Fotografías: Lorena Portero

Es sábado. Tengo un amigo que se llama Rubén y va a ver el fútbol esta tarde al Santiago Bernabéu, y encima es negro. Nos cuenta que hay más policía que nunca, y que le han cacheado ya dos veces y todavía no ha podido entrar al estadio. Que o le detienen o le cae una bomba junto a los demás, pero algo se lleva seguro, que hasta otro amigo le dice: «Macho, es que tú también, qué manera de jugarte la vida. Con estado de alerta 4 por los atentados y te vas al fútbol. Por lo menos dile a alguna chavala que el final está cerca, a ver si tienes suerte y te cae una paja en los baños». Yo me despido de mis padres en el salón de casa y les digo que no veré el partido, que tengo que cubrir el Festival Eñe de literatura por segundo día consecutivo, mientras ellos comen pipas de calabaza, hojean los periódicos y miran la televisión.

No tengo muy claro qué estoy haciendo. Tengo algo de resaca, y preferiría quedarme en el sofá con ellos. Son las cinco y pico de la tarde y creo que mis dos hermanos siguen durmiendo, como mandan los cánones. En mi casa siempre se han respetado mucho los horarios de cada uno en el dormir. Lo único bueno de que jueguen el Real Madrid y el Barcelona es que la carretera de A Coruña está despejada. Pero la Gran Vía es un infierno, y tardo casi una hora en aparcar. Voy dando vueltas con el coche de un lado a otro, y esquivo a unos gorrillas en el Templo de Debod. No soporto a los gorrillas. Encuentro hueco en una bocacalle de Callao. Ante mi estupor, hay tanta gente andando por el centro de la ciudad que sospecho haber dejado de mover las piernas y ya ser llevado en volandas, arrastrado por la inercia y los demás.

Camino en dirección al Círculo de Bellas Artes pensando en mis manos, en las manos en general. De qué modo son importantes las manos para un escritor. Por lo visto Dostoievski le dictó su novela El jugador en una semana a una secretaria, que terminaría convirtiéndose en su mujer, pero salvando excepciones a un escritor le son bastante indispensables las manos… y es que el viernes por la noche mis amigos y yo habíamos estado hablando de manos a altas horas de la madrugada. Ahora, aquí andando, yendo a ver hablar a tipos que viven de sus manos, analizando lo sucedido anoche, y mirándome las mías propias, me acuerdo de un breve artículo que escribí sobre mis manos en mi blog hará un año:

«Me considero hombre de manos provechosas, aunque discretas. Son de esas manos que pasan por la vida sin llamar mucho la atención, elegantemente, lo cual me llena de orgullo. Tengo en el dedo corazón de la derecha una suerte de ampolla, por culpa de escribir, desde que fuera un niño. Me lo tomo como un gaje del oficio. Hemingway tendría el bigote y luego la barba; yo, mi ampolla. Cortázar tendría el cigarro, el puro o su pipa; yo, mi ampolla.

Las manos, digo, a veces me las han calificado como «pequeñas» o incluso «de mujer», y cada cosa me ha hecho sentir más seguro respecto a ellas, por poder contar con tales atributos distinguidos, que en el fondo yo considero muy normales. Lo que más me halagó fue una vez que alguien me dijo que parecían manos «de no haber trabajado nunca». Pero sin duda nuestra relación no siempre ha sido de caminos fáciles, y toda la magia pudo haberse roto hace algún tiempo, cuando una chica, entre alguna caricia desafortunada, se percató de su presencia y las miró de reojo. Dijo: «Ah, pero que manos tan graciosas…».

Dejo de mirarme las manos y cruzo algún paso de cebra tratando de acertar con el color de los semáforos. Se mueven despacio los viejos edificios, las aceras sucias, los seísmos en la sangre. Esto de los seísmos en la sangre se lo he copiado a alguien y he olvidado a quién. El azul del cielo es casi negro y no como ayer, y los huesos míos son de porcelana y me avisan del frío tremendo que hace. La luz de una farola se refleja mal reflejada e ilumina las baldosas grises del suelo y no a la chica que fuma junto a una pared, como debiera. Lleva un gorro de lana, ella. Y me hace sentir bien, verla así. Tan tranquila. Su pelo cae como una cascada otoñal y hasta su propio final, como caemos todos. Me dan ganas de acercarme y pedirle un cigarrillo. Hay ruido. Es el sonido de la gente a nuestro alrededor. ¿Pero es que nadie está viendo el fútbol? Me acerco del todo a la esquina de esa calle que recoge la misma librería Antonio Machado en la que estuve hace tan solo unas horas. Hace tanto frío que Lorena me espera dentro. El invierno se nos ha echado encima otra vez y sin avisar siquiera. Busquen mantas, películas, bolsas de palomitas y café caliente, unas buenas zapatillas de andar por casa y sobre todo compañía, a ellas o ellos, y que los meses de frío que vienen los pille confesados.

Parece ser que, desde ayer, Manuel Rivas sigue dirigiendo el evento. Sale de cuando en vez al escenario a decir algo, como si fuera un breve recuerdo de otros años, una aparición. Me había dicho mi hermano que había estado leyendo una vieja entrevista a Manuel Rivas, y que tendríamos que mudarnos con cierta urgencia a Galicia, para dedicarnos a escribir y tener un huerto. Decía Paul Theroux que, desde pequeňo, se le había metido en la cabeza que los mejores escritores eran héroes sumamente defectuosos. Me parece esto algo bonito que recordar antes de ponerme a escribir sobre algo tan relacionado con la literatura y con los propios escritores.

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Tres señores mayores entran al Teatro Fernando de Rojas con pasos tibios. Alguno es más mayor que otro. Pelos y barbas blancos, blancas. Ropa cómoda. Ocupo un asiento discreto, sospecho que el mismo que el día anterior. Lorena ha vuelto a desaparecer, se ha ido a hacer las fotos. Como, cuando apagan las luces, no veo suficiente para escribir con mi boli y mi cuaderno, por no decir que no veo nada, saco el móvil y tomo en él algunas notas.

–¿Qué significará diálogo intrépido? –pregunta Juan Cruz.

–Que pasas a los hechos rápidamente –dice José Luis Cuerda.

–Pues lo que tenemos aquí por el momento –apunta Julio Llamazares.

–¿Tú eres novelista o poeta? –pregunta el periodista de El País, que ejerce un poco de moderador entre el escritor y el cineasta.

–Depende de los días –responde Llamazares.

–Él iba para cura y se cambió.

–No compares.

–¿Se quita uno de cura?

–No, es como de poeta.

–Yo llevo predicando ni se sabe –dice Cuerda. Y cuenta una historia de cuando hubieron de ponerle un micrófono al cardenal Marcelo González, y el técnico de sonido de su equipo se ofreció para ponérselo por debajo de la sotana. Con cada cosa que dice Cuerda el público se ríe, y el director de cine se alarga y se alarga hablando, pero resulta de lo más divertido, y agradable, escucharle.

–¿Cómo será el concepto del tiempo que tienen los cardenales? –pregunta Juan Cruz.

–¿Me preguntas a mí? –dice Llamazares– Estaba acordándome de una anécdota de Federico Muelas, poeta, que parece ser que cuando empezaba a hablar se eternizaba y era muy pesado y…

–¿Y por qué te sugiero yo eso? –suelta Cuerda riéndose.

–Y recitaba un poema suyo que era: “En el portal de Belén/ habla Federico Muelas/ Cuando Federico acaba/ los pastores son abuelas». Y así no te respondo a lo de los cardenales –le dice a Juan Cruz–. Yo, cuando venía para acá, pensaba cómo conocí a José Luis Cuerda. Él no se acuerda, y yo tampoco. Fue en un sitio muy bonito y situación disparatada. En 1983, una víspera de San Juan, yo colaboraba, recién llegado a Madrid, en diversos sitios, y en una revista que se llamaba Tele-Radio. Me propuse hacer un reportaje en Soria sobre el paso del fuego, porque era 23 de junio, y en un pueblo de allí sabía que caminaban sobre las brasas. Fui con un fotógrafo, y por entonces no había internet. Era junio, estaba todo muy verde. Vimos que había un rodaje. Estaban todos los grandes del cine de entonces, con sombrilla. Estaban todos por allí, ociosos. Y el fotógrafo conocía a la mayoría. Y, al productor, le digo: “¿Y de qué va la película?”. Y me mira fijamente y me dice: “¿Ves ese pueblo de ahí?, eso es Londres después de la explosión nuclear”. Y no volví a preguntar más. La película era Total. Dicen los críticos que es la película de Cuerda que daría lugar a Amanece, que no es poco. Y justo ese día te conocí a ti y descubrí a Avelino Hernández, porque me había comprado un libro suyo, Donde la Vieja Castilla se acaba. Y llegamos el fotógrafo y yo a San Pedro Manrique a media tarde. Fue entonces cuando llegué al primer pueblo abandonado que veía en mi vida. Y de todo aquello nacería Lluvia amarilla [la novela que publicó Llamazares en 1988].

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–Le tengo que agradecer que se ha enrollado tanto como yo –dice Cuerda–, así que ya no quedo mal. Pero ahora me toca a mí. Quiero hablar de Total. Yo ya había hecho Pares y nones

–¿Pares y nones? –pregunta Juan Cruz.

–Sí, no te pongas picajoso. Yo siempre lo que escribía eran cosas muy sesudas, dramones y eso. Comedias y esas mierdas, no. Y me dicen: “No, haz algo de risa”, y me dio una depresión instantánea. Paré el coche en la Casa de Campo y, voy a confesar una cosa íntima, porque estamos en confianza, me pegué una llantina… Acababa de nacer mi hija, tenía que trabajar y se me juntó todo, y me eché a llorar. Y pensé, bueno, voy a escribir con mi humor. Total, que escribo Total, para televisión. Y me entero que va a ir al festival de Montecarlo. Pero uno de los críticos más importantes que había en este país, llamado Ángel, me hizo una crítica devastadora de la película. Y entonces yo dije que no la llevaran al festival, que ya había sido vista en TV y Ángel me había dado un palo y tal. Y la llevan a Montecarlo y le dan el premio de la crítica y el premio del jurado… –Y Cuerda cambia de tema– Me han pedido ahora que vaya yo a dar una clase de cine a los chicos de una universidad; pero ¿qué quieren que les enseñe?, eso está en los libros. Es como si te digo yo a ti cómo escribir

–Me lo dices –contesta Llamazares con gracia.

–Ah, bueno, quería contar otra cosa. Que una vez llego a El Corte Inglés, y pregunto si tienen Si amaestras una cabra, llevas mucho adelantado. Sí, me dice el dependiente… ¡Si este libro es usted quien lo ha escrito!. ¿Y dónde lo tenéis?, pregunto. En economía. Pero, ¿por qué en economía?, ahí no lo busca ni dios, digo. Póngalo en una estantería diferente. ¿Dónde?. No sé, invente una nueva. ¿Y cómo la llamo?. Que se llame ‘Cosicas’. ¿Y qué más pongo al lado?. No lo sé, una Biblia, por ejemplo.

–Este se piensa que le pagan por palabras… –dice Juan Cruz.

–Ah, ¿y no?

Martínez Carrión –dice Llamazares– me contaba que, cuando era un joven poeta, fue a ver a Josep Pla, a enseñarle sus poemas. Y Pla le miró de arriba abajo y le dijo: “¿Cómo se puede ser tan decadente siendo de Albacete?”. Y yo la pregunta que te hago –dice mirando a Cuerda– es, ¿cómo se puede hacer ese cine que tú haces siendo de Albacete?

–Mirad, os voy a contar el primer recuerdo que tengo de mi vida: mi padre me coge en brazos a las ocho de la mañana, y a mi hermano de la mano. Él tenía seis y yo tres años, y nos lleva al dormitorio donde acababa de parir mi madre. Y estaba la comadrona lavando a mi hermana recién nacida, y aparece mi abuela Filomena y dice: “¡Tan pequeňa y con almorranas!”. El primer desnudo de mujer que yo vi en mi vida fue el de mi abuela Filomena, y era una desorganización aquello, que yo no sabía por dónde iba cada cosa… Y de qué voy a escribir, si tuve un amanecer tan traumático –dice el director, guionista y productor de cine. Todo el público se ríe. Se ríe constantemente–. Hay un libro que se llama La miel. Yo toda mi vida he querido adaptarlo al cine, porque considero que ahí hay una película. Pero tu novela nunca he podido, no podría, yo no sabría hacer tu lenguaje en cine.

–Sabéis –explica Llamazares– que están desapareciendo las abejas, y por lo visto si desaparecen las abejas desaparece el mundo, porque son las que polinizan las flores… Y hay en eso una metáfora, porque los yihadistas, Artur Mas, etcétera, somos todos una tontería comparado con que las abejas polinicen las flores.

Juan Cruz interviene:

–Tengo que darte una mala noticia. Me están enseñando que nos quedan solo cinco minutos. ¿A ti también te lo enseñan por detrás de mí? –El público se ríe y dice Cuerda amenazando en tono burlón: “A que seguimos”. Y sigue el manchego:

–Bueno, yo lo que sé es que el cine no es posible hacerlo con lo primero que te sale. Tienes que decirle al cámara donde pone la cámara y tantas cosas más. Es víctima lo que estás escribiendo de lo que vas a rodar. No existe el cine surrealista igual que no existe el arte abstracto. Es figurativo, no arte abstracto, porque son figuras lo que hay. Y digo yo, ¿dónde está la abstracción? Confundimos cultura con producción cultural. Piensan que somos tontos y desean que seamos más tontos todavía. ¿Existe animal más estúpido que el mil millonario? No, porque se va a morir, y el dinero que él se ha esforzado en robar seguirá ahí, el gilipollas…

–Julio, ¿calificarías esos textos tuyos de autobiográficos? –pregunta Juan Cruz al periodista y escritor.

–Es que todo es autobiográfico, aunque no cuente tu vida, porque refleja tu alma, tu pensamiento. Toda obra es autobiográfica aunque no tenga nada que ver con la vida del autor.

–Lo quieras o no lo quieras –dice Cuerda.

–Lo sepas o no lo sepas.

–¿Y qué piensas de la letra eñe? –inquiere Juan Cruz.

–La eñe es una letra simpática que no se ha metido con nadie. Y como es una minoría hay que protegerla –dice Llamazares.

–¿Y tú qué opinas de la eñe? –dice mirando a Cuerda.

–Pues yo creo que el mundo va muy mal.

Durante la conversación de los tres, una señora, sentada detrás de mí, me había regañado por estar escribiendo en mi móvil, pues la luz de la pantalla le molestaba. Al decirme eso, he bajado el móvil hasta mis rodillas y he seguido apuntando algunas cosas. Cuando termina la ponencia, alguien me toca el hombro. Me giro. Es la señora, muy enfadada. Me empieza a regañar un poco y un poco más, y me monta un pollo tal que no sé ni dónde meterme, e intento enseñar mi pase de prensa con disimulo por si eso calmara las cosas. Me dice que no quería molestarme ella a mí como yo a ella, pero que cuando me ha llamado la atención ha sido para que apagara el móvil de una vez, y no para que lo bajara un poco y siguiera incordiando. Que es una falta de respeto, que es muy incómodo, etcétera. Voy asintiendo con la cabeza a todo lo que me dice, tampoco sé muy bien qué responder. Si sé que tiene razón, a mí también me molesta cuando alguien en el cine saca el móvil y se pone a hablar por WhatsApp. Pero hay un momento que sopeso si me conviene enzarzarme en una trifulca opulenta, una en que varios hombres de seguridad tuvieran que separarnos, donde se lanzaran sillas y cócteles molotov, improperios de todo tipo y más de una mujer mayor se llevara un disgusto con mano en la frente y posterior desmayo. Pero digo que perdón, perdón, y huyo como un cobarde.

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Salgo de la sala y voy al cuarto de baño y me miro en el espejo. Me peino un poco. Me palpo la barbilla. Me vuelvo a peinar. Estoy bastante guapete, pienso. Me paseo entre los puestos de libros del centro, busco a la azafata que me gusta para tratar de hablar con ella pero no la veo, y vuelvo dentro con Lorena. El Roto, Manuel Vicent y Ángel S. Harguindey, toman asiento.

–Los dos son los lúcidos cronistas de la Transición, Manuel con sus novelas y columnas, y Andrés (El Roto) con sus viñetas satíricas. Manuel, ¿qué opinas de Andrés y de su obra?

–A mí siempre me preguntan, ¿y cómo es El Roto en la vida real? Y yo digo que es un tío normal, que va al mercado, que trabaja, que se toma a lo mejor una cerveza por la tarde. La gente se ríe de una forma distinta cada cuatro o cinco años, el humor cambia, y nosotros nos hicimos amigos hace muchos años porque nos reuníamos los jueves en un sótano, y allí yo coincidía con Andrés, con Chumy Chúmez, con Forges, y elaborábamos el periódico Hermano Lobo. Hermano Lobo se hacía en el sótano de Triunfo. En Triunfo estaba la ortodoxia, y abajo en el sótano era el jolgorio, era la anarquía, no nos tomaban en cuenta, pero lo pasábamos bien. Entonces él firmaba de otra manera, y hacía dibujos metafísicos, no tenían letra, y de hecho, él tampoco hablaba casi nada en esas reuniones con Forges y otros que solían ser muy alborotadas. Tenía por entonces la costumbre de pintar una mierda en muchos de sus dibujos. En Valencia, alguien del público, le preguntó por qué dibujaba tantas mierdas, y la primera vez que habló dijo: “Porque hoy la mierda es una forma de comunicación social”. Y ya no habló más. Después hemos coincidido mucho. Lo milagroso de este hombre es que nunca falla. Todos los artistas tienen horas bajas, pero el hecho de que este seňor todos los días le dé al pato, eso es para mí imposible y es lo que es para mí este seňor.

–Evidentemente se trata de un buen amigo –dice Andrés, El Roto–. Y es verdad que hemos coincidido desde hace muchísimo tiempo. Siempre a la vanguardia de la poca vanguardia que hay aquí, porque no es que esto sea una revolución continua. Es verdad que hablaba poco, y ahora hablo porque me toca estar aquí, pero prefiero mantenerme en silencio. Manolo conoce el valor de las palabras, y su lenguaje es muy sintético, y ahí podemos coincidir, en la necesidad de síntesis; no está el tiempo como para malgastarlo en palabrería. Sino que cada palabra tiene su significado. Y ese admirable trabajo de orfebrería que él realiza es algo que valoro enormemente. Soy un lector apasionado, pero me gusta que cuando leo algo me digan cosas que me interesen, y con los textos de Manolo siempre me pasa. Y ya basta de esta batalla de las flores, ¿no? Mira, yo pensaba cómo haría una viñeta en la que dibujara a Manuel Vicent. Le dibujaría en un barco, un barco hundiéndose, pero que fuese el mar el que estuviera torcido y así el barco pareciera recto. Y le dibujaría hablando con un filósofo. Y Manolo diciendo: “Oye tío, que esto se hunde”. Y respondiendo el filósofo: “Tranquilo, que el que está torcido es el mar, no nosotros”. En aquella época de la que hablabas, Chumy Chúmez y Forges tenían sus roces, por decirlo suavemente. Me acuerdo que Chumy Chúmez pidió una vez para comer una ensalada de endivias. Y Forges le dijo: “¿Y eso qué es?”. Y Chumy Chúmez le respondió: “Endivias es lo que tú me tienes a mí”.

–En aquellos años –dice Manuel Vicent– el lector sabía leer entre líneas, en el lector encontrabas complicidad. En el periódico Madrid se escribía sobre política exterior pero tratando lo interior. La crónica deportiva siempre tenía una connotación política. De hecho, el lector del Madrid sabía que cuando hablabas mal de Bernabéu, se estaba hablando mal de Franco. Todo tenía ese componente del ratón y el gato. Era muy fácil y muy cómodo escribir, porque la idea de comprar el periódico y llevarlo bajo el brazo era ya de por sí un tic de distinción ideológica.

–Yo hasta ahora no sabía por qué dibujaba sin palabras. Y me estoy dando cuenta que era porque no se podían utilizar las palabras correctamente. Y claro, por eso yo no hablaba, porque según parece – dice El Roto riéndose– en las conversaciones de entonces no hablabais claramente, y así he entendido un poco mi condición anterior. Quiero aclarar que Manolo y yo nos hemos repartido un poco el tiempo aquí y así el otro va pensando lo que dice mientras tanto. (…) Si uso la crueldad o cierta dureza en mis dibujos, es para mostrar lo duro de lo que está pasando, pero no para mostrar al lector algo morboso.

–Coincidís también en la antitauromaquia, hicisteis un libro juntos –dice el moderador.

–Yo nunca me he sentido ilustrador –dice El Roto mirando a Vicent–, no me gusta ilustrar. Pero trabajando tus textos es lo mejor que he podido hacer en la ilustración, porque partía de una materia prima que me gustaba mucho. Y luego hicimos esa antitauromaquia que pasó sin pena ni gloria, y pensamos que los taurinos habían comprado la edición y la habían hecho desaparecer, porque solo se vendieron cien ejemplares, un horror.

–Si ponéis un puesto en Tordesillas, os forráis.

–Tendríamos que hacerlo –dice Vicent riendo. Y cambia de tema– Hace cuarenta años murió aquél.

–No me señales –dice El Roto.

–Señalo arriba, aunque no sé si debería señalar abajo. Era una época divertida, porque al final del franquismo la gente hacía lo que fuera por luchar contra la dictadura. Nosotros no creo que lucháramos contra eso, luchábamos por ser felices, por un país moderno. (…) Los cobardes son al final los que se reproducen. Nosotros estamos aquí porque nuestros tatarabuelos no fueron héroes y no murieron, fueron los cobardes.

–Pero ahora mueren los que están atrás. Ahora parece que haya que ir al frente para no morir. Y eso hay que revisarlo. Si no, tendremos que ir al frente antes de que nos maten.

–De todas formas, la dialéctica de arma contra arma ha ido pasando de una a otra hasta la bomba nuclear. Pero al final de la escalada se ha presentado el suicida con un chaleco explosivo, y contra eso no hay nada más que el olfato de los perros. Los perros son unos héroes, unos protagonistas, tal como estamos…

–Estamos rodeados de artilugios de todo tipo, de vigilancia; entonces, rodeados de todos estos artefactos tecnológicos, resulta que al final dependemos de un perro, de que ese perro acierte. Siempre que tenemos una conversación Manuel y yo tenemos la diferencia de que yo soy un paranoico y él es un realista.

–A mí lo que me conmueve –dice Vicent– es el contraste entre la poesía y la maldad, la belleza y la destrucción… Porque yo alcancé el uso de razón en unos balnearios bombardeados, absolutamente derruidos, y rebuscando entre esos escombros había mosaicos de delfines y columnas de Italia. El otro día me enteré que un escarabajo pelotero, para llegar a donde él quiere llegar, de noche se orienta por la Vía Láctea. Andrés tiene un talento deductivo del universo de las ideas, yo soy inductivo, yo me fijo en las pequeňas cosas y de ahí saco conclusiones generales.

–Y nos encontramos en el punto intermedio. Manolo, cuenta tu teoría de los dedos.

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–Yo creo que la inteligencia del ser humano nació del dedo gordo. Empezó a jugar con un palo, con una piedra, y después de un millón de años de jugar con un palo, insertó el principio de causalidad del dedo al cerebro, y una vez en el cerebro la inteligencia ha dado una ráfaga hasta llegar a Marte, a la materia oscura, a la física cuántica. Ahora bien, la inteligencia ha dado como una vuelta al universo y ha vuelto al dedo, hasta que hoy ya el pensamiento es digital. Se piensa con los dedos, está desconectado el pensamiento de los dedos. Yo no conozco a nadie que no tenga complejo de inferioridad con respecto a su ordenador. La filosofía del futuro es el libro de instrucciones. Estamos continuamente aprendiendo a desentrañar los cacharros, y eso es un camino infinito, siempre vamos detrás del cacharro. Los dedos ya no alcanzan a ese ordenador último. Stephen Hawking ha dicho que dentro de poco el ordenador será más listo que nosotros. Y nosotros estaremos pendientes del libro de instrucciones que será la filosofía moderna.

–Yo tengo una dificultad con estas nuevas tecnologías, quizás por una voluntad hacia los territorios más humanos. Tenemos una recurrente conversación de si va a desaparecer o no el papel definitivamente. Yo sostengo que la desaparición del aspecto físico del papel es una pérdida muy importante. Es una cosa que me tiene perplejo. La permanencia de lo escrito físicamente, su desaparición, si se da, será una catástrofe de gran envergadura.

–La ley del mínimo esfuerzo. La comodidad… Mientras el libro sea más cómodo que la tableta permanecerá. Pero cuando la tableta sea más cómoda…

–Para mí, internet es poco fiable, y estamos en un momento de fragilidad que necesitamos un poco de formas más estables, para que nuestra vida y nuestra sociedad sea a su vez más estable.

Como falta media hora para que dé comienzo la última conversación que vamos a ver, Lorena y yo paseamos por el centro del salón de baile convertido en librería, escenario y bar, todo mezclado, y hablamos de libros y de fotos y Lorena me señala al fotógrafo Chema Madoz, que ha aparecido entre los asistentes y habla en un grupo reducido. Me cuenta que le tuvo como profesor, y habla muy bien de él. Yo no me le imaginaba tan joven. Le creía un anciano, no sé por qué. Y un chaval de pronto, creo que también fotógrafo, se acerca a Lorena porque la reconoce de otro evento o no sé de qué, y les dejo hablando y me pongo a ver uno de los libros que se venden de Chema Madoz. Y miro su libro y le miro a él, y miro su libro. Y sigo mirando algunos otros libros, y lamento que Joaquín Sabina al final no haya podido asistir a hablar en el festival. En el escenario del fondo están representando una obra de teatro dos actrices en túnica blanca y un tipo con mucha barba, vestido de igual modo. Hay mucha gente sentada viéndoles, y me acerco un poco y vuelvo a la zona de los libros y doy vueltas de un lado a otro. Además, me muevo poniendo morritos, retocándome el flequillo y levantando los hombros con pose torera, fingiendo leer títulos dificilísimos y acariciándome el mentón, dando por hecho que la azafata de pelo negro me está mirando, cuando ni siquiera tengo muy claro dónde está o si es que sigue por aquí. De hecho, hace un largo rato que no la veo por ninguna parte.

Benjamín Prado y Jordi Soler toman asiento en los dos sofás del escenario del Fernando de Rojas. Yo me vuelvo a sentar en la última fila. Su conversación se llama “España y Cataluña: un encuentro excéntrico”. Lorena me dice que ella hace algunas fotos y se va, así que nos despedimos.

–Espero que esto sea un diálogo –dice Benjamín–. Porque vengo del Santiago Bernabéu y aquello era un monólogo.

Claro, viene de ver el partido, que ya ha terminado. Y es que son las nueve y media de la noche y ni me he dado cuenta.

Benjamín Prado vive en Madrid. Jordi Soler nació en Veracruz, México, y considera que haber nacido allí, pero ser hijo de una familia que fue expulsada de Barcelona después de la Guerra Civil, y que después volvió a Barcelona, “es una excentricidad de tal calibre que se resuelve viviendo en Irlanda”. Porque pasó allí un tiempo escribiendo y trabajando en una embajada, y se sentía así bien en una isla equidistante de Veracruz y Barcelona. Ahora vive en Barcelona.

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–Está bien porque España además es un país donde todo el mundo dice ser de centro pero en su lado. Es un poco raro. Yo la verdad es que soy muy poco dado a patriotismos, me importan muy poquito, me parece que las banderas siempre acaban tapando ataúdes de soldados. Empiezo a recordar con cierta nostalgia dos épocas, una que conozco por haber vivido una y la otra por haber leído mucho de ella. Las épocas en que entre Madrid y Barcelona había una comunicación cultural y en concreto poética muy importante, muy intensa, hablo de la época de los años cincuenta cuando la generación de Carlos Barral, de Jaime Gil de Biedma, que uno como otro partía panes a medias con Juan García Hortelano o Ángel González, entre otros… Estoy hablando de gente que se parecen mucho a lo que han sido las familias españolas. Yo te hablo de mi familia y un abuelo mío era asturiano, otro gallego. Una abuela mía era de Palencia, mi madre nació en Valladolid, yo en Madrid, tengo mucha familia en Bilbao, eso era una cosa muy normal. También se hablaba menos de enemistades geográficas entonces, y se hablaba más de enemistades futbolísticas que es una cosa muy sana.

–Vivo desde hace apenas catorce años en Barcelona, luego he vivido en otros sitios y desde que era niño hasta los 30 años viví en México. Y mi familia no vino de una forma normal a España porque al haber perdido la guerra civil ni mi madre ni mis abuelos querían regresar a España mientras estuviera Franco vivo. Y cuando murió Franco fueron regresando los viejos y también nosotros fuimos viniendo a España para conocer lo que pasaba. Yo recuerdo que mis periplos en España cuando era joven eran una noche eterna en Madrid, donde no dormíamos, viajaba casi siempre con mi hermano, nos volvíamos locos en esta ciudad, y después nos íbamos a curar a Barcelona, que ha sido siempre una ciudad mucho más conservadora, con menos marcha y unos índices de depresión bastante más importantes de los que hay en esta ciudad. En Barcelona el mundo literario y artístico se divide entre los que escriben en catalán y los que escriben en español, y lo mismo pasa con los cantantes, hay una división de toda la vida, y el proceso que vivimos ahora ha radicalizado esta sensación. Pero creo que Barcelona siempre ha sido así, una ciudad bastante más taimada, modesta, y en Barcelona de toda la vida hemos aprendido que se vive así. Hay una comunidad de escritores que escriben en catalán que nada tiene que ver con los que escribimos en español, pero esto es así de toda la vida, no ahora, yo me veo con Enrique Vila-Matas, con Juan Marsé, con Eduardo Mendoza, con los que comparto la lengua en la que escribo, y no vamos a fiestas de escritores en catalán, por supuesto que sí nos saludamos, pero no vamos a fiestas unos de otros. A lo mejor con todo el proceso esto se ha exagerado, pero siempre ha sido así.

–Yo cuando oigo hablar del proceso no sé si se está hablando de Cataluña o de Kafka, o si son lo mismo, me despisto un poco con lo del proceso –dice Benjamín, y todo el público se ríe–. Yo recuerdo una cosa que contaba siempre el bueno de Terenci Moix, que era un hombre adorable, y que ya entonces había este problema, recuerdo un día que contaba: “Yo he escrito novelas en catalán, e iba por Barcelona y he visto de pronto una pintada en la pared y he leído ‘Carlos Barral, traidor’, y he pensado que si a mí un día me ponen ‘Terenci, traidor’, con lo que yo he llevado Catalunya,… y bueno si a mí algún día me ocurre… y he ido por Barcelona y he leído otra pintada que decía ‘Gil de Biedma, traidor’. Y un día estaba yo en mi casa, con mi bata de seda, mis maravillosas zapatillas, y me llama un amigo y me dice que han hecho una pintada en la puerta de mi casa. Y yo bajé, y qué gustito me dio cuando leí lo que me habían puesto: ‘Terenci, maricón’”. Pero el caso de Carlos Barral me parece curioso, incluso excéntrico, que fuera considerarlo un traidor, porque es un tipo que puso en marcha entre otras cosas el prestigio de la edición literaria en Catalunya, tanto con Seix Barral como Barral Editores, que son empresas que incluso publicaban libros en catalán y libros en castellano, lo mismo que siguen haciendo muchas editoriales, la propia Anagrama. A mí siempre me ha parecido una suerte toda aquella persona que hablaba más de un idioma, catalán y castellano, o castellano e inglés, o castellano y francés; me parece tan triste en el fondo querer tener peleas lingüísticas. Ojalá, me encantaría saber catalán, leería maravillado a Espriu, sus poemas, por ejemplo, que me parecen maravillosos. Y tengo la impresión, no sé si la tienes tú, de que la mayoría de las cosas que uno lee de la sociedad catalana o lo que dicen los políticos, solamente son verdad en los periódicos, porque yo estoy ahí y no ocurre, no lo veo cuando paseo por Barcelona. Es como el catastrofismo metereológico en el que estamos, que se vuela un paraguas y se anuncian tiempos catastróficos y luego uno sale a la calle y caen cuatro gotas; porque yo sí que voy a Catalunya a ver a mi amigo Juan Marsé, a Vila-Matas, pero también iba a ver a Ana María Moix, desde luego, el último problema iba a ser el idioma. Hay una cosa que me llama la atención, propuesta quizás por la gente que menos gracia me hace, la idea de que ser catalán impide que seas español. En el fondo es un error porque es una idea muy española; hay tres cosas que los españoles no aprendemos nunca: a hablar inglés, a ponernos a la derecha en unas escaleras, y a hablar de algo bien sin hablar a la vez mal de otra cosa. Y con esto pasa un poco lo mismo, con esa gente que dice que ser catalán impide ser español, que hay gente que piensa que el mundo se divide en dos: Catalunya y resto del mundo. Y lo mismo pasa con España, que hay gente que piensa que es España y resto del mundo. Me extraña esto sobre todo cuando viene de gente a la que yo admiro, por lo que ha hecho por sus canciones, o libros, de alguien que ha sido creador, no me extraña de algún individuo que se ha dedicado a ser político, pero me extraña de esa gente a la que yo he admirado previamente por sus creaciones, porque la creación tiene muy poco que ver con el localismo, con el nacionalismo, iba a decir que la creación tiende más casi a lo… a lo universal pero iba a quedar muy cursi, pero a algo parecido.

Me marcho con calma, pensando en alguna de las frases de Benjamín Prado. ¿Pero esta gente se prepara lo que va a decir o lo improvisa? Porque me imagino a mí mismo hablando en público, con la voz aflautada y atragantada, respirando violentamente, con tics nerviosos y espasmos de todo tipo, para comunicar ideas disparatadas y sin tener muy claro de lo que estuviera hablando. Supongo que uno se termina por acostumbrar a todo. Bajo las escaleras una a una, despacio, por si todavía estuviera a tiempo de coincidir con la azafata de pelo negro. Salgo a la calle. Hace aún más frío que antes, me cago en la puta. Es tarde, muy de noche. A mí no sé por qué me agradan tanto las noches. Llamo a mi hermano.

A la salida, me fijo en que hay, pegados a la pared, un chico y una chica que están besándose. Él tiene las manos en los bolsillos. Ella le coge la cara y le besa con más fuerza. Entre beso y beso se ve que ambos se ríen, y él, en una broma que cualquiera que pasa cerca entiende, grita: “¡Socorro!” La chica es la azafata que me gustaba, sí, casi seguro que es ella la que besa al muchacho en la puerta, cerca de donde estoy. O es ella o se parece mucho. Aunque también se parece a la chica del gorro de lana y el cigarro, a la que vi a media tarde, al llegar. Puede que las tres sean la misma. Puede que sean tres chicas diferentes. Lo que queda bastante claro, como decía Cuerda, es que el mundo va muy mal.

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