Me gusta fantasear. Uno de mis grandes defectos es que tengo una imaginación desbocada, pero oye, nadie es perfecto. El caso es que si voy caminando por la calle, o si estoy en una clase que me aburre (lo que sucede a menudo) o si simplemente dispongo de tiempo libre (lo que también ocurre a menudo, demasiado frecuentemente), mi mente, como si tuviera un piloto automático, desconecta de la realidad y se pone a inventar historias. A hollar terrenos vírgenes. Bonita metáfora, la de hollar. Terrenos vírgenes. Como si quedaran.

Pues eso. Que todo esto viene a cuento de que hay una calle en Sevilla cuyo nombre me enamoró desde el primer día que lo vi. Muro de los Navarros, se llama la calle. No tiene mucha historia la calle, la verdad. No es especialmente bonita, ni singularmente importante. Por no tener, no tiene casi ni tiendas, ni casas que destaquen por su arquitectura, ni nada de nada. Pero ese nombre…

A mí particularmente, ese nombre me evoca cosas. Me evoca una España antigua, medieval. Me evoca una Sevilla aún por conquistar. Una tierra dura y salvaje, mágica en su agonía, mágica en su nacimiento. Muro de los Navarros, no me digan que no, es un nombre para fantasear.

La calle se sitúa en la Puerta Osario, creo. O de la Carne, no estoy muy seguro. Tampoco importa eso mucho. A mí, desde el primer momento que pasé por ella, me inspira una cosa: un destacamento de soldados (de Navarra, cómo no) arracimados como la uva en torno a un muro, un lienzo de la antigua muralla árabe, socavando los cimientos, zapeando para derribarlo, mientras que desde arriba llueven flechas, tornillos y aceite hirviendo por parte de una turba de defensores sarracenos.

Además, la topografía de la calle ayuda a esta evocación. A cien metros del inicio de la vía, la calle dobla a la derecha, haciendo un recodo sombreado por edificios altos, de tres plantas, antiguos por cierto, que tienen toda la forma (y la altura) de un lienzo amurallado que se recoge en forma de cuenco para abrigar el asalto de unas decenas de navarros intrépidos. Y es que no puedo evitarlo: es pasar por allí, y acordarme de la calle, y venirme esa escena a la cabeza. Como si la estuviera viendo. Como si fuera capaz de teletransportarme al mil doscientos y pico, a la Sevilla mora asediada por las tropas de Fernando III de Castilla y León, y ver a esos navarros duros, altos, rubiascos y más bastos que un arado, soportando lo indecible bajo nubes de humo y montañas de escombros, dale que te pego, bum, bum, bum, al puto trozo de muralla, mientras a su alrededor todo eran voces, gritos, insultos en castellano antiguo, árabe, y un pandemónium de mil pares de cojones.

Lo mismo me pasa cuando, por algún casual, piso lo que hoy es el real de la feria de abril de Sevilla, y pienso que no muy lejos de allí, en Tablada, estuvo, hace 800 años, el real del ejército castellano, crisol hispánico donde se habló asturleonés, navarroaragonés, vasco, catalán, gallego, portugués y aquel dialecto castellano nacido en las montañas de Cantabria que, siglos después, sería la lengua más bonita del mundo, hablada en los cinco continentes. Real donde caballeros de medio pelo jugaban a ser señores y a ganar tierras y feudos, y Fernando el Santo bordaba el estandarte de la victoria en los ratos libres que le dejaba el ir a lancear moros a las afueras de la ciudadela amurallada.

Y algunas veces lo pienso. Tampoco es tan descabellado que esa calle se llame Muro de los Navarros por que allí, en la conquista, un grupo de locos y suicidas patxis, gorkas y fermines del más rancio abolengo de las campiñas de Tudela, decidieran jugarse los huevos y batir un muro para entrar en la ciudad sitiada ellos sólos antes que nadie, por que estaban hartos del calor del sur y querían volver rápido a Pamplona a correr toros en San Fermín y beber sangría lejos de aquella Sevilla calurosa e infernal. Quién sabe. ¿Por qué no? No sé la razón del nombre de esta calle, así que…

No estoy tan loco. Pudo pasar, ¿no? Así que, si alguna vez pasan por esta calle, acuérdense de mí, y de esto que les estoy contando. Al menos, se echarán unas risas y si tienen ganas, échenle imaginación. Los navarros estarán allí, agazapados tras los coches, y detrás de las puertas, escondidos. Esperando a que alguien los imagine una vez más, para salir, y volver a batir la muralla mora.

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