicidarse tímidamente con Pentobarbital y prendió fuego a su casa, con tanta torpeza que los bomberos le rescataron. En el momento actual cumple condena en la cárcel, donde se ha convertido en católico devoto, y está a la espera de que el Tribunal de Apelación considere su petición de salir en libertad después de veinticinco años preso. Su historia la narra Emmanuel Carrére en el libro El adversario. Leedlo.

El siguiente de la lista es Enric Marco, cuya vida y cuyas mentiras reconstruye Javier Cercas en El impostor. Nacido en Barcelona en 1921, Enric Marco adquirió cierto renombre como presidente de la Amical de Mauthausen, una asociación que reúne a los supervivientes españoles de los campos de exterminio nazi. En 2005 llegó a hablar en el Congreso de los Diputados frente a los parlamentarios, con un discurso que hizo llorar a algunos. Unos días antes de que participara en un acto conmemorativo en Alemania, la mentira salió a la luz: su nombre no salía en ninguna lista de los archivos de Flossenbürg. Nunca había sido prisionero, ni de Flossenbürg, ni de ningún campo de concentración. Fue un pequeño escándalo nacional. La prensa y los medios de comunicación se hicieron eco de la noticia. Javier Cercas descubrió que en realidad toda su vida estaba repleta de mentiras. Enric Marco vive todavía, tiene 97 años.

En mi consulta de psiquiatría conocí el caso de una falsa víctima del 11-M. Esta mujer, de origen ecuatoriano, logró hacer creer a media España que viajaba en uno de los trenes en los que explotaron las bombas yihadistas. Gracias al fraude logró la nacionalidad española, una vivienda pública del Instituto de Vivienda de Madrid, miles de euros en ayudas públicas y hasta una condecoración. No sé en qué momento le pillaron y el escándalo saltó a la luz. Cuando yo la conocí se desplazaba en una silla de ruedas con motor que le habían subvencionado debido a una supuesta artritis reumatoide. Decía padecer ansiedad y depresión debido a las secuelas psicológicas del atentado terrorista. Seguía sosteniendo aquella mentira, sin saber que yo conocía la verdad. A pesar de ello, no vi conveniente decírselo. Me hacía el tonto, una estrategia que es muy útil en la vida. Las consultas eran una sucesión de lamentos. Se quejaba de que nadie la ayudaba todo el mundo se dedicaba a hacerle la vida imposible: su hija, la asistenta del ayuntamiento que acudía a diario a casa para ayudarla, los médicos…. Lo cierto es que tampoco se dejaba ayudar, nada de lo que yo le ofrecía parecía suficiente. Ninguna palabra, ni intervención psicológica, tampoco quería ninguna medicación. Yo la dejaba hablar y la escuchaba, en parte incrédulo, en parte enfadado, en parte compadecido. Cuando se acababa el tiempo, me despedía de ella hasta la próxima cita. Se estaba quedando sola, todo el mundo se acababa hartando de ella. Yo solamente era el último de una larga lista de psiquiatras y psicólogos a los que también había mentido descaradamente. Se inventaba traumas, afrentas, agresiones. Lo único que parecía necesitar de nosotros eran los informes que pedía regularmente, tal vez para justificar las ayudas que recibía. Un día dejó de acudir a las citas y desde entonces no la he vuelto a ver.

En una guardia conocí a una chica de unos veinticinco años. Decía ser médico residente y acababa de dar a luz a su primer y único hijo. Sucedió que en la habitación del hospital aparecieron dos hombres, que no se conocían entre sí; ambos aseguraban ser los padres. Se descubrió el pastel. Desde hacía unos años la chica llevaba una doble vida. Mantenía dos relaciones de pareja paralelas, con las cuales convivía, sin que ninguno sospechara la existencia del otro. ¿Cómo lo lograba? Solía pasar unos días con uno de ellos, entonces decía que tenía guardia en el hospital y se iba a casa del otro, al cual le decía que volvía de una guardia en el hospital. En realidad ni siquiera era médico. Había terminado la carrera de Medicina, pero luego no había logrado aprobar el examen MIR, que da acceso a la especialidad. Ella mintió a su familia y a sus dos novios, y dijo que había obtenido plaza en un hospital de Madrid. Hasta que un día se quedó embarazada sin saber con seguridad de cuál de los dos. Cuando se descubrió la mentira, su familia se dividió en dos: unos se mostraban comprensivos, decían que era una enferma y que necesitaba ayuda, los otros estaban iracundos, se sentían engañados y querían apartarla para siempre de sus vidas. Solo la vi una vez. No sé qué habrá sido de ella.

Un amigo de la infancia me contó el dramático caso de un amigo suyo. El amigo-de-mi-amigo había venido a Madrid a estudiar Ingeniería Aeroespecial. Aprobó el primer año sin demasiado problema, pero el segundo se le atascó y suspendió varias. Cuando sus padres le preguntaron, él les mintió y les dijo que había pasado de curso. Al año siguiente volvió a suspender. O tal vez ni siquiera se presentó a los exámenes, no lo recuerdo exactamente. Pero a sus padres les dijo que también había aprobado el tercer año de carrera. Ellos no tenían forma de saber que su hijo había dejado de ir a clase y se pasaba el día en su cuarto o en la terraza de un bar de su barrio bebiendo cañas. Pasó el tiempo, la mentira se fue haciendo más grande, hasta un día en que sus padres le informaron de que les gustaría acudir a su acto de graduación y luego comer juntos en un restaurante caro. En vez de revelarse la verdad, su hijo les informó sobre el lugar y la fecha y ellos reservaron hotel para ese fin de semana. Unos días antes del acto, el chico se suicidó tirándose por la ventana.

Un amigo mío psiquiatra me contó otro caso. Era un amigo de un amigo suyo, estudiante de piloto. Quedaba con sus amigos después de sus prácticas de vuelo, en Cuatro Vientos o en alguna otra pista de aviación. Para su graduación reservó con su dinero una discoteca pija de Madrid a la que invitó a su novia, numerosos amigos y conocidos. Fue un fiestón. Al día siguiente había citado a sus amigos en Barajas. Les había prometido llevarles en avión a Ibiza para seguir celebrándolo durante unos días más. Cuando sus amigos se presentaron en el aeropuerto no lo encontraron por ninguna parte. Tampoco constaba que hubiera ningún vuelo programado a Ibiza. El padre de uno de los amigos, también piloto, consultó en una base de datos y no le constaba que hubiera ningún piloto con ese nombre. Los amigos, que no eran capaces de entender nada, llamaron a la novia. Ella también estaba desconcertada, no había vuelto a verlo desde la fiesta en la discoteca y no contestaba a sus llamadas. Resulta que se encontraba en el hospital. Había tratado de suicidarse tomando pastillas, pero había sobrevivido. Su novia rompió con él, sus amigos se apartaron de él. Parece ser que ahora trabaja en una cadena de comida rápida.

Otro caso más.  El primo-del-amigo-de-un amigo salía con un chico que trataba de labrarse una carrera como actor de musicales. El primo-del-amigo-de-mi-amigo estaba súper enamorado de él y le apoyaba en su carrera en todo lo que podía. Había viajado con él a París y a Broadway para acompañarle al casting de musicales de renombre mundial. Sin embargo, no fue admitido en ninguno de los dos castings debido a una serie de contratiempos e impedimentos de última hora que el novio le explicó de forma confusa. El-primo-del-amigo-de-mi-amigo comenzó a tener la sensación de que algo no iba bien. Su novio seguía presentándose en castings, hacía pruebas, pasaba eliminatorias, pero después de dos años de relación todavía no había podido verle actuar sobre el escenario y algo le decía que nunca lo haría. Entonces su novio le dijo que lo habían cogido para un gran musical de El fantasma de la ópera, en París. En un primer momento le dijo que le habían dado un pequeño papel como figurante, luego le dijo que sería uno de los personajes secundarios, hasta que un día le anunció exultante de que en realidad sería el mismo fantasma de la ópera. El primo-del-amigo-de-mi-amigo se entusiasmó y olvidó sus peores temores. Pero cuando, a falta de unos meses para el estreno de la obra, le preguntó por el inicio de los ensayos, su novio le contestó que se había enterado a través de Facebook que la obra se había suspendido. ¿Por Facebook? Al primo-del-amigo-de-mi-amigo le sonó eso rarísimo. Sin decirle, investigó en internet. El nombre de su novio no constaba entre el casting de El fantasma de la ópera ni de ningún otro musical. Desconozco si siguen juntos o han roto.

3.

Soy de esas personas que no saben mentir. La mera idea de hacerlo me pone nervioso, se me descompone la cara en unas muecas extrañas, me salen tics como a Mariano Rajoy, que se le guiña el ojo izquierdo cada vez que miente frente a las cámaras. Sucede sin embargo que hay personas que sí saben hacerlo, y siempre me la cuelan. Cometo el error de pensar que los demás rigen sus vidas por el mismo código de conducta que yo. Y como a mí le sucede lo mismo a muchas personas. Somos personas ingenuas que atribuimos a los demás la misma candidez que nos caracteriza. Como evitamos la mentira a toda costa, nunca sospechamos que los demás nos puedan mentir descaradamente. Y aunque tal vez es bueno que seamos así (sería difícil construir una sociedad basada en lo contrario, en la paranoia, que nos empuja a mantenernos suspicaces y desconfiar de la gente), nuestra inocencia nos convierte en víctimas fáciles de mentirosos, fanfarrones y embusteros.

Estamos rodeados de mentirosos, muchos más de los que imaginamos. Durante la redacción de este artículo, al hablar sobre este tema a amigos y conocidos, todos conocían varios casos cercanos de mentirosos compulsivos. Muchas personas aparentemente sinceras mienten sobre sus vidas y se inventan infancias de riqueza, o profesiones impresionante, conquistas amorosas dignas de Casanova, vacaciones y aventuras propias de Indiana Jones, hinchan su currículum con estudios y cursos (como Cifuentes y su máster), venden humo, dan a su vida un aire de épica, de gran altura, o al contrario, inventan historias tristes para despertar compasión. Estamos rodeados de mentirosos y lo preocupante es que apenas nos damos cuenta.  Sospecho que solo descubrimos una pequeña parte de los que son.

La anterior es  una pequeña muestra de los casos que más me han impresionado. En mi pequeña antología guardo otros que por razón de espacio no puedo recoger en este texto. Existen además un número asombroso de casos descritos en internet. Sin ánimo de ser exhaustivo, enumero algunos de mis casos favoritos, como el de Rachel Dolezal, una mujer estadounidense, blanca, rubia, pecosa, que haciéndose la permanente y dándose unas cuantas sesiones de rayos UVA logró hacer creer al mundo que era negra y convertirse en activista abanderada de los derechos raciales; el de Tania Head, nombre falso de Alicia Esteve, una barcelonesa que se hizo pasar por una víctima del atentado terrorista contra las Torres Gemelas, dijo que su marido había muerto durante el 11-S y llegó a convertirse en la portavoz de la asociación de los familiares de las víctimas del atentado; el famoso caso del pequeño Nicolás, que desde adolescente embaucó a gente de la alta sociedad haciéndose pasar por amigo de la realeza, socio de grandes empresarios, colega de autoridades y altos cargos del PP, e incluso agente secreto del CNI; o el de Paco Sanz, el hombre de los mil tumores, que hizo creer a miles de españoles, entre ellos a varios famosos, de que padecía el síndrome de Cowden, una enfermedad genética infrecuente que hace aparecer tumores por todo el cuerpo, y a través de campañas y donaciones públicas, logró recaudar más de 250.000 euros; aunque probablemente el caso  más increíble es el de Fréderic Bourdin, cuya historia recoge el documental The imposter (2012). Bourdin, un chico francés de veintitrés años, se hizo pasar por un adolescente estadounidense que había desaparecido en Texas tres años antes, y que para entonces debería tener diecisiete. A pesar de tener ojos marrones, acento francés, y sobre todo, rasgos físicos distintos, Bourdin convenció a la familia de que era su hijo de ojos azules asegurando haber escapado de una red de prostitución infantil.

¿Qué sabemos de los pseudólogos?

El psiquiatra alemán Kurt Schneider (1887-1967), retrata la naturaleza de los pseudólogos en  Las personalidades psicopáticas (1943), un libro de lectura obligada para cualquier psiquiatra. Los pseudólogos resultan en esencia un peligroso cóctel de narcisismo e histeria. Como narcisistas son personas que ante todo necesitan sentirse grandiosas, como histéricos no saben vivir sin llamar la atención. De esa mezcla nacen estos campeones de la mentira, estos pinochos de carne y hueso que mienten constantemente para aparentar más de lo que en realidad son y así lograr ser admirados. Son personas sumamente soñadoras que albergan fantasías megalomaniacas a las que se entregan sin pudor y en las que se imaginan dotados de un poder, unas cualidades y un éxito excepcionales. Sin embargo a diferencia de las personas normales que no compartimos nuestras fantasías, imagino que por vergüenza, el pseudólogo se esfuerza por hacer pasar esas fantasías por realidad. El que fantasea se engaña a sí mismo, el pseudólogo engaña a los demás.  Para ser un pseudólogo no basta con tener imaginación, es preciso conocer el arte de la mentira con maestría. Según Kraepelin, no solo son amables, educados e inteligentes, sino que también están dotados de un don de gentes que los vuelve encantadores. Pueden, si les interesa, mostrarse generosos y sacrificados (aunque no por demasiado tiempo). Además se envuelven de una arrogancia y seguridad en sí mismos, gracias a la cual logran hacerse respetar y creer por las víctimas de sus mentiras. Son conscientes de que mienten, sí, pero mienten con tanto fervor que pueden acabar creyéndose sus propias mentiras. Son un “híbrido de mentira y autoengaño”, escribió Anton Delbrück, el primero en escribir sobre estas personas, en 1891.

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El Barón de Münchhausen

Dentro de la familia de los pseudólogos, algunas personas aquejan el llamado síndrome de Münchausen (en honor del Barón de Münchausen (1720-1797), un militar alemán que inventaba aventuras imaginarias en las que afirmaba haber cabalgado sobre una bala de cañón, haber viajado a la luna, o haber salido de una ciénaga tirándose de la coleta; un personaje casi legendario que en 1988 Terry Gilliam, de los Monty Payton, llevó a la pantalla)son aquellos mentirosos que fingen enfermedades y acuden a los hospitales quejándose de dolores y otros padecimientos con los que logran que los médicos les presten atención y los sometan a exámenes y pruebas, y si no logran la atención que añoran, acuden a otro hospital, en un peregrinaje que en ocasiones les lleva a ser sometidos a pruebas peligrosas o incluso a operaciones. Existe en ellos un placer por el martirio, existe un gozo en el provocar compasión y preocupación en los profesionales médicos, y encontrar en ellos la consideración y la atención que a veces no encuentran en su familia.

4.

Mentir tiene que ver con nuestra capacidad de inventar. Si no fuéramos capaces de imaginar realidades alternativas, no mentiríamos. Fantasear y mentir, las dos cosas se parecen.

Desde muy pequeños hemos aprendido a fantasear. Soñamos despiertos, e imaginamos cómo habría sido nuestra vida si hubiéramos seguido saliendo con aquella pareja, o que será de mí si doy un cambio brusco en mi vida y decido cambiar de trabajo o de ciudad. Nos contamos mentiras a nosotros mismos al imaginarnos teniendo un éxito que todavía no tenemos, fantaseando con que tenemos más dinero, más reconocimiento o más tiempo libre. Nos regodeamos en la fantasía de que llegamos a ser la persona que deseamos ser pero todavía no somos (y tal vez nunca lleguemos a ser).

Es humano tener deseos e imaginarnos que los conseguimos. Es una forma de proyectarnos en el futuro y de trabajar para llegar a conseguirlo. Nuestros sueños nos permiten dirigir nuestra vida, tratar de darle sentido. Son mentiras que nos contamos a nosotros mismos y que por vergüenza o pudor no las confesamos a nadie. Sin embargo hay personas que atraviesan una frontera y deciden hacer pasar sus fantasías por realidad. No se soportan tal y como se ven, y dicen ser quienes no son. Otorgan a sus fantasías aires de realidad, nos hacen creer que lo que es solo posibilidad y deseo, es ya realidad y conquista.

¿Con qué motivo? Un amigo mío, estudiante de Medicina por entonces, ligó en una fiesta con una chica que creía que él era piloto de caza. Lo gracioso de la historia es que mi amigo no mintió, ni siquiera era consciente de la mentira. Fue un amigo suyo quien contó el embuste a la chica, y surgió efecto. Porque mentir funciona, logra causar impresión. Para eso mentimos: la mentira es el camino más rápido para obtener la admiración y el amor de la gente.

Afortunadamente, no todos lo hacemos. Mienten los que no soportan sentirse mediocres. Hay gente que solo se siente viva en la medida que otros le miran. Todos necesitamos ser mirados y admirados, todos queremos ser la persona más especial del mundo. Pero mientras que muchos nos contentamos con sentirnos especiales y amados por una única persona y además toleramos que esa persona en ocasiones se canse de nosotros, se enfade, o simplemente, a veces tenga otros intereses que no seamos nosotros, hay otros que necesitan sentirse especiales todo el rato para todo el mundo. Esa es la diferencia.

Es jodido sentirse mediocre, saber que eres uno más entre millones de personas. En este mundo hiperindividualista, donde existe una obsesión por ser único, nos han creado la fantasía de que somos especiales, seres únicos e irrepetibles. Las consecuencias de esta fantasía son tragicómicas: el mundo está lleno de personas persiguiendo ser especiales como única y principal meta vital. Algunas pocas personas son verdaderamente especiales, aunque eso no necesariamente sea bueno. La creatividad y la originalidad, es cierto, están relacionadas con cierta extravagancia, aunque también es cierto que las personas distintas a menudo sufren más que las demás en la medida que se sienten más solitarias. Hay otros muchos que se esfuerzan por ser especiales a fuerza de parecer raros. Logran construir una máscara de genuinidad vistiendo distinto, escuchando música distinta, teniendo gustos culinarios muy particulares, manteniendo opiniones controvertidas sobre las cosas o tratando de cultivar un hobby que los haga distinguirse. Otras muchas personas, la mayoría, ni somos especiales ni conseguimos parecerlo, y si no logramos aceptar esto puede que acabemos sufriendo. Nos han dicho: descubre tu verdadero yo, escucha tus verdaderos deseos, haz lo que realmente deseas. No nos dicen que eso es una fórmula sumamente eficaz para volvernos a todos neuróticos, egoístas e infelices. Es liberador renunciar a esas fantasías y darse cuenta que lo mejor que uno puede llegar a ser es una persona normal, que ya sabe quién es (la mayoría del tiempo), conoce sus deseos (normales y comunes) y hace lo que le da la gana (cuando puede).

Por tanto, los pseudólogos son el resultado paradigmático de nuestra obsesión como individuos por ser especiales llevado a sus últimas consecuencias. En ese sentido, ser normal es el mejor remedio contra la mentira y la farsa. Nadie miente para convertirse en una persona normal.

4.

La mentira tiene que ver con crear realidades que no existen, pero también con ocultar otras que no es deseable que sean conocidasLa mentira tiene algo de construir castillos en el aire, pero también de ocultar las mazmorras bajo tierra.

Existe siempre una brecha entre quiénes somos y quiénes (nos) decimos que somos. Todos guardamos una imagen de nosotros mismos que nos resulta favorable, nos identificamos con la mejor versión de nosotros mismos, que es la que tratamos de mostrar a nuestros seres queridos: buenos, majos, listos, leales, trabajadores, alegres, capaces. Y puede que seamos así, pero no siempre y no completamente. También somos lo contrario: malos, antipáticos, estúpidos, tristes e incapaces. Toda realidad es dual. Ying y yang. Somos como la luna: tenemos dos caras, una, la que mostramos a los demás, la más brillante; otra, oscura y secreta, que mantenemos oculta de la mirada de los demás.

Es el yo íntimo, esa versión de nosotros mismos la tratamos de mantener oculta, tal vez porque nos avergonzamos de ella. Pocas personas lo conocen, a veces nuestra pareja, a veces nuestra familia, a veces no nos atrevemos a mostrárselo a nadie. Es sin embargo nuestro yo más verdadero, el más complejo, lleno de matices, luces y sombras. A los demás solo mostramos nuestro yo público, una máscara, y es que a medida que nos alejamos de nosotros mismos y nos acercamos al mundo, más nos falseamos.

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«He vivido en una continua mentira», declaró Tiger Woods cuando en 2010 se descubrieron sus infidelidades / Keith Allison

Ocultamos a nuestros amigos las cosas que ocurren en nuestra familia, a nuestra familia ocultamos nuestras discusiones de pareja y a nuestras parejas ocultamos las cosas que decimos con nuestros amigos. Y en nuestro trabajo lo ocultamos todo, ocultamos lo que hacemos con nuestra pareja, con nuestros amigos y con nuestra familia. Ocultamos de tal forma nuestra vida, que nadie conoce todo sobre nosotros mismos, y a veces ni siquiera nosotros mismos. A fuerza de reprimir cada uno nos ocultamos en el baúl del inconsciente aquellas cosas que más nos asustan o nos avergüenzan. Nos turba reconocer que no somos como desearíamos ser y guardamos en secreto todo aquello que no concuerda con ese ideal que tenemos de nosotros mismos.

Ahora bien, ocultar es también una forma de protegernos. La mirada del otro sobre nosotros puede ser peligrosa. Ocultamos porque conocer la verdad sobre las personas es empezar a tener control sobre ellas. Ocultamos quienes somos igual que nos vestimos para salir a la calle, igual que cerramos nuestra casas con persianas y nuestros jardines con setos. Porque ocultar no es mentir. Más bien lo contrario, ocultar es guardar la verdad a buen resguardo. Son los niños, los autistas y los locos los que no saben ocultar y callar. Conviene ser uno dueño de sus palabras, conviene practicar el arte del silencio.

Luego están los que ocultan a lo grande. Son esas personas que llevan una doble vida. De cara a los demás, un marido o mujer fiel, un padre o madre cariñosos, un amigo fiable, un trabajador responsable, un vecino simpático. Hasta que se destapa la mentira: una amante, o miles, los ahorros de una vida gastados en el casino o en el hipódromo, adictos a la cocaína o a la heroína, mujeres asesinadas bajo el jardín de casa, hijos secuestrados y violados sistemáticamente en un zulo en el sótano; son los Tiger Woods, los Josef Fritzl, los grandes maestros del secreto y de la doblez.

5.

Cada persona es capaz de las mejores obras y de los peores pecados, me solía decir mi madre. Existe una sombra dentro de nosotros, en nuestro interior están plantadas las semillas de la maldad y la mentira. Tal vez por ello nos horrorizan y nos fascinan tanto los pseudólogos y los monstruos, porque reconocemos algo de ellos en nosotros. O como dijo Charles Manson, ese arquetipo de la maldad: «Yo soy la proyección de la mentira en que vives, júzgame y senténciame pero siempre estaré viviendo en ti».

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