Poco antes de sentirse una esclava del siglo XXI, Elena cumplió diez años. Vivía en Torres, un pueblo clavado en alguna parte de la sierra de Jaén. A los pocos días, la metieron en un autobús y la mandaron a Madrid. Le dijeron que una pariente la recogería: “Tendrás que ayudarle en su casa que ella no puede con todo”, le explicaron, “pero tú tranquila, estarás bien, es de la familia”.

Elena no iba a ayudar. Recibió órdenes inmediatas. Se encargaría de cocinar, de limpiar la casa, de cuidar a unos niños (sus primos o lo que fueran) apenas menores que ella. Ella obedeció, evidentemente; en su cabeza no flotaban ideas como rebeldía o derecho, no había tenido tiempo ni siquiera de escucharlas.

Si lo hacía mal, su familiar le gritaba. Limpiaba hasta la noche, comía poca cosa, a veces sobras de la olla, y dormía apenas unas horas. Le gritaban, la ofendían. No hacía los deberes del colegio porque el día no es eterno y lo primero era cocinar otra vez, limpiar otra vez, cuidar a los niños otra vez y si no le chillarían, y ella no quería porque ya empezaba a estar triste, desamparada y no sabía qué cosas más, claro, porque apenas podía expresar su angustia, porque no conocía demasiadas palabras y si intentaba aprenderlas, la vapulearían.

Se sentía una esclava. Era una esclava.

Elena era invisible, se miraba al espejo y veía un ser humano bajito e inútil que no hacía nada bien y merecía recibir todas las broncas e insultos que su ama le escupía. Sólo eso explicaría lo indecible: por encima de todo le avergonzaba contarle a alguien su situación.

A los catorce años alguien habló a Elena de un lugar donde ayudaban a niñas como ella. Hay más niñas en la misma situación. Corre el siglo XXI, pero existen la servidumbre y el trabajo infantil. Llegó a aquella casa precaria en un barrio lejano de Madrid. Un lugar con paredes gastadas, muebles disonantes. Un espacio hecho de retales pero lleno de carteles reivindicativos donde se iluminaban palabras como DERECHOS o EXISTIR.

Allí aprendió a expresar sus opiniones, mejoró sus habilidades de lectura y escritura y consiguió mejores notas en la escuela. Allí comprendió que era dueña de sus propias fuerzas.

Esta es Elena:

elena

Sólo os he mentido en una cosa. No nació en Jaén, sino en los Andes peruanos, y no viajó a Madrid, sino a Lima. Lo demás es verdad. El lugar al que acudió se llama La Casa de Panchita. En Perú hay miles de niñas a las que aún nadie les ha contado el tremendo secreto de que ellas también son humanas y merecen una vida. Viven durante años en habitaciones minúsculas donde apenas caben de pie, sin ventanas, duermen en camas viejas o en el suelo y muchas sufren palizas y trato vejatorio. La Casa de Panchita es una de las ONG que más pequeñas recibe.

Sabes que te indignarías si sucediera en tu misma ciudad, sabes que te amargaría la cena si lo vieras en el telediario local. Te sublevarías y lo contarías a tus vecinos y compañeros de trabajo… La única diferencia de las niñas como Elena es que viven un poco más lejos.

Fotografía: Marcos Rey 

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