Mateo Cendal tenía 33 años y era natural de Almonte, Huelva. Se declaraba ateo. Un segundo antes de perder el conocimiento, y morir, aplastado bajo los pies de varias decenas de recios almonteños temerosos de Dios, pensó que toda su vida había llevado el ateísmo con naturalidad. Casi con ternura, como si hubiera tenido que pedir perdón a todo el mundo, por serlo. Era muy gracioso, reflexionó un instante antes de que alguien apagase la luz. Fue al Rocío por compromiso. Entró en la iglesia casi obligado. Al principio iba a quedarse en la puerta, sólo mirando. Su mujer lo arrastró hacia el vestíbulo y la masa compacta lo atrapó como esos fregaderos de las películas americanas, en las que el protagonista acciona un botón y la mierda es tragada por el agujerito haciendo srluuuuuurppp. Sin darse cuenta, estaba en mitad de una marabunta humana. No podía moverse. Perdió de vista a su mujer: Susana, 40 años, segundo matrimonio, tres hijos, ninguno de Mateo. Ella decía que creía en Dios, aunque Mateo tuviese la certeza interior (así le gustaba reafirmarlo para sí mismo, con una sonrisilla de autosatisfacción, cada vez que la veía comprarse algo nuevo para cada Domingo de Ramos) de que no era más que una idólatra, que era la forma adquirida por el catolicismo en aquella parte del sur de España.

A él le gustaba usar esas expresiones. Le hacían parecer más inteligente, interesante. En realidad, con aquella manera afectada de ser ateo, él se conformaba. No era cuestión de ir aparentando más de la cuenta. Por su mujer, Mateo fue esa noche  al Rocío, aunque no le gustase. Ella decía que al entrar allí se imbuía uno de un misticismo que no se podía describir con palabras. Ella no usaba, exactamente, el verbo imbuir; él, con ese pensamiento sencillo que a veces embargaba su espíritu, le decía con sorna que si algo no se puede describir, es que no existe. La multitud se lo tragó escupiéndolo frente a la famosa reja, y ya Mateo sólo olió el hedor a sobaco húmedo, a camisas de cuadros manchadas de albero y a manzanilla. Dejó de oler y antes de percatarse de que no pisaba el suelo, Mateo Cendal, de 33 años, ateo resignado y sin vanidad, se vio con la frente clavada entre dos barrotes. Durante una milésima de segundo, por su mente cruzó una extraña idea: ¿en qué confrontará la religión con el uso de desodorante? De seguido sintió sobre su espalda un codazo terrible y luego distinguió claramente un pie crujiéndole el hombro. Le fallaron las rodillas, y supo que no saldría de allí. Y luego, otro golpe en el cuello. La verja, tras la cual se erguía el palio de la pequeña virgen blanca, cedió porque tenía que ceder. Un chillido agudo y muy desagradable, como de vieja plañendo, acompañó el derrumbe.

Sobre Mateo Cendal, sobre sus 33 años, sobre su ateísmo de Dan Brown y diálogos de True Detective cayó todo el peso de la juventud almonteña. Cuando, de pequeño, veía el salto aquel de los hombretones de Almonte a la reja, se quedaba fascinado mirando la multitud simiesca abalanzándose sobre las puntiagudas aspas de hierro. Cogían a la diminuta talla de la Virgen y arremetían con ella contra la muchedumbre carnosa, inaccesible, que de pronto se abría como si fuesen las aguas del mar Rojo al paso de Moisés. Le asombraba aquel fenómeno. Luego, de mayor, encontró que nadie a su alrededor se cuestionaba la validez de todo aquello: era lo normal, lo que se había hecho toda la vida de Dios. Y claro. Él comenzó a verlo como una extravagancia ibérica, aunque sus amigos se riesen de él por raro y su mujer le recriminase su actitud alejada de la formalidad social de aquel pueblecito sencillo. No supo exactamente cuándo dejó de oír cosas a su alrededor. Se estaba muriendo y lo sabía, pero en lo único que posaba la mente era en lo raro que era estar allí, a punto de descubrir el misterio de la vida y lo que se oculta detrás de las tinieblas: ¡él sólo quería tumbarse en el sofá, como todas las noches, y dejar caer las persianas de la modorra sobre sus ojos, en el dulce letargo de Aquí no hay quien viva! Entró en una ensoñación súbita, y el pecho dejó de quemarle.

La autopsia fijó la hora de su muerte entre las 2:33 y las 2:39 de la madrugada de Pentecostés. Mateo Cendal fue recogido por miembros de Protección Civil, una hora después, cuando en el templo no quedaba nadie y la marea humana paseaba la Virgen del Rocío por los campos de Almonte. Su mujer se había ido a buscarle, tranquila, a la casa hermandad de unos amigos. Seguro que está allí, el bribonazo, empinando el codo. Siempre me acompaña a estas cosas para alicatarse, pensó, y se tranquilizó al momento. Estaba tomándose una jarra de rebujito, comentando la suciedad que aquel año había dejado por las calles de la aldea la afluencia de peregrinos, cuando vinieron a traerle la noticia. Su marido, Mateo Cendal, de 33 años, ateo sin vanidad, estaba desguazado junto a la reja abierta por la que cada año, en Pentecostés, salía la Virgen del Rocío.

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