Valencia. Verano de 2006. El Papa está a punto de aterrizar en la ciudad cuando descarrila uno de los trenes del metro. Fallecen 43 personas en un accidente que conmociona a España entera. Los gobernantes municipales y autonómicos emprenden una investigación relámpago que acabará ofreciendo la respuesta más fácil: la culpa la tuvo el conductor. Error humano que no se podrá juzgar porque el maquinista ha muerto en el suceso. «Estamos limpios», vinieron a decir varios de los imputados en la trama Gürtel, protegidos detrás de este chivo expiatorio. Siete años después, cuando España ya se había olvidado de aquel accidente, Jordi Évole dio voz en su programa a la asociación de familiares de las víctimas del Metro de Valencia, silenciadas por medios públicos y privados. Puestos de trabajo, maletines con dinero, presiones y amenazas… Para el PP todo era válido si servía para acallar a quienes podían pedir responsabilidades políticas. Tres semanas después de haber aparecido en Salvados, las familias vieron cómo la Fiscalía reabría la investigación. De momento, hay tres altos cargos de la Generalitat imputados tras haberse descubierto que el sistema de balizas de seguridad instalado no era el correcto. Escurrir el bulto tenía fecha de caducidad, pero ni Camps ni Cotino ni Rita Barberá se han dignado a disculparse por ocultar y falsear información.

Madrid. Verano de 2014. La sombra de Gürtel no importa para que el PP coleccione mayorías absolutas mientras se gasta millones de euros en unos Juegos Olímpicos que no llegan, promete que llegarán millones construyendo unos casinos que no se construyen y deja tiritando entre recortes y privatizaciones unos hospitales que pasan de ser la envidia de muchos a la vergüenza de demasiados. En este cuadro cobra protagonismo una ministra de Sanidad que dirige desde las playas de Cádiz la repatriación de dos misioneros infectados por el virus del Ébola. Recostada en su tumbona gaditana poco parece importarle a la ministra que un equipo médico que nunca se ha enfrentado a un problema de esa gravedad reciba una charla de solo 40 minutos para enterarse cómo deben ponerse y quitarse el traje que les aislará del virus. En mitad del último bronceado del verano, Ana Mato da el ok para que la auxiliar de enfermería que atendió a los misioneros fallecidos se marche por la puerta del hospital tan ricamente. Estar en contacto con una de las enfermedades más mortales del planeta no es inconveniente para irse de vacaciones. Sabiendo todo esto y recordando que Esperanza Aguirre eliminó del mapa dos organismos que habrían sido básicos para enfrentarse al ébola, sería sencillo pensar que alguien debería salir a dar algo más que explicaciones. Aberrante es ver en cambio cómo, cuando la oposición guarda silencio para que los gobernantes trabajen tranquilos, lo primero que dice a los medios el consejero de Sanidad de Madrid es que el contagio se debió a un error humano. Teresa Romero, la auxiliar afectada, cree haberse rozado la cara con uno de los guantes del traje, razón suficiente para convertirla en el chivo expiatorio. Fue un error humano, dejadnos en paz. Ya lo cantaba Serrat: «La culpa es del otro si algo les sale mal». Entre esos tipos y nosotros debería haber algo personal.

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