Esta semana se cumplieron 84 años de la proclamación de la II República española. De un tiempo a esta parte, la segunda de las experiencias republicanas en España ha adquirido, en la memoria colectiva de una amplia mayoría de nuestros compatriotas, la condición áurea que tienen todas las épocas mitificadas a posteriori. En este caso, el proceso ha venido precedido de la famosa promulgación de la Ley de la Memoria Histórica de hace casi una década; una ley que, más allá de todas las interpretaciones posibles, vino a acentuar el hecho cierto de que en España la idea de República está secuestrada por una parte del espectro ideológico nacional. Un fenómeno equiparable a la arrogación que la parte contraria de esa franja ideológica hizo de las enseñas nacionales tras el advenimiento democrático en 1978. Esta pinza lamentable y capciosa impide cualquier debate serio sobre cuestiones trascendentes, como República o patriotismo; lo enturbia con su suciedad viscosa, con la simpleza del eslogan y con la irreflexiva actitud zafia que a izquierda y a derecha se apropia de la retórica política en este infeliz país nuestro.

La cuestión es que la II República española es hoy, si le preguntan a cualquiera, un edén de libertades ilimitadas y felicidad sin fin, o un infierno sedicioso donde campaban a sus anchas todos los males del mundo. Dependiendo del interlocutor, “república” en España significa cualquiera de estas dos cosas. Abundando en esto, la II República, en concreto, es considerada por la izquierda española -entiéndase por esto, partidos neocomunistas y marcadamente “antisistema” como Izquierda Unida, Podemos, lo que queda del PC y todo el aparato de agitación callejera y cibernética que les acompaña- como la isla utópica de Tomás Moro: la tierra prometida y perdida, el reino sebastianista al que regresar. Cultiva esta gente, con perseverancia, la subversión del vigente sistema parlamentario a fuer de ensalzar comparativamente el inmaculado recuerdo del régimen de 1931 manipulándolo a conveniencia. Como reacción, el turbio lodazal nacionalista y patriotero situado en lo que podríamos llamar extremo derecho del reducido marco ideológico de la España de hoy (marginalísimo, en comparación con sus primos hermanos de la izquierda, pues no hay más que confrontar la representación parlamentaria de agrupaciones como Falange, VOX, Tradicionalistas, o similares, con los del otro lado) agita el espantajo de esa misma idea republicana, del mismo espejismo falso creado ad hoc por la izquierda desde los 90 y especialmente en la segunda década de los 2000, y que tan bien conviene al interés de unos y otros. Agita, digo, ese espantajo, identificándolo con la anarquía diabólica y el caos, con una Sodoma apocalíptica.

De modo que el ciudadano de infantería, no se entera de una higa, o abraza inconscientemente alguna de las dos percepciones de una misma visión, que dicen los americanos.

La II República, hay que decirlo ya, fue lo más parecido al sistema democrático del que gozamos hoy que existió en la Historia contemporánea de la nación española. Y no fue destruida sólo por militares o terratenientes reaccionarios: precisamente la deslealtad colosal, criminal, de socialistas, comunistas, conservadores, republicanos de derechas, anarquistas y (ay) una parte cierta de los republicanos de izquierda de 1936, provocó la catarsis definitiva que empujó a cientos de miles de hombres que un día llegaron a creer en esa democracia europea y moderna, a empuñar las armas para destruirla. Por eso, cuando veo a Alberto Garzón, a Juan Carlos Monedero o a cualquiera de esta gente, presumir de República y añorarla, galantear con ella, envanecerse en un republicanismo de salón y fatuo, siento una quemazón honda como la pena negra. Esta gente es heredera intelectual de aquella que al calor de la Revolución Rusa del 17 no cesó hasta segárselas verdes a la joven República democrática y burguesa, liberal, que unos cuantos justos habían traído en 1931 con mucho sudor de su frente. La II República fue un empeño ilustrado, el más noble en siglos en esta desventurada nación, de unos cuantos hombres y mujeres inspirados por la letanía, cercana aún, de las ideas patrocinadas por la Institución Libre de Enseñanza del sin par Ginés de los Ríos. La II República fue, nació, vino aquí siendo, una empresa de intelectuales; de profesores, de médicos, de escritores, de maestros de escuela. Aspiraba a convertir España en una república de comerciantes, de artesanos, de trabajadores, de hombres libres e independientes; una próspera comunidad de burgueses, sí, ¡burgueses, pues burgueses fueron los constructores de los Estados más libres y ricos de Europa! Francia, Gran Bretaña, Suiza, Bélgica, la Alemania de Weimar, naciones cultas, espejo de civilización. Pero la dimensión trágica de la II República se adivina cuando uno descubre el porcentaje ínfimo de republicanos reales que había en España en 1931. Al pasar de los meses, la República devino en un corral donde dos gallos totalitarios comenzaban a chillarse demasiado fuerte: las masas alienadas por las grandes ideologías de aquel tiempo, y la amenaza de la contrarrevolución encarnada en los estamentos privilegiados hasta aquel momento en España, que jugaban en dos campos, a dos bandas, a ver en qué deparaba esta República nueva de literatos y periodistas, fueron crispando la mano sobre la cachicuerna y retroalimentándose entre sí en medio de un frenesí turbador.

En 1931 España no pertenecía a la élite de naciones avanzadas del mundo más, tampoco, a la zaga subdesarrollada. Era un país con gravísimos déficits estructurales, sobre todo en infraestructuras y educación. La República se avino a subsanarlos con un empeño bravo que, pronto, superó las pequeñas fuerzas del círculo intelectual que la había impulsado hasta depositarla en la Plaza de Oriente en un momento complicado de la Historia del mundo. Las expectativas generadas desbordaron por la izquierda y pronto el ansia revolucionaria fertilizó el campo vasto de los terrores del otro lado; la CEDA, el resorte preciso para acondicionar la República entre la inmensa mayoría de los católicos conservadores de clase media urbana y pequeños propietarios de la tierra castellanos, navarros o aragoneses, sucumbió o no terminó nunca de cohesionarse pues desde 1932 hasta el final de la guerra, la censura gubernamental de la prensa (bajo gobiernos de izquierda y de derecha) fue prácticamente una norma común (autorizada por leyes como la de Defensa de la República y su sucesora, la Ley de Orden Público de 1933; leyes que exigían una militancia en el sistema que hoy, por ejemplo, fíjense ustedes qué cosa tan curiosa, no exige el fascistoide, carca, opresor y candado de libertades “régimen del 78”) fruto de los desvaríos golpistas de la izquierda y el amago permanente de pronunciamiento militar que agitaba la derecha en una suerte de phantôme profético que, finalmente, terminó auto-cumpliéndose. La cuestión por la que escribo esto no es otra que reírme fuerte de esta gente que se enseñorea de la tricolor -error histórico notable; la III República habrá de venir con la bicolor tricentenaria, carmesí como el pendón de Castilla al que el tiempo degradó en púrpura las fibras de su tela- cada 14 de abril: es como si, qué sé yo, un falangista (¿quedan?) o un monárquico gritara hoy, en cualquier lugar de España, “¡viva la República!”. Y a nadie sonara raro.

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