Fotografía: Untaltoni

A lo lejos, entre hileras irregulares de matojos diminutos, se divisa un ser monstruoso. Una amenaza lejana que, aunque tranquila, el acercamiento da la sensación de peligro suficiente como para instalarnos en la incómoda incertidumbre. Por carreteras de curvas y pendientes símiles a etapas pirenaicas del Tour de Francia allá por julio se conduce al encuentro. Caminos pedregosos, que ni siquiera calzadas, de baches traicioneros y hogares privilegiados en construcciones primitivas, se alcanza la llanura que según más limítrofe es la posición, más cerca divisas la criatura. Y ahí está es Vedrà.

Desde el primer momento en que aparece por la mirilla humana transmite vibraciones y sensaciones. Un algo no sé qué que qué se yo. Vulgaridad dentro del barroco. Sobresale de un mar inmenso cuyo horizonte, en esta ocasión, termina allá donde el cielo es la referencia sin ser cuestión de fe. A pesar de lo abrupto y alto de los acantilados, pequeñas calas vuelven un paisaje brusco en una delicada escena con calas íntimas en las que el mar corre calmo y tranquilo. Por eso es Vedrà impone tanto, porque algo tan gigante en algo tan manso no puede ser bueno.

Es una criatura, con vida. No sólo en apariencia, sino porque lo transmite. Es Vedrà no es un suceso geológico ni un accidente terrestre. No es un gran cacho de piedra en el mar, cercano a la costa de Ibiza. Eso parecerá en las fotos del imperio Google, carente de ir más allá. Cara a cara, ojo a roca, roca a ojo, respira en el vértigo que produce que una piedra inerte te haga sentir. Sabemos con certeza que algún día se levantará y andará con el Mediterráneo a sus pies. Que esa criatura pacífica, de cara triste o apagada, se moverá, aunque sólo sea para cambiar de sitio.

Aterra es Vedrà. Una bestia a la que nada podría hacerle frente salvo la perversa idea de progreso humana que crea armas demoledoras pero carentes de corazón. Y aun así, sólo con presenciarlo durante unos minutos aletargado en las aguas con medio cuerpo al aire te das cuenta de que el mundo está muy por encima de todos nosotros. Y siempre lo estará. Sólo él puede bañar un mar de rosa en una puesta de sol antológica sin necesidad de contaminar el agua a base de batidos de fresa. El ser humano es un chapuzas.

Se le acaricia con la mirada a una criatura que vive anclada. Nos remueve por dentro en un seísmo de escala emocionales y no de números enteros. Es Vedrà late. Y asusta, con cariño, aunque la incertidumbre de vernos tan inferiores no nos permite estimarlo. Le dejas allí varado y le das la espalda, aunque alguna que otra vez la cabeza se gira para intentar retener un poco más de la vivencia y del momento compartido. Se queda allí sin más.

Pero a la noche, mientras se hace tiempo en la carga de la batería del móvil, acostado del revés, el cabecero para los pies y los pies para la cabeza, echas un vistazo para informarte sobre lo que Es Vedrà es realmente. Y Google te sugiere que hay leyendas al escribir su nombre. Y aceptas la sugerencia del asesor más pluriempleado del planeta. Ovnis que provocan aterrizajes de emergencia en Valencia; un triángulo silencioso formado por los susurros de las olas que chocan con Mallorca, el islote alicantino de Ifach y es Vedrà; brújulas y radares que sucumben a la jerarquía que siempre poseerá la naturaleza; y hasta escaladas que cambian de sexo. Y sin saber nada, sin estar contagiado por la sugestión ni la información previa, se siente que aquello posee ese no sé qué que qué se yo. El vulgarismo dentro del barroco. Algo hay.

Es Vedrà es un dragón petrificado que dejó mi corazón encandilado. Sé que eres. Y no es mentira, es Vedrà.

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