Suena la alarma despertador del teléfono. Hasta estos chismes entienden el lenguaje de los manotazos, deja de sonar. Cierras los ojos. Piensas en el día que tienes por delante e intentas visualizarlo como si fuera una película muy larga y, cuando menos te lo esperas, vuelve a sonar la alarma. Te irritas. Trasteas con los ojos medio abiertos hasta que das con el dispositivo móvil. El hilillo de luz te quema la retina con suavidad –leve dolor–. Cierras los ojos para contrarrestar su impacto. Una lluvia de tonos amarillos cruza con velocidad ociosa tu retina, igual que cuando de pequeño te frotabas los ojos con fuerza. En cuanto estás levantado, te conectas a la señal wifi. Entran los correos que has mantenido a raya durante la noche. Enciendes la radio justo en medio de un anuncio publicitario. Te sientas a mear. No recuerdas cuando incorporaste esa costumbre a tu vida. Sólo sabes que es cómoda y  placentera. Te la escurres. Al palpártela sientes un orgullo idiota y viril.

Te incorporas con cierta dificultad a pesar de que todavía eres joven. Suenan las noticias: Grecia, los bancos, inmigrantes a la deriva en un barco fantasma en medio de la nada, veinte años de la matanza de Srebrenica, la crisis que ya no es tan crisis, el gobierno, la oposición, el terrorismo islámico, Pablo Iglesias, el fútbol, un recién nacido encontrado en la basura, el insulto como máxima expresión de la inteligencia humana, más publicidad, más fútbol, más confusión. Te lavas la cara y dejas la férula de descarga en su recipiente. Antes le pasas un agua. Está gastada por el uso y piensas en tu cuerpo, en la bilis, en los humores, en la sangre, en el sarro, en la vesícula, en los pulmones negros de los paquetes de tabaco, en las legañas y en que no somos más que unos animalitos con un poco de suerte. Y no siempre.

Te metes en la ducha, el agua corre dulce y alegre, lo que queda de sueño se desploma como un armatoste del pasado. Sales chorreando. Al secarte haces recuento de las tareas que tienes por delante. Slips, desodorante, pantalones, Fungusol, calcetines, camiseta y zapatillas deportivas es el orden que sigues para vestirte. La radio sigue con su discurso adversativo. Piensas en esa palabra y no estás seguro de su significado. La repites varias veces, una de ellas en voz alta, mientras enciendes la cafetera y sacas de la nevera un cartón de leche semidesnatada. La calientas en el microondas y buscas la cápsula para el café. «Comodidades, todo son comodidades», te dices mientras recuerdas cómo os preparaba tu madre el desayuno a tu hermano y a ti. El olor a café es embriagador. Puro. Te dan ganas de parar la radio, y el tiempo, e instalarte en ese olor. Vivir en él, como si fuera un comodísimo resort. En menos de dos minutos te lo has bebido.

Te entran ganas de ir al baño. Qué suerte, te dices, eres un fucking reloj para estas cosas. Un poco de perfume y una ultima mirada de reconocimiento en el espejo. Antes de salir de casa te aseguras de llevar en la mochila: las gafas, la libreta, las llaves del piso, las llaves del trabajo, la cartera con el abono de transporte, los pañuelos, el maldito y amado teléfono, y el cargador. Bajando las escaleras buscas con ansiedad dentro de la mochila para asegurarte que llevas contigo el libro de poemas. Cuando estás en el metro, te miras en los otros y te preguntas si esto es vida. Silencio y vacío. No hay respuesta. Entonces te recuerdas lo lejos que estás de los ríos y de la infancia. “El caminante ahuyenta, caminando, a sus demonios”, dice el poema que tienes entre tus manos. Se te humedecen los ojos y las pestañas devienen en hogueras. Es entonces cuando empiezas a escribir esta columna desesperada en tu teléfono móvil.

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