Al encenderse las antorchas de la taberna, surge de la penumbra al escenario y hace un gesto a los músicos. Las notas manan de los instrumentos y desde su garganta la poesía cobra vida. Los allí presentes se sienten transportar a una esfera radiante, en la que se elevan, saliendo de sí mismos. Los términos alancean las emociones creando una atmósfera de introspección colectiva.

Así la desnuda cada noche. De retales y brocados, que vuelve a coser con hilos de partitura y versos por aguja. La viste con óleos y lienzos. La desmonta y recompone hasta que encaja como una clave de bóveda. La adora y maldice. La persigue y seduce, o cae rendido a sus brazos cuando intenta huir de ella. Su Amada, y su Esposa.

Unas horas más tarde, regresa al valle, y contempla el horizonte, inmerso en la intensa oscuridad previa al amanecer. Se sienta a meditar. La retirada del mundanal ruido al encuentro de la esencia más pura. Ese manantial iridiscente que de alguna cueva interior brota cuando uno se halla en el lugar idóneo. Desde la soledad y la distancia. En silencio. Entre la calma nívea y el torrente primaveral, en este enclave pirenaico. Sus cánticos, cuando muere la noche estrellada, alcanzan la floresta envueltos por un ritmo primigenio. Sencillo y armónico, como los latidos.

Lechoski

El vino se funde en su sangre. Otra noche. La tinta que se desliza por el plumín, drenándole cada madrugada. La resma de papel reposa sobre el roble de la mesa. Una muralla de velas en semicírculo aporta luz a sus palabras. Sus dedos, con salpicaduras oscuras, surcan febriles los rectángulos de celulosa dejando tras de sí un reguero de arte. Antaño, en la Ciudad del Viento, hoy, en medio de la inmensidad, entregándose a las caricias de la brisa. Desde el asfalto a las verdes praderas. Desde el rap hasta el jazz. Desde la dentellada callejera al tacto del edelweiss. Desde la furia a la paz.

El trovador que esculpe, sublime, el mármol de la métrica. El espeleólogo de los abismos del alma. Rafael Lechowski. El mejor poeta de su generación. Cuya obra la estudiarán nuestros nietos en las escuelas. El correo del zar, entre molinos y campos de olivo, que trae el Mensaje desde los confines. El narrador más exacto de la desazón. El autor de “Larga brevedad”, un delicioso estallido sugestivo al pasar cada página.

“¿Para qué entregarse al arte? ¿Para después de polvo ser luz para los que aún son carne? ¿O es tal vez mi alma, que aterrada por la muerte se aprovecha de mi cuerpo para perpetuarse?”

Una mente diáfana y única. Un bocanada de impulso existencial. Un “alquimista mortal sin miedo a la muerte”. Un artesano de letras que en su alambique destila ese poderoso bálsamo administrado mediante estrofas. Un baluarte en el asedio del tedio cotidiano. Una cabaña de roca y madera lejos de todo. Un fuego en su interior, y frente a las llamas, absorto, un poeta.

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