Hace muy poco, y nada menos que en el Pleno del Parlamento Europeo de Estrasburgo, diputados de los autodenominados partidos republicanos –o republicanistas, por mejor decir– españoles volvieron a realizar un ilustrativo ejercicio de idiocia pública. Otra vez, ante los demás representantes de la cámara soberanamente elegidos (como ellos, curiosas cadenas las que dicen sufrir) por los ciudadanos de la Unión, diputados de Izquierda Unida y de Podemos exhibieron su impúdica estulticia agitando banderines regionalistas y banderas tricolores ante el Rey, que intervenía por primera vez en la Eurocámara. Era un pretendido acto de rebeldía política, a todas luces lamentable, puesto que no fue sino el enésimo ridículo público de estos popes del nuevo republicanismo español, nacidos de las cenizas del viejo Partido Comunista y la extinta Izquierda Unida de Julio Anguita. Bien es verdad, en descargo del pabellón común, que estuvieron acompañados en la obscenidad parvularia por algunos otros diputados británicos o italianos, también ellos especímenes que muestran la lozana salud de la imbecilidad sociopolítica que gangrena Europa. Pero fue gracioso, el tema.

«Si no supiera tanto de España como sé, sufriría menos», dice Antonio García-Trevijano, y hago mía la frase. Comparar a esta eminencia del pensamiento filosófico, político y jurídico, con esta pléyade de botarates hechos tribunos por obra y gracia del sufragio universal, produce poco menos que bochorno y vergüenza. También echar la vista atrás y comparar a los que trajeron la II República a España, con éstos cuáqueros de Estrasburgo, carentes del más mínimo conocimiento y lo que es peor, engreídos de no sé qué obscena soberbia.

No por ser el último, deja de ser este sainete representado ante las cámaras de todo el mundo, parangón extraordinario de las señas de este republicanismo de nuevo cuño que no es sino la cosa más pueril y abochornante que imaginarse pueda. Algún día se impondrá en España una visión del republicanismo alejada de este circo, supongo. Pero parece que va a tardar, porque el concepto mainstream de República que maneja la opinión pública de nuestro país está enlodazado por la algarada patética del tricolorismo, el eslogan y la demostración palpable de toda carencia en el sentido del ridículo.

Como hiciera la derecha con el concepto España, y con la bandera bicolor, la izquierda ha repetido miméticamente la asimilación de República con el recuerdo falseado y extremadamente sectario, parcial y minúsculo, de la II República española. Se ha adueñado de la bandera, de los símbolos, de la Historia y, naturalmente, de la palabra, blasón hoy de una manera nefanda de interpretar la realidad política de España que no sólo pervierte el más elemental significado del hecho republicano, sino que arroja sobre la actualidad una sombra cada vez más alargada. Una sombra que se traduce, a pie de calle y según se den las condiciones ambientales propicias, en linchamiento organizado, en abuso coral del individuo, en sabotaje rastrero de eventos públicos y en toda suerte de manifestaciones ruidosas y vocingleras que puedan acogerse al término agitprop.

Urge deslindar República de lo que tradicionalmente se ha referido a “izquierda” en política. Urge una pedagogía republicana, un discurso didáctico que explique a la gente que República no es ideología, sino forma de gobierno. Y que como tal, no pertenece a nadie, sino a todos los ciudadanos constituyentes de la soberanía nacional, como bien indica su etimología: res pública, cosa de todos. Recuperar el código republicano de las garras de esa izquierda arrabalera y okupa es empresa común de todos los españoles, y no puede ser banderín de enganche de ningún partido. Es una obra intelectual, un empeño arrojado, temerario seguro, puesto que esta gente que ha ocupado lo republicano cual Patio Maravillas no duda en lanzar sobre cualquiera que manifiesta la más ligera heterodoxia, toda la carga propagandística de su pensamiento totalitario. Pero hay que hacerlo.

Un republicanismo que no tenga al Rey como enemigo; que no dibuje la Corona como una corte del zar Nicolás II de Rusia; que no invoque a Robespierre, ni a la Bastilla, ni la guillotina, ni toda la sarta de sandeces propias de esta gente iletrada, cuando hable de la monarquía constitucional contemporánea; que no avergüence a quien pueda llegar a ser partícipe de la transformación republicana de España al amparo de la normalidad democrática y la continuidad institucional y, en suma: un republicanismo que no ahuyente a republicanos silentes como yo mismo, que votaría antes a Pedro Sánchez que dejar el futuro de mi nación en manos de la batahola. Un republicanismo que rescate El error Berenguer de Ortega, y no el que se proclama en los alminares de Kaos en la Red.

Fotografía: Recuerdos de Pandora 

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