MA06. Málaga, 25.05.09.- El presidente del PP, Mariano Rajoy, durante su intervención en el acto de campaña de cara a las elecciones al Parlamento Europeo del 7 de junio, esta tarde en la Plaza de la Constitución de Málaga. EFE/Jorge Zapata

(Nota preliminar: Esta defensa la escribe alguien que no ha votado nunca al PP, que no se ha considerado nunca de derechas, que votó a las CUP en Catalunya, votó a Podemos en España y hace poco se afilió al PACMA. Espero que eso baste para que se entienda que esta defensa no es una apología del Partido Popular, de la corrupción, de la derecha, del franquismo, del inmovilismo político o de nada que se le parezca).

(Segunda nota preliminar: el hecho de que todo lo que se ha dicho en la primera nota preliminar sea cierto no implica en ningún caso que esta defensa sea una broma. No lo es en absoluto).

Cada vez que Mariano Rajoy abre la boca sube el pan. No tiene demasiada importancia si lo que dice es una defensa o un ataque, una acusación o una excusa, una broma o una declaración solemne, una noticia o una obviedad. Diga lo que diga Mariano Rajoy, o al menos así lo confirma la vox populi, es una estupidez enorme y potencialmente viral. Si en el mundo 2.0 la reputación de una figura pública tiene que determinarse con el número de clicks como vara de medir, Rajoy es casi indiscutiblemente el hombre más reputado del Estado. Según a quien se le pregunte la reputación es buena o mala, pero si hay algo relativamente democrático en el mundo a golpe de clicks es que por naturaleza tiende a posicionarse más allá del bien y del mal.

El caso es que al presidente le sucede lo que le sucede a todo aquél que tenga la suerte o la desgracia de ocupar un lugar de relevancia pública: mucha gente está pendiente de él. Y Rajoy comparte con cualquier otra cabeza de Estado la responsabilidad de dar la cara por tres conjuntos de valores: los que el Estado representa, los que representa el Gobierno que preside y los que defiende el partido que lidera; los que prefiere él como persona pueden y acostumbran a ser también objeto de escrutinio, pero a nadie debiera interesarle, aunque pudiera, que no coincidieran con la agenda del partido. Aún me resulta sorprendente que alguien se lleve las manos a la cabeza cuando comprueba que muchos de esos grupos de valores se solapan; y cuando lo hacen de forma cuestionable, los dedos acusadores convergen en Rajoy. Y esta vez no hay equívoco en si es una suerte o una desgracia: Mariano es, a la fuerza, un hombre desgraciado.

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Esa desgracia la lleva Mariano pintada en la cara más a menudo que nadie, y cuando no la lleva se la pintan a bofetadas. Se le adivinaba ya cuando se sentaba a la derecha de Jose María Aznar (y un poquito hacia atrás) y apareció en todo su esplendor cuando inauguraba la versión española de los bushisms hablando de aquellos hilillos negros, que eran como la versión maligna de los brotes verdes pero se hacían más de ver. No se le quita esa cara ni cuando habla de la pronta recuperación de la economía española gracias a la labor de su partido y su Gobierno, y desde luego no puede esconderla cuando se le pregunta por la enésima trama de corrupción que amenaza con hacer saltar por los aires la precaria estabilidad de su equipo.

Rajoy lleva ya una buena (y con buena quiero decir larga) trayectoria como hombre perseguido, y si su carrera política fuera un thriller a lo Hitchcock, nosotros los espectadores españoles, aún estaríamos en los primeros 40 minutos, cuando al héroe acusado de un crimen que no ha cometido no se le han hinchado las narices lo bastante como para empuñar el arma o salir corriendo. Es digno de admirar cómo aguanta Mariano, the last man standing, mientras le cae el diluvio y se avecinan más tormentas. Mientras le cruza la cara un familiar en Pontevedra, mientras su propia villa natal le da la espalda, mientras le afea un elogio Mario Vargas Llosa, mientras los vídeos y las fotos, los montajes y los GIFs, las parodias y canciones vocean al unísono que Rajoy tiene los días contados, el presidente sigue impávido y, a veces, hasta sonríe. Pero la sonrisa es un complemento más, porque la cara (o la máscara, a saber) sigue siendo la del pobre, pobre rico y desgraciado.

Y yo, que tengo deudas como España, y me corrompo fácil como España (pero a menor escala, inevitablemente, y sólo por comida o por tabaco), creo que entiendo por qué Rajoy aún sonríe. Lo dijo bastante claro cuando Pedro Piqueras le preguntó en Telecinco si no se había planteado tirar la toalla: al presidente aún le queda fe. En su último viaje a Pontevedra, después de que fuera declarado persona non grata, había recibido el apoyo de miembros de su partido, de miembros de otros partidos y de gente que no había votado y no votaría nunca al Partido Popular. Es gracias a esa gente, a ese compendio heterogéneo que no le ha cantado las cuarenta, por lo que el presidente conserva la fe y la esperanza.

Por lo menos en parte. Por otra parte aguanta porque hay otro grupo, mucho más homogeneizado (que no homogéneo), que apoya a Mariano. Ese grupo, el Partido Popular, no siempre sonríe, y de buen seguro le cantaría las cuarenta a Rajoy y dejaría de apoyarlo si al susodicho se le ocurriera cantar. Mariano ya canta, desde luego, pero no parece que se haya hecho suya toda la partitura, y debe ser por eso por lo que lleva tiempo desafinando de lo lindo. La Real Academia debería estar orgullosa de la tarea renovadora del lenguaje que ha llevado a cabo el presidente: le ha dado la vuelta a la lengua española con perogrulladas, solecismos, tautologías, oxímorons y otras figuras literarias utilizadas a la buena de Dios y con la ingenuidad del idiot savant que no sabe ponerle nombre a lo que hace pero le sale solo. Las ocurrencias le pillan desprevenido y le ponen a merced de ataques que por fáciles y previsibles no dejan de producirse. También le valen, en el mejor de los casos, espléndidos análisis por parte de tiradores más certeros, como el que le dedicaba Jordi Costa en el artículo España en Broma, en el que el autor le regala a Rajoy el título de «as del humor» y alega que tiene «la última palabra en idiosincrasia cómica nacional». Todo en broma, claro, y con razón.

Hay, sin embargo, una consecuencia del idiosincrático humor de Mariano Rajoy que debería tomarse en serio. Si así se hiciera, tal vez podría el pueblo darle la última estocada al partido que se esconde detrás del presidente, cortarle a éste los hilos de marioneta en los que se enmaraña en cada rueda de prensa y darle el estatus de niño de verdad que aún no tiene y por el que, con toda probabilidad, arrastra todavía esa cara de corderazo en desgracia. La consecuencia de todo ese humor accidental es que el presidente no miente nunca. No miente ni cuando quiere, porque en cuanto tiene que echar mano de los recursos retóricos de los que tiene conocimiento, los tiene tan poco claros que pierde esa magia de humorista de vanguardia y acaba cayendo del lado de la verdad del ingenuo. Dicen muchísimos que Mariano es tonto, y no me atrevo a confirmarlo ni a desmentirlo. Lo que sí me atrevo a aventurar es que, las más de las veces, sale a cuenta un presidente que no esté equipado para engañar a nadie, ya sea por motivos de índole moral o intelectual.

Que no se entienda por todo lo anterior que pienso que el presidente esté libre de pecado, o que haga la vista gorda ante las acusaciones que pesan sobre él respecto de su grado de implicación en los chanchullos del Partido Popular. Lo que quiero decir es que, como presidente en funciones, Rajoy está en medio de un campo de batalla en el que a él no le dará tiempo a pelear: el papel de Mariano es el de víctima para el sacrificio de la guerra entre la vieja y la nueva generación política, que se seguirá librando hasta que alguien se apee del burro o rueden cabezas. Mariano tiene detrás a una vieja guardia que pierde acólitos trama a trama, que ha contado tantas veces el mismo cuento que busca un pacto desesperadamente para conservar algo del poder que tenía cuando la democracia aún era un juego de turnos entre rojos y azules. Delante de él se encuentra con una remesa de partidos jóvenes que ocupan, a ojo de buen cubero, los mismos puestos que los anteriores pero con colores distintos, y con la suficiente confianza y arrojo como para rechazar negociaciones que puedan acarrearles acusaciones de «hacer la pinza». Acabe como acabe la pelea, Mariano no tiene las de ganar: se le ha asignado ya el papel de víctima para el sacrificio.

¿Y qué hace el presidente? Aguantar el tipo como buenamente puede. Responder a lo que se pregunta con calma y procurando no mentir, porque ya se sabe lo que pasa cuando lo intenta. Lo está haciendo bastante bien, pero no todo lo que pudiera porque aunque no miente, no dice toda la verdad. Mariano será tonto, pero sabe mucho y es lo bastante inteligente como para entender que hay ciertas cosas que más vale callar visto el panorama. Por eso no se niega a nada salvo a hacerle frente a una cuestión de confianza: es un toro demasiado grande para un torero tan resabiado. Por eso casi se le puede oír respirar con alivio y habla con más soltura cada vez que se inician trámites judiciales contra un miembro de su partido. Que Rita Barberá se ponga a disposición del juez «es un paso muy importante», lo cual no quita que, en petit comité, las declaraciones de la ex alcaldesa le dejen tranquilo. ¿Cómo no va a estar tranquilo el presidente, si el de Barberá es un peso que ahora cae en otras manos? Desde entonces, que hable el juez: Mariano no le debe a Rita más que apoyo.

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Es ésa, y no bromeo, la principal virtud de Mariano Rajoy, no ya como presidente sino como persona: su apoyo no se tambalea caiga quien caiga. Es una bendición sólo por una parte, porque mientras siga apoyando sin titubear al Partido Popular, el partido seguirá apoyando su investidura llueva o nieve. Es una maldición por todas las otras, porque el «dime quién andas» seguirá en boca de todos los demás partidos hasta que se destape la última trama de corrupción, y para entonces (si es que ese momento llegara) el éxodo del Partido Popular tendría más páginas que el Éxodo bíblico. Por eso lo que ansía Mariano no es sacrificar activamente a los únicos amigos que sabe que tiene, sino ganarse la confianza de quienes están cómodos en el bando enemigo. Lo que se plantea el presidente es una tarea hercúlea: hacer la pinza a sabiendas de que su lado de la pinza es el que está podrido.

Mariano tiene, pues, muchos problemas y pocas opciones. Puede ceder ante las nuevas fuerzas, que no quieren estar en la oposición pero conservan muy buena imagen ante los votantes oponiéndose a cualquier acuerdo. El resultado es este impasse que pone al descubierto la España resquebrajada que no se pone de acuerdo en si quiere morir o bostezar, unirse o separarse, pagar o dejar el pufo, acoger a los refugiados o llorar con un puente de plata instalado por la Unión Europea. La otra opción es tirarlo todo por la borda y ponerse a hablar en serio, hablar de todo, decir todo lo que sabe sobre todos sus amigos, redistribuir la desgracia y poner a todo el partido bajo la espada de Damocles que ya le roza a él las puntas abiertas. Hacerlo representaría la salida del armario más grande de la Historia de España, el caso de transfuguismo más salvaje del Partido Popular (y sin moverse del partido) y, casi indudablemente, el caso de autodecapitación con espada de Damocles más rápido de la política española.

Es normal que, viendo cómo está el patio, Mariano Rajoy prefiera optar por tener fe. Lo que le sobra es miedo.

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