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Una generación conoció a Johan Cruyff asomando la cabeza por el foso del banquillo. Los chándales verdosos de Charly Rexach y Tonny Bruins relucían a los costados de su gabardina, gris como el humo de los cigarrillos que el médico le hizo cambiar por chupa-chups. Más que un entrenador de fútbol, el holandés parecía un detective privado, un trasunto larguirucho del Pepe Carvalho de Vázquez Montalbán. Si Montalbán definió al Barça como el ejército desarmado de Catalunya, Cruyff armó de razones al club y a su afición para reescribir una vida abocada al naufragio. Johan trocó los fichajes millonarios por los canteranos, el victimismo por la confianza, los experimentos con gaseosa por una filosofía de juego ofensivo que se expandió desde el primer equipo hasta los más jóvenes de La Masia. Los llantos primaverales se convirtieron en borracheras de gloria cuando llegaba mayo a la Barcelona de los años olímpicos.

Otra generación reconoció en el Johan Cruyff entrenador la magia que le había acompañado en su carrera como jugador. Le hablaban a sus nietos, hijos y sobrinos de aquel tulipán volador que revolucionó el fútbol en la década de los setenta. Tras crecer al amparo del fútbol total de Marinus Michels, Cruyff le dio una vuelta de tuerca al concepto de falso nueve que había puesto en práctica Di Stéfano en el Real Madrid de los cincuenta. Cruyff no solo era el mejor regateador, también era omnipresente. Aparecía en una banda. O en la otra. O por el centro. Inclinando su cuerpo de junco, dejaba atrás a rivales con una superioridad innata. El exterior y el tacón podían ser tan letales como el interior de la bota si era Johan quien batía el cuero. Con esas bazas y rodeado de grandes compañeros capitaneó al Ajax para ganar tres veces seguidas la Copa de Europa. Sus cambios de ritmo se convirtieron en el mejor emblema de su juego junto a aquel gol acrobático e imposible que le marcó a Miguel Reina unos días antes de la Nochebuena de 1973, ya embutido en la camiseta del Barcelona.

La irrupción del cruyffismo supuso un terremoto sin precedentes en la industria del fútbol porque aquel paliducho de Ámsterdam era mucho más que un gran jugador. Antes de Cruyff, los futbolistas ya eran reclamos publicitarios, pero Johan, igual que Dalí, se convirtió en el mejor relaciones públicas de sí mismo. Combinaba su faceta de comerciante calvinista con una rebeldía propia de su época, la de Woodstock, los Beatles, el rock psicodélico, el mejor Kubrick y las melenas al viento. Inventó el marketing deportivo cuando firmó un gran contrato con Puma que le llevó a taparse una de las rayas de Adidas de la manga de la camiseta de la selección holandesa durante el Mundial’74, el que perdieron contra la Alemania de Beckenbauer en una final donde a él le dieron hasta en el carnet de identidad. El ‘14’ que lució Cruyff en el campeonato disputado en la Alemania capitalista pasó a ser un icono inmarcesible. Desde entonces, son los vencedores morales más famosos de la historia de este deporte. Era la gesta de un país pequeño, inexistente para el fútbol apenas quince años antes, que pateaba el tablero para decir: en este rectángulo todos atacan y todos defienden.

Johan Cruyff decidió jubilarse antes de llegar a los 50 cuando le despidieron del Barça. Su historia había sido tan brillante que a su vida profesional no le hacían falta más adornos después de la amargura en la que se sumió el club tras la final de Atenas, cuando le acusaron de querer convertir a su hijo en una estrella y a su yerno en el portero titular sin darse cuenta de que había dado la alternativa a una hornada de canteranos que se diluyó con la llegada de su archienemigo Van Gaal. La generación más reciente de futboleros lo recordará siempre en polo y pantalón corto, apoyado en un palo de golf y dictando sentencia cada vez que abría la boca, para escarnio de Núñez, Rosell o cualquier enemigo de su doctrina que osara descansar sus posaderas en el sillón presidencial del Barcelona. El holandés salía en las noticias del mediodía, soltaba su pulla e incendiaba el entorno. Muchos culés, al verle, aprovechaban para volver a Wembley y rebobinar una vez más el zapatazo de Koeman, guerrear con Stoichkov en busca del gol, balancearse entre quiebros de Romario, volar con los saltos de Bakero, seguirle la mirada a Laudrup mientras el pase iba para el lado contrario, disfrutar con el primer Guardiola o reír con un remate ortopédico de Salinas.

En Cruyff se concentra todo el abecedario barcelonista. Sin decir jamás en público una frase en catalán, nadie ha comprendido mejor la vida interior de los culés, el equilibrio que mantienen el fondo y la forma en Catalunya. Sus ocho temporadas en el banquillo blaugrana son una oda a lo simbólico para cambiar lo importante: el carácter de un club condenado a autodestruirse. Johan firmó el prólogo del relato que rige el fútbol español (y mundial) en nuestros días. Rijkaard, Guardiola, Tito Vilanova o Luis Enrique (todos deudores de Cruyff en algún momento de sus vidas) se han encargado de actualizarlo. El 0-5 en el Bernabéu como jugador y el 5-0 en el Camp Nou como entrenador, las ligas ganadas en el último aliento con la ayuda del Tenerife y al penalti fallado por Djukic, el gol de Bakero contra el Kaiserlautern, la «gallina de piel» y el «salid y disfrutad», la final de Wembley o la fe por el 3-4-3 son las fotos que más relucen en un álbum donde se guarda la sabiduría de Johan, el tipo que primero convenció al Barça de que podía reinar para edificar tranquilo los pilares de un imperio futbolístico que le llora desde hoy. Acaba de morir el padre de la patria, el genio que inventó el Barça.

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