Vivo en un país gobernado por un partido político al que van a imputar por delito fiscal. A todo el partido en su totalidad, no a alguno de sus dirigentes. Y siento vergüenza, mucha vergüenza. No solo por ver cómo 10 millones de personas le dieron mayoría absoluta a esos políticos, los del Partido Popular, cuando ya había indicios del tamaño de la catedral de Santiago de Compostela –la patria chica de Mariano Rajoy, el presidente de ese nido de corrupción llamado PP y, a la sazón, de todos los ciudadanos de este reino ibérico– de que la trama Gürtel había desfalcado los bolsillos de millones de españoles mientras financiaba con millones de euros los caprichos y lujos de una cohorte de ministros y diputados, alcaldes y concejales, tesoreros y gerentes, aduladores y palmeros, asesores y analistas… Además, con esa pasta el partido más votado por los españoles, previsor como pocos, remodelaba su cuartel general con la misma alegría con la que devolvía favores en forma de contratos públicos a todos esos empresarios que habían tenido el detalle de inyectarle al PP fuertes sumas de dinero. Al no poderse declarar por ser donativos irregulares, esos euros salían de la calle Génova cobijados en unos sobres que complementaban el esfuerzo de los altos cargos populares. Ya se sabe que toda recompensa es poca cuando se trabaja en el engrandecimiento de la patria: el botín que repartía Bárcenas todos los meses secaba el sudor de la frente del propio Rajoy, la firme Cospedal, el dicharachero Arenas o el implacable Acebes. Los cuatro niegan conocer más que de vista a Luis, el Cabrón. Habrá que creer a los aforados.

Pero mi vergüenza no se debe a compartir nacionalidad con estos sujetos. Ni siquiera a estar gobernado por ellos, pues ellos son los vencedores legítimos de las últimas elecciones celebradas al Parlamento de mi país y, también, de la Comunidad Autónoma y el municipio donde estoy empadronado. Lo que me avergüenza es que esos ladrones electos señalen con el dedo a los que alzamos la voz para protestar por una gestión digna del líder más mafioso de la Camorra. Me avergüenza que nos llamen ETA y antisistema; que nos lancen a sus antidisturbios cada vez que protestamos en la calle; que repartan a dedo carnés de demócrata cuando no han tenido memoria ni voluntad en 40 años para denunciar los crímenes de la dictadura de la que se declaran herederos con su silencio. Me avergüenza que se pasen por la entrepierna el Estado de Derecho con su Ley Mordaza al mismo tiempo que invocan a sus derechos como ciudadanos para evitar que un grupo de desahuciados les haga un escrache (no violento) por pura impotencia ante un Gobierno que rescata bancos para encarcelar las ilusiones de las personas.

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Me avergüenza su incomprensión calculada hacia la España que nos niegan, la plural y democrática; la de los poetas a los que no se les repara una gloria oscurecida por exilios y fusilamientos; hablo de ese país oculto que alberga naciones con lenguas y costumbres diferentes, que, de ser aceptadas y respetadas, compartidas y valoradas, aceptarían vivir en este tronco común sin lugar a dudas. Pero pretender eso es como pretender vaciar el mar con las manos ya que al otro lado de la línea telefónica dialogan unos tipos que humillan nuestra mediterraneidad plantando su racismo sobre esos muros mentales y físicos que han alzado para separarnos aún más de nuestros vecinos del sur. Me avergüenza que hayan reducido a Latinoamérica a mercado ideal para contratar en negro a tu chacha y pozo de petróleo por explotar, haciendo olvidar a esos incautos que siguen a pie juntillas sus soflamas que al otro lado del Charco tenemos más hermanos de lengua, sangre y relatos comunes de lo que podríamos llegar a soñar.

Ellos quieren que seamos Alemania y eso es lo que más me avergüenza porque es la más hipócrita de sus mentiras. Incluso más hipócrita que acudir a misa de domingo sin enterarse de que el Papa en ejercicio hace tiempo que les ha señalado con el dedo por corruptos y sinvergüenzas. Pero es que la comparación con Alemania cae por su propio peso porque, para empezar, los alemanes condenan el nazismo. En Alemania los clubes de fútbol no deben millonadas a Hacienda a cambio de adormecer al pueblo. En Alemania, quien se marcha a de fin de semana a Suiza para esconder sus ahorros duerme en la cárcel al cruzar la frontera de vuelta a casa. En Alemania los jóvenes no se van a España a buscarse la vida después de haber visto cómo su carrera universitaria o su experiencia laboral no sirven de nada: ocurre al revés y, aquí, las ministras de Trabajo convierten esa fuga de cerebros, talento e ilusiones en «espíritu aventurero». En Alemania –y no es ciencia ficción– una ministra dimite por haber copiado su tesis doctoral.

Hoy no se esperan dimisiones en Génova después de que el juez Ruz les vaya a imputar como partido. Ruz, si fuera alemán, sería un valiente. Le harían un biopic, igual que se lo hicieron a Bernstein y Woodward después de levantar el caso Watergate en el Washington Post. En España, Pablo Ruz es un juez estrella, un sicario de la oposición, una voz que hay que acallar igual que se acalló a Baltasar Garzón o Elpidio Silva. En Alemania el partido de la oposición no se callaría ante este despropósito. En España sí lo hará, pues bastante tiene Pedro Sánchez con esconder su porquería debajo de la alfombra de Ferraz, haciendo malabarismos verbales para explicar por qué no echa del partido a los imputados Chaves y Griñán con la misma contundencia con la que se cargó a la cúpula madrileña del PSOE. Y con todo este panorama solo te puede entrar la risa floja cuando escuchas a toda una vicepresidenta del Congreso regañar a un diputado por haber llamado «capo» al presidente del Gobierno. Tanto Candy Crush debe haberle dejado la vista cansada a Celia Villalobos. Si mirara con atención, vería que al lado de José María Aznar, en la presidencia de Honor del Partido Popular se sienta un tal Al Capone.

Al_Capone_in_Florida

Fotografías: WikiCommons

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El PP tiene unos 100.000 afiliados y algo más de 800.000 simpatizantes registrados, según la propia formación. Seguramente, muchos de ellos serán ciudadanos honestos, de los que pagan sus impuestos, cumplen escrupulosamente con Hacienda, ayudan a las ancianitas a cruzar la calle y no se dan a la fuga cuando un agente del orden les da el alto por infringir las normas de circulación. Si a esas características agregan el adjetivo ‘demócrata’, esta misma mañana deberían personarse en la sede más próxima del partido para devolver sus carnés. La política es un campo grande por el que trotar y el PP, un desierto donde no puede crecer nada honesto. Esta es la gota que colma el vaso. Sin embargo, eso no sucederá. Al menos, la deserción no será en masa por muy atractivo que parezca el discurso de Albert Rivera.

De entre el resto de votantes (9 millones) que apostaron por Rajoy en 2011, buena parte de ellos repetirá en 2015 (por muy atractivo que parezca el discurso de Albert Rivera). Pese a todo lo comentado. Pese a los recortes. Pese al IVA que estrangula nuestra cultura. Pese a los hospitales, colegios y juzgados que se caen a pedazos. Se llama olvido programado y, dependiendo de la información que se maneje, cinismo descarado. Como el de un político del PP de mi tierra, cargo público y con responsabilidades orgánicas en la estructura del partido desde su adolescencia, de los que saben, vamos, cómo funciona el juego de la política, al que un día oí comentar: «Oye, ¿qué fuerte esto de Bárcenas, no?» Acababan de salir en la prensa las primeras filtraciones de los papeles del ex tesorero. Pero la corrupción es como las meigas: haberla, hayla. En caso de formar parte del negocio, si la he visto o la he intuido, no me acuerdo. La primera norma del ‘club del sobre’ es que no existe el ‘club del sobre’. Cuando escuché la frase, la comida que acababa de compartir con el político y otros compañeros del oficio periodístico se convirtió en arcada. Como si toda esta caspa sobre los hombros del Partido Popular no se viera ya un lejano día de 2003, cuando corruptores y corrompidos acudieron de la mano al Monasterio de El Escorial para celebrar el casamiento de la hija de il padrino. Y es que toda buena peli de mafiosos debe comenzar con una boda por todo lo alto.

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