Fotografía: Lorena Portero

Lunes. Las diez de la mañana, suena el despertador y maldigo mi existencia. El tibio vibrar del autobús al caer por la carretera de la Coruña. Voy al centro de Madrid sin mucho qué hacer. Comprarme unos libros, comer, una cita temprana. Una niebla matinal baña el tráfico y sus luces, las cuatro torres puntiagudas al fondo. Se sube una chica de pelo negro y pendientes de circunferencia, guapa, se sienta delante de mí. Las ínfimas posibilidades de esdrújulas entre ambos, verosímiles aunque improbables futuros, y no me decido a hablarla, ojalá compartiéramos soledades y misterio; hay bellezas que consumen. Es que en el autobús, a estas horas, o me pongo un poco poeta o me mareo. Me sucede lo mismo en los aviones.

Las aceras mojadas, un ciclista evaporándose. Un hombre de voz aflautada entra en una librería de la calle Fernando el Católico preguntando si tienen libros de relojería. Me quedo un poco desconcertado, escuchándole. De relojería, como si fueran bombas. Me llevo La náusea, por dos euros. Las terrazas de la glorieta de Quevedo, soleada y amplia, una pareja sentada que fuma bebiendo café. Las largas avenidas oliendo a fritos. Entro en Ábaco, buscando más libros de segunda mano, pero no encuentro lo que quiero. Cojo el metro a Gran Vía. Desciendo por ella, hasta Santo Domingo. En Libros Usados me sorprende la chica al decirme que sí, que tiene El gran bazar del ferrocarril, por fin. Pago nueve euros. Camino hasta la Plaza Mayor. En La Campana me pido un bocata de calamares y una cerveza, me sirven aceitunas. Escribo un rato. Cuando paso por delante de la Puerta del Sol, está Cristina Cifuentes haciéndose fotos con cualquiera que se lo pide. Hay mucha gente alrededor, esperando su momento. Los tiempos modernos han llevado el fenómeno fan demasiado lejos.

Calle Alcalá. Cuando estoy cerca de Cibeles me suena el teléfono. Es mi jefe del periódico, que me pide perdón por no hacerme ni caso y me da algunas explicaciones para que corrija el texto que le envié, y que lo haga más corto, antes de publicarlo. Cuando cuelgo, me para un promotor de esos que van por la calle, para tratar de hacerme socio de lo que sea. Le digo que yo trabajé de lo mismo hace años, y termino aclarándole unas cuantas cosas sobre la vida y ese trabajo, y le doy el nombre de mi blog y le digo que me lea. Se queda un poco extrañado, le palmeo la espalda y me marcho, sin saber siquiera de qué quería que me hiciera socio.

Me siento en un banco del Retiro, a ver las palomas, la arena y las hojas, la gente que corre, las chicas pasar, hacer algo de tiempo. Escucho inglés y francés por todas partes, estoy a gusto. Sopla una brisa cálida, cuando pierde fuerza vuelvo a ponerme el abrigo. Llega la chica con la que he quedado y vamos a una cafetería que hay cerca de la zona. Tomamos algo hablando de futuro, medicina, viajes y unas pocas cosas más. Se habla mucho del futuro últimamente.

Al llegar a casa, me cambio y salgo a correr con un amigo. Nos despistamos y corremos una hora, después de algunos meses sin hacer nada de deporte. Que yo no sé cómo nadie se despista de semejante manera. Corro tan despacio que mi amigo me demuestra que andando va más deprisa, me adelantan las señoras mayores.

Martes. Me levanto pronto, a las diez, con unas agujetas terribles. Paso la mañana escribiendo en casa. Me burlo de mi hermano pequeño porque se tiene que ir a clase. Me mira muy serio y me dice: “¿Y tú? Haz algo con tu vida”.

Ando pensando si escribir una novela o unos diarios. Casi siempre ando igual, queriendo escribir algo mejor y escribiendo mientras tanto bocetos de todo. Después de comer, me recoge un amigo para que le acompañe a comprarse ropa. En una de las tiendas, una dependienta alta y de pelo castaño y ojos verdes me gusta. Le digo a mi amigo que no para de mirarme

-Eso es porque tú no paras de mirarla a ella, y debe estar flipando.

Mi amigo se compra una sudadera color amarillo fosforito. Ella le atiende muy simpática y yo, que quiero pedirla el teléfono o invitarla a cenar, me quedo callado, sin decir nada, cobarde. Pienso volver otro día. La gente no hace esas cosas, me dice mi amigo. Pues deberíamos empezar a hacerlas.

Por la noche, después de cenar, veo con mi madre Vacaciones en Roma, y me enamoro locamente de Audrey Hepburn. Me he acordado que hice un graffiti una vez de su cara. Tenía dieciocho o diecinueve años y, después de pasar una semana con amigos en un apartamento en Gandía en el que había un cuadro con ella de medio perfil, fui unos días con mi abuela a Navaluenga (Ávila). Allí, mi hermano gemelo y yo pintamos con sprays en un puente que había cerca de la casa, y que tenía una de sus paredes, la más próxima al río, llena de firmas negras y borrones. Mi hermano dibujó la cara de Marilyn Monroe, yo la de Audrey Hepburn. Todo muy colorido. Y mi abuela encantada.

Miércoles. Ramón Lobo en la facultad de Ciencias de la Información, que sigue siendo un bloque gris. La sala azul está medio vacía y él bromea, dice que esto demuestra lo poco que interesa nuestro trabajo, “y eso que a esta hora ni siquiera existe la competencia de un partido de fútbol o de la peli porno del plus”. Las doce de la mañana o mediodía, fuera hace algo de frío. Con abrigo rojo que se quita al sentarse, camisa clara casi rosa, o rosada casi blanca, barba cana y calvo, de mofletes sonrojados, habla el veterano periodista conciso y con pasión por lo que hace y ha hecho; hombre viajado, vivido y leído que, si volviera a tener dieciocho años, dice a sus sesenta y uno, repetiría profesión. “No se me ocurre una mejor que esta”.

Una chica le mandó un mail hace poco, preguntándole qué opinaba sobre que se gastara algo más de dos mil euros en un máster de periodismo. A modo de respuesta, “le dije que cogiera ese dinero y se marchara a la India, a ver si conseguía estar allí seis meses y escribirlo”.

Se fue de joven a trabajar un aňo de camarero a Londres, donde hizo un buen amigo al que recuerda diciendo que la vida hay que revisarla cada cinco años, para ver cuánto hemos avanzado. Y Lobo avanzó desde entonces de un medio a otro hasta acabar en El País. Dice que lo bueno de ser corresponsal de guerra era que la gente pensaba que estaban locos, “y uno podía cagarse en la puta madre del jefe sin que le echaran”. Cuenta anécdotas suyas en El Congo, cuando se iban por las noches a cenar al único restaurante que había en la zona y que estaba lleno de putas, y de las rocambolescas maneras de informar desde allí para los reporteros de la zona; o en Kabul y el desconcierto ante las llamadas de algún jefe al que colgaba porque le pedía el enfoque que había dado otro medio. Reconoce haber tenido la suerte de vivir el final de una etapa dorada en la profesión, y recomienda con entusiasmo las películas Spotlight y Truth.

Las certezas, los hechos comprobados, son una especie de calmante para él, lo rotundo. “Pero todos creemos que tenemos profundamente razón y la razón es como la verdad, subjetiva. Yo tengo mi verdad, no la verdad. No creo tampoco en la objetividad, pues cada uno tiene detrás un ambiente, una familia, unos amigos, unas lecturas, etcétera, que condicionan. Creo en la honestidad”. Y habla de los otros, de las entrevistas; no puedes llegar a una entrevista totalmente preparado, dice. Al principio no sé cómo va a evolucionar, hacia dónde vamos a ir. Eso es lo bonito. Y hay que reconocer que una persona que piensa distinto a ti puede aportarte algo, puede reforzar tus propias ideas, darte otro punto de vista. Y nuestro trabajo es cuestionar las cosas, generar dudas”. Nos recuerda que los datos son importantes, pero que sin personas no hay historia.

Habla con descrédito hacia el poder y los políticos, con ciertos aires combativos, dureza o seguridad en sus palabras. “Me gusta decir que yo creo que todo es una mierda, pero que tengo esperanza”. Y dice que “el coraje es querer algo durante mucho tiempo y pelear por ello. Es un error que penséis que vais a salir de la carrera con trabajo fijo, tenéis que buscaros la vida. Para los anglosajones el fracaso no es un problema, simplemente es darse un poco más de tiempo para tener éxito. Tenemos que ser más audaces y equivocarnos, fracasar y levantarnos. Y cuando no sabemos algo hay que decirlo, reconocerlo, que no pasa nada, nadie puede saberlo todo. Yo soy periodista porque precisamente no sé nada, y pregunto”.

Critica la educación actual, por desactualizada, y dice que la gente ya no lee, que hay muy pocas personas que lean por lo menos un libro al mes, ni siquiera uno cortito. Y que en internet hay mucha basura pero también hay cosas que están muy bien, y “nuestro trabajo es buscar esas cosas que están muy bien. Tenemos que encontrar el modo de reconciliar a la gente con la lectura y el periodismo”.

No entiende esta trascendencia tan de moda de “qué será de mí dentro de unos años, si podemos morirnos antes. Y que tampoco nos importe demasiado el que nadie nos adelante con un Ferrari, porque nunca se sabe y quizás se estrelle en la siguiente curva”. Cita el poema Ítaca, de Cavafis. “Representa que todos vamos hacia Ítaca, que es la muerte, pensando que en Ítaca nos esperan innumerables tesoros. Cuando el tesoro es el viaje, la experiencia; lo bueno es el camino. En Ítaca no hay nada. Por cierto, id a la isla de Ítaca, vais a ver que de verdad no hay nada”, ríe.

Es fundamental tener sueños, dice, pero también hay que tener la inteligencia de saber cambiarlos. Si un sueño de pronto no es viable, hay que ir a por otro. Lo importante es soñar.

Jueves. He soñado que chocaba y le hacía un arañazo al coche. Por la mañana, he conducido escuchando la radio y aparcado de nuevo en ya mi vieja facultad. Eran las once, y en el salón de actos estrenaban una comedia romántica, Tenemos que hablar. La sala estaba a rebosar, hasta tal punto que he tenido que sentarme atrás del todo, donde no veía demasiado bien. La película ha sido aplaudida y reída por los estudiantes asistentes. Al terminar, han aparecido el director David Serrano, el coguionista Diego San José y el actor Hugo Silva; simpáticos los tres. De hecho, lo que me ha abochornado un poco han sido las preguntas que se les hacían, un tanto ridículas en su mayoría. Y sonaban ecos de risitas nerviosas e histéricas cada vez que Hugo Silva alzaba la voz. Ya digo, que el fenómeno fan ha ido demasiado lejos. Pero bueno, menos mal que no era el evento en la facultad de Periodismo. Ah, que sí. Por eso yo en estos casos prefiero no preguntar nada, para creerme mejor que el resto.

Al marcharme, he encontrado el coche arañado por detrás. Algún hijo de puta… Mi madre me ha regañado al llegar a casa. Le he dicho que la culpa no era mía, sino que, concretando, de algún hijo de puta. Me ha sorprendido el haberlo soñado, o algo parecido, no creo yo en estas cosas. He soñado demasiado en mi vida como para que se cumpla todo. Una lástima que al final no haya asistido Michelle Jenner al evento, la actriz protagonista. Han dicho que no se encontraba bien.

Vuelvo a salir a correr con mi amigo. Le digo que ha perdido facultades, antes todos mis escritos estaban llenos de frases suyas.

-Hace mucho que no dices nada que merezca la pena.

Viernes. Leer me es un placer, pienso. Como ir al cine o ver una película en casa. Como follar. Como salir a correr con un amigo. Como escuchar una buena canción. Como escribir un párrafo en el que parece que las letras brotaran solas y de forma hermosa e irremediable. Como besar. Leer me es un placer íntimo, como masturbarme. Y un placer compartido, como aquellas noches en el albergue de Budapest cuando nos leíamos borrachos novelas en voz alta para quedarnos dormidos. Leer me es un placer. Como tener una cita. Como salir a cenar. Como asistir a una fiesta. Como fumar un cigarrillo asomado a la ventana. Como viajar en tren; viajar, a secas. Como dormir. Como comer. Como dormir la siesta. Como beberme una cerveza. Leer me es un placer, como charlar en una terraza, como dormir en cama ajena. Acabo de terminar de leer un libro cuyas últimas líneas se suceden en una estación de tren, una mañana, con el joven protagonista a punto de partir, envuelto en dudas y sueños, deseoso de convertirse, algún día, en escritor. Y me duermo con su sonido del viento y los torpes rayos de sol en las primeras horas del día, viendo venir la locomotora, abrirse las puertas del vagón, deslizarse el horizonte, cerrar el libro. Leer me es un placer, pienso, no quiero que sea nada más.

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