En casa de Martí Massot eran de pagès, trabajaban el campo. Cultivaban fruta y verduras para después ir a la Bisbal o a Palafrugell a vender en el mercado, con carro –claro–. Su abuelo incluso había llegado a vender en Cadaqués, como solía recordarlo a menudo y orgulloso Martí. A él le gustaba ir al colegio, hacer redacciones acompañadas de un dibujo, sobre todo si era de una masía. Pero años después, Martí vivirá cómo cambiaron las cosas de golpe, cómo dejó de ir a la escuela y cómo los problemas de un preadolescente de catorce años se convirtieron en preocupaciones –a menudo– de vida o muerte. Martí nació el 30 de enero de 1925 en Torroella de Montgrí, un pueblo cercano al Mediterráneo, coronado por un castillo encima de una montaña, en el Baix Empordà, en Catalunya.

A Martí, a y todos aquellos que entre el 6 y el 8 de febrero de 1939 estuvieron en Torroella, se les quedarían grabadas el ruido de las bombas, las carreras apresuradas y el miedo de esos días cuando todo cambió. Pero esos momentos de involución democrática aún estaban por llegar.

A los niños de la Torroella de 1939 se les quedaría grabado el ruido de las bombas

Antes fue el tiempo de la II República. Aunque la crisis económica internacional también había llegado a España, eran años fértiles, de transformación social y política. En Torroella la mayoría de la población se dedicaba al campo y, en l’Estartit, un pueblo vecino que tenía playa y puerto, a la pesca. Tras el alzamiento de los nacionales en julio de 1936 a muchos jóvenes torroellencs tuvieron que ir al frente y las mujeres, los niños y las personas de más edad se vieron obligadas a encargarse de las tareas que solían hacer los ausentes, además de las suyas –teniendo en cuenta que la guerra hacía más difícil cualquier cosa–. Martí fue uno de estos.

Era de noche. Se oían las bombas y se podía respirar el miedo que se vivía en las casas. Muchos decidieron esconderse en barracas construidas en la montaña, en el Montgrí, una decisión poco acertada –tal como nos explicará Martí más adelante–. Torroella olía a miedo.

Estado del puente sobre el Ter después de su voladura.

Estado del puente sobre el Ter después de su voladura.

El día 6 de febrero del año 1939, las tropas del ejército franquista llegaban a la entrada de Torroella. Para retardar la ocupación y facilitar la huida de algunos de sus habitantes hacia la frontera francesa –para iniciar el camino incierto a un exilio que para muchos no tuvo retorno–, los republicanos habían dinamitado el puente sobre el río Ter y habían instalado cañones y ametralladoras en el macizo del Montgrí. Buena parte de sus habitantes se habían refugiado en masías de amigos o familiares. La estrategia local pudo sostener el combate durante todo el 7 de febrero, pero finalmente, una jornada después las tropas franquistas entraron en el pueblo. Aquel 8 de febrero fueron muchas las familias torroellenques que tuvieron que dar techo, cama o comida a los militares que, bajo las órdenes del general Franco, dominaban la localidad.

El sacrificio que cometieron los republicanos para retrasar la inevitable conquista de los militares sublevados quedó borrado de la historia un año y medio después. El nuevo sobre el Ter se construyó entre verano y diciembre de 1940. Como otras muchas obras públicas de la dictadura, sería reconstruido con el esfuerzo de más de 300 prisioneros de guerra del bando vencido.

Podríamos consultar la prensa escrita para documentar estos hechos históricos, pero en este caso –cuando dos días antes, el 6 de febrero, las tropas tomaban Girona– todos los periódicos de la provincia quedaron paralizados, provocando que actualmente no encontremos noticias sobre estos hechos en ninguna hemeroteca. Por esta razón es tan necesario que volvamos con Martí. Con su historia, sus recuerdos, sus dudas, sus palabras, rememorados más de 70 años después de que hubieran ocurrido.

Joan Massot, junto a su hijo Matín en el campo.

Joan Massot, junto a su hijo Martí en el campo/Archivo familiar

La memoria de Martí
“Para que no pasaran por aquí y poder alargar resistencia tiraron el puente. Después tuvieron que llegar refuerzos de Verges o de Girona. Aquí [en Torroella, los nacionales] entraron con tanques italianos, unos tanques que parecían coches. Y llegaron hasta l’Estartit. Todo el mundo iba a verlos pasar por el Portal d’en Robert. Se apoderaron del Ayuntamiento de l’Estartit y luego del de Torroella. Yo veía cómo petaban las bombas. En el castillo tiraron pocas, pero tiraron. Incluso hoy deberían estar las marcas. Lo que pasa es que aquella piedra las hacía rebotar, no le hacían daño los impactos. En Torroella mucha gente se equivocó porque escaparon a la montaña. Alguien tenía una barraca, donde se escondieron. Pero fue allí donde los franquistas tiraron más bombas por si había soldados escondidos. De lo que más me acuerdo, todavía a veces lo pienso, es de ese muchacho que se llevaron herido, lo cargaron con la ambulancia. Y aguantaba, eh… Aguantaba… Y eso que tenía la bala aquí [se toca el pecho].”
Ese pasaje, sin duda, fue el más terrorífico recuerdo que Martí se llevó de la Guerra Civil. En la parte alta del Carrer Vermell, en el Portal d’en Robert, los rojos pusieron una ambulancia. Una tarde Martí compartía aventuras de niños con cinco chavales más de su misma edad, y se distraían mirando a quién curaban. De repente se quedaron estupefactos. En la ambulancia introdujeron a un hombre con una bala en el pecho. Y esos jóvenes de 14 años se quedaron quietos, atentos, paralizados. Por suerte pasó una mujer que se apresuró en decir: “¿Qué hacéis chavales? ¿No veis que os mandarán en las trincheras?” Tenían edad suficiente para luchar. Se miraron, y, sin decir nada, se fueron yendo, cada uno, para su casa. Y este episodio quedó grabado, hasta sus últimos días, en la memoria de Martí.

Durante 1939, Martí había tenido el «sant acudit«, la bendita ocurrencia, –lo recordará con una sonrisa en la cara– de construir un sistema de regadío en el huerto de su casa. El canal de agua le llegaba hasta las rodillas y ocupaba todo el lateral de una pared que iba desde el portal de la vivienda hasta el patio. Encima del riego, el joven puso una madera, uno de aquellos maderos anchos que tenían en can Massot. Y después –sin saber que eso le sería de tanta utilidad- volvió a cubrirlo con tierra. Como las gallinas se paseaban por encima con tranquilidad, quedó totalmente disimulado. Una buena mañana llegaron agentes de la Fiscalía. Buscaban un tal Joaquim Massot. El padre de Martí se llamaba Joan, pero a esas personas no les importó pasar también la revisión. “Miraré si ustedes también tienen productos para vender en el estraperlo”, dijeron. Sí, era el tiempo del estraperlo, de miseria y hambruna. Años más tarde, Martí todavía se reiría recordando como “esos señoritos que se creían tan inteligentes” no encontraron su escondite secreto. No encontraron nada. Y él, mientras tanto, acababa de salvar cinco sacos de patatas.

Una nueva decoración –por llamarla de alguna manera- ocupó muchas puertas, en muchas casas, de muchos pueblos de Catalunya: hojas de palma en forma de cruz ocuparon los accesos de innumerables viviendas. No importaba si en casa eras religioso o no, se trataba simplemente de decir “somos del régimen”. Si esa afección a los fascistas era cierta o no, no era lo más importante. Era, simplemente, la vida durante la posguerra. El miedo a la represión.

Porque con la entrada de los nacionales, llegó el pánico. El padre de Martí había tenido un pequeño cargo en el Ayuntamiento en tiempos de la Guerra Civil y en el Carrer Vermell (Calle Roja, como se llamaba a aquella vía) corría el rumor de que buscaban a dos personas para meterlas en prisión. Se decía que uno era Joan Massot porque había formado parte de una junta sindical “con los rojos”. La otra era una mujer “que hablaba demasiado”. Vivía unas casas arriba de casa de Martí y el chico la solía oír gritando “¡Qué lástima, haber perdido la guerra!”. “¡Que imbécil! ¿Cómo puede gritar eso?”, pensaba Martí. Cuando volvía del campo, aquel chico de casi 15 años tenía miedo. Su familia, también. Afortunadamente, ni su padre ni la vecina sufrieron represalias. Otros, en cambio, no tuvieron tanta suerte.

Durante un tiempo, se rumoreó que a Joan Massot, el padre de Martí, lo iban a encarcelar por haber formado parte de un sindicato

Pero los cambios no se terminaban aquí. “¡Faltaría más!”, comentará Martí siete décadas después. Algunos de los soldados dormían o comían en casa de los vecinos de Torroella. “¡La madre que los parió!”, solía decir siempre Martí una vez que el Franquismo comenzó a reblandecerse. En su casa tuvieron suerte con uno de esos incómodos inquilinos, pero mala suerte con otros dos. Cuando construyeron el nuevo puente, apareció por Torroella un batallón que hacía vida en la esquina de la Calle del Roser (paralela a la calle dónde vivían los Massot). Un día pasó un soldado y Martí bajó a abrir la puerta. “Hola, hola. Soy un soldado. Soy de Badalona. Venía a mirar si podía dormir en vuestra casa”. Martí buscó excusas. Él no quería soldados franquistas en casa. Pero el de Badalona le respondió: “Mirad, os diré una cosa, si no me queréis a mí, tendréis que tener a otro, porque hay otros con cargos que también pasarán a pediros alojamiento y a alguien habréis de acoger. Conmigo tendríais suerte porque yo soy panadero, soy el que hace el pan de los soldados, y no os faltará pan”. Y claro, una hogaza era un lujo entonces. Así con aquel panadero de Badalona les tocó cara y no cruz.

Pero más tarde el inquilino cambió. Y 74 años después, Martí todavía a veces lo maldecía. Fue un sargento quien ocupó una de las habitaciones de can Massot. Esto no hacía ninguna gracia a la familia. Además, este suboficial franquista poseía una de las dos únicas llaves de la casa. Al menos, no se quejaba si se encontraba su cámara limpia y la cama hecha. Solo era un chaval, pero Martí ya era consciente de que “los nacionales” no le hacían “ninguna gracia”.

Pero, pese a ese clima reinante de represión, los niños continuaban siendo niños. No pensaban todo el día en las consecuencias que podía conllevar todo lo que hacían. Un día, Martí lió una gorda. Se encontró a un chico que vivía a 20 ó 30 kilómetros de Torrella. El muchacho, después de hablar un rato, le preguntó si tenía una bicicleta que le pudiera dejar para ir a su casa el fin de semana. Y él, con su inocencia adolescente, dijo que sí. “¡Ese muchacho podía haber ido hacia Francia, con mi bicicleta!”, repasaría años más tarde Martí. Y eso, evidentemente, le hubiera traído muchos problemas para él y su familia. Ayudar a un republicano a huir del país era traicionar al nuevo régimen nacional-católico. Por suerte, una vez más, no pasó nada.
El final de la República

Pocos días antes de que alcanzaran Girona las tropas de Franco, la carretera que conducía hacia Figueres y los pasos fronterizos iba llena de gente, carros y algún vehículo a motor que intentaban escapar desesperadamente a Francia. Durante tres o cuatro días la carretera “era una caravana horrorosa de personas” condenadas al exilio, recuerdan los que, de niños, corrían a ver las largas colas que se producían.

Después de febrero de 1939, todos vieron cómo la mayoría de nombres de las calles cambiaban: se destruían muchas placas con nomenclaturas que no gustaban a los recién llegados, nombres que hacías alusión a Catalunya, a la democracia y a la libertad. La Ronda del Sindicat pasó a llamarse Plaza de España, el Carrer de Francesc Macià se rebautizó como Calle de Primo de Rivera y la Avinguda de la Repúblia tomó el nombre de Francisco Franco. Estos fueron algunos casos entre innumerables ejemplos.

Como la familia de Martí, muchos habitantes de Torroella de Montgrí se dedicaban a la agricultura, eran payeses. Tenían su huerto y podían comer lo que cultivaban. Esto, y el hecho de no dedicarse a la industria, hizo que tanto durante el tiempo de la guerra como la posguerra no les faltasen los alimentos básicos para poder sobrevivir. No pasó lo mismo en poblaciones cercanas como Palafrugell, Palamós o Sant Feliu de Guíxols, lugares más industrializados donde sus habitantes tenían que acercarse a pueblos con agricultura para comprar el género que los payeses daban por malo. Lo que sí que echaron en falta en Torroella fue el pan. Con las cartillas de racionamiento, la cantidad que tocaba por persona era poca y, además, eran hogazas negras o de maíz, según todos ellos, muy malas. El trigo se convirtió en el bien más preciado durante los primeros compases de la década del 40.

A partir de este momento, de la mano del gran cambio político y social que se produjo, aparecieron nuevas costumbres y obligaciones que se tenían que cumplir –no afines a una gran mayoría de la población– para no enfadar al poder: ir vestidos de la Falange en algunas fiestas, estudiar en castellano –quedando así prohibida su lengua, el catalán–, cantar el Cara el sol con el brazo alzado antes de empezar las clases en la escuela, o ver rebautizado el nombre de su calle, que cambiaba para alabar así una hazaña o a un militar franquista.

Esos once protagonistas reviven aún hoy las atrocidades de pasar una guerra y una posguerra, las barbaridades que se hicieron por parte de los dos bandos, la nostalgia por la República. Todos tienen en la cabeza a alguien que fue asesinado: un vecino, un amigo o un conocido. Algunos hubieron de sufrir la huida de familiares hacia el exilio y otros pasaron años pensando que su padre estaba muerto cuando, en realidad, había escapado a Francia. Todos coinciden en que estas vivencias los hicieron más fuertes, que ese daño fue duro superarlo, pero que aún así salieron de esa y ahora, al menos, lo pueden recordar. Eso sí, con tristeza y amargura evidentes.

Todos coinciden en que esas vivencias les hicieron más fuertes, pese a convivir con el dolor toda su vida

El miedo, la angustia y el nerviosismo de aquellos combates entre unos franquistas que avanzaban imparables y los pocos republicanos que se batían en retirada, aumentó en Torroella a partir del 8 de febrero –o día de la Liberación, como lo llamaron los nacionales– para los familiares de los exiliados. La pobreza, la escasez de pan, el contrabando, las cartillas de racionamiento y, sobre todo, la represión del nuevo régimen pasaron a formar parte del paisaje diario. Durante las cuatro décadas que duró la dictadura del general Franco, fueron constantes las celebraciones para conmemorar batallas o tomas de poblaciones donde los nacionales habían salido victoriosos. En Torroella, por ejemplo, cada año, hasta casi el final del Franquismo, el día 8 de febrero se celebraba un acto en la Plaça de la Vila en el que se leía el comunicado oficial de la toma (o “liberación”, según el régimen) de Torroella por parte del ejército sublevado. Ver de nuevo esas imágenes no deja de impactar, casi 40 años después. Para aquellos once niños, era un recordatorio constante del sufrimiento vivido durante las aciagas jornadas del invierno de 1939.

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Celebración fascista en Torroella de Montgrí/Autor desconocido

Por todos ellos. Para mí. Por ti
Durante septiembre del 2012 tuve la gran suerte de poder hablar con once protagonistas. Once personas de Torroella –entonces niños y niñas, como Martí– que se abrieron a mí para contarme cómo vivieron los últimos años de la República y los primeros del Franquismo. Y, después de escucharlos atentamente– y a menudo con la boca abierta- encontré bastantes puntos en común entre todas aquellas historias. Todos eran hijos de un tiempo tumultuoso. Volvamos al invierno de 1939, finales de enero, principios de febrero, para recordarlo en boca de Ramon Bombardó SabriàJoan Costa LlosCarmen Cristòfol FerrerJosep Geli VidalQuimeta Pujadas SabriàFrancisco Ramió BatallerCels Sais BallesterCarmen Solés DalmauLola Solés DalmauJoan Vilà Torrent y, el protagonista de esta historia, Martí Massot. 

El avance por el territorio catalán de las tropas franquistas y la ocupación de las villas y pueblos que se encontraban a su paso forma parte de nuestra historia reciente. La iniciativa desesperada del frente republicano para volar el puente de Torroella dio una singularidad a este hecho histórico local que no pasó desapercibido para sus habitantes, ni tan siquiera para –entonces– los más pequeños del pueblo.

Hoy ya no queda mucha gente que viviese las horas de miedo y angustia que precedieron al cambio político en esa vila del Baix Empordà. Los que entonces eran niños, ahora son –nuestros– abuelos y abuelas, ancianos que a menudo se emocionan con sus recuerdos sobre unos hechos que permiten ilustrar la memoria histórica de nuestro país, una memoria vestida de pequeños detalles y anécdotas vividas en primera persona. Todo ello –antes de que se pierda para siempre– sirve para que las generaciones posteriores podamos entender la realidad social y vital de algunos de los protagonistas involuntarios que actuaron en aquella trágica escena histórica en la que una república democrática se acabó convirtiendo en una dictadura de tintes fascistas. El escenario de estas historias fue Torroella de Montgrí, uno más entre tantos teatros en los que se representó aquella funesta función.

Esta fue la historia de Martí. Mi abuelo. Solo un ejemplo de lo que vivieron muchos niños durante esos tiempos. Porque, desgraciadamente, él ya no nos lo podrá volver a explicar, pero todavía hay muchos mayores que recuerdan cómo vivieron esos hechos pocos años después de haber nacido. Ha pasado mucho tiempo, tres cuartos de siglo, pero es cierto que esos momentos no se olvidan. Son pequeños detalles que han estado siempre en el fondo de su memoria. A todos ellos, les damos las gracias por explicarnos parte de su vida, por hacer patente todo eso que durante muchos días tuvieron que callar. Por hacer que la historia de un país no se quede enterrada para siempre. Porque los que vengan, también querrán saber qué pasó y cómo pasó. Y tu historia, abuelo, también es importante.

Para todos ellos, para mí, pero, sobre todo, por ti. Gracias.

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