Todo comienza con una pregunta aparentemente ingenua: «¿Por qué te gusta tanto Twitter?»

Porque es el nuevo café donde los españoles nos pasamos la tarde sacándonos los ojos en apasionadas tertulias sobre cualquier cosa susceptible de ser polemizada. Quizá esa es una buena premisa de partida, aunque hay más. Quizá porque, en ese mundo real de carne y hueso –como si Internet fuese de mentira, o lo hubiesen inventado los marcianos, o como si todos en mi TL fueran replicantes… ¿lo sois?– la mirada casi nunca se dirige a los ojos, y siempre está manchada por algún subterfugio turbio por donde se escapa la verdad. Lo cierto es que Twitter nos ofrece una posibilidad sugestiva: ser otra cosa distinta, dibujar nuestra propia capa y dotarnos, cada uno, de los superpoderes que elijamos. Sobre todo, nos otorga el don, impagable, de elegir con quién batirnos, por qué, dónde, y para qué. Incluso de ganar guerras perdidas en otros escenarios.

No vimos en directo a The Beatles, ni tampoco a los Stones. Nos perdimos The Who, Dire Straits, Led Zeppelin, y hasta la eclosión del britpop. Ni siquiera vivimos a Oasis. Nuestra generación llegó cuando Liam Gallagher apenas podía cantar los grandes temazos. Nosotros, que fuimos los de entonces, como dice Loquillo, pagamos la factura de una garganta rota por las giras y los backstages de un rock and roll star, y para resarcirnos ni tan siquiera nos quedaron las Copas de Europa del Madrid. Yo, y ahora hablo en singular por que sé que entre vosotros, lectores míos, hay mucho precoz, celebré la Novena con un zumo de piña: con 12 años, qué quieren, no pude ni chapotear en la fuente del pueblo. Siempre fui un niño muy aplicado, obediente, temeroso de Dios y del santísimo misterio encarnado en una voz atronadora de mi madre, paradigma del matriarcado dominante en el sur de España. Estoy en Twitter para emborracharme con la Décima todo lo que no pude con las tres anteriores, a pesar de que los del 88 ya estamos de vuelta de todo, sin haber llegado siquiera. Ganamos por un instante una Copa del Mundo que nos robaron tras bajar de aquel podio en Johannesburgo, y nunca fueron nuestras del todo las tres Copas de Europa del Madrid Technicolor. No nos engañemos, en Ámsterdam, París y Glasgow, vencieron los mayores: nosotros todavía éramos inocentes. Es el peaje, el impuesto revolucionario que nos ha tocado por haber nacido entre los cascotes del Muro de Berlín: cada vez que me meto en Twitter lo hago con la secreta intención de ganar mi propia Guerra Fría, aunque eso queda aquí, en el secreto de confesión al que nos obliga WordPress.

¡Ni siquiera el cine nos han dejado! A medida que fuimos creciendo, el largometraje abandonó el antiguo cine que olía a viejo. Apenas pude ver Titanic en una de aquellas butacas de teatro que te hacían creer que el gran mundo seguía existiendo, cuando la HBO resucitaba el drama audiovisual encapsulándolo en dosis pequeñas, de 60 minutos, y llevándoselo a la televisión. Los galanes ya no fuman y las divas visten visón sintético. Se derruyen países desde pantallas de plasma, y la caballería mecanizada aplana luego los restos mientras dentro los tanquistas escuchan heavy metal. El mundo postmoderno no nos deja ideologías con las que cubrirnos, y casi nos ha dejado sin mitos. Llegamos tarde a todas partes, como si fuésemos una de esas estaciones de metro de diseño, de las que se construyeron durante la burbuja inmobiliaria: preparadas con el mejor equipamiento, no llevan a ninguna parte. ¡Si hasta llegamos tarde a la burbuja! Por eso Twitter es el asidero inesperado, el deus ex machina que vino para salvarnos del tedio, del hastío, y hasta de la desesperanza. Como superhéroes de la Marvel, nos pasamos el día ocultando nuestra verdadera naturaleza, esperando con ansia el momento de entrar en la cabina de teléfono, desabrocharnos la camisa, quitarnos las gafas, soltar el maletín y salir zumbando al cielo de Nueva York: todo eso ocurre en nuestro cerebro durante el lapso de tiempo que tarda en cargar la aplicación de Twitter en el móvil. El pajarito azul es como el murciélago luminoso tatuado en el cielo de Gotham. Nos llama, nos advierte, nos impulsa. Tiramos en una esquina el aburrido traje de normalidad con el que la cotidianeidad insulsa nos obliga a vestirnos, y nos sacamos el móvil del bolsillo como si fuésemos Clint Eastwood en un western de Leone.

–¿Qué haces?

–Tuitear.

–No he quedado contigo para que estés todo el rato mirando el teléfono.

–[Pues vete, coño, vete, ¿no ves que me aburres, tontolaba?] Uy, perdón, ya lo guardo. ¿Qué decías de Mourinho?

–Que era un chulo, ese portugués. ¡En tres años sólo ganó una Liga!

–Ya

Casi siempre el traje de superhéroe es el gris y anodino de la rutina. En Twitter, simplemente, nos liberamos. Encontramos un campo de batalla virtual donde desenclaustrar al animal y quitarnos la máscara con la que afrontamos la hipócrita realidad de este mundo de cartón. El 1.0 da más sueño y pereza que una tableta de dormidina, y ha tiempo ya que sospecho de todo aquel que no está en Twitter: algo tiene que esconder. Seguramente, su propia irrelevancia. Es este un tiempo despojado de relatos aglutinadores. No hay épica, y la poesía hace tiempo que murió de sobredosis de glucosa a manos, precisamente, de los propios poetastros. Los líderes son ya meros hologramas de un pasado, igual que las causas, las cruzadas y los dioses. Las emociones también son convenciones, y vienen envasadas al vacío. Temo que en unos años legislen sobre ellas, como con el tabaco. Primero nos separarán de los demás, obligando a los dueños de bares y garitos a que habiliten zonas acondicionadas para nosotros. Luego ya no nos permitirán sentir y expresarnos con honestidad en locales cerrados, y se nos verá como a las hordas de fumadores en invierno: en las puertas de las oficinas, emboscados bajo un paraguas o parapetados detrás del abrigo, tuiteando con desenfreno y comentando por lo bajini –para no asustar a los viandantes– lo bien que quedaría Guardiola en una ficha policial al lado de las dos Copas de Europa que robó en Barcelona.

La corrección política ya se ha adueñado del espacio privado, de la conversación despreocupada en la barra del bar, del comentario socarrón con el vecino, del speech del cuñado en la cena de nochebuena. La verdad ya es un paquete estandarizado que incluso te puedes descargar en PDF, aunque Pedrojota cobrase por ella en Orbyt y el kiosquero nos diga, guasón por las mañanas, que en papel vale 1,20 aunque ya no traiga cubertería madridista o calzoncillos con la corona del Real impresa en el cordelito. Y claro. Para desvincularnos de este mundo de mentira, sólo tenemos que desbloquear el móvil y pulsar el icono del pajarito azul, que es como izar una Jolly Roger en lo alto del aparejo y salir zumbando hacia Isla Margarita.  Nos han hecho desertores de la vida real y bucaneros de la actualidad, y tanto es así que si alguno de mis amigos entrara en mi TL –antes tendría que dibujarle un mapa del tesoro– creería que ahí se habla patois o argot de locos, puesto que hasta el lenguaje hemos de reinventar si queremos desprendernos de esa inquietante sensación de ser tan sólo figurantes de El Show de Truman. Desde los códigos hasta lo más espontáneo y trivial, todo en Twitter tiene la carga simbólica de lo iconoclasta, por eso influye tan poco fuera de sus propios límites. Por eso es tan inasumible para quien está al otro lado del río y considera absurdo esforzarse por desentrañar la apariencia de elitista singularidad que lo recubre, envuelto como un regalo de Reyes: en la orilla tan confortable del rebaño no se corren riesgos innecesarios, por eso los bares están llenos de gente que no se dice nada.

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