Fotografía: Lorena Portero

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Llego tarde y me estrecha la mano vestido con jersey azul y el cuello de una camisa naranja sacado por fuera, sonriente; sujeta el sobre de azúcar cuando le traen el té, en un sofá de la cafetería del Círculo de Bellas Artes, una mañana soleada que inaugura febrero. Vaqueros, zapatos, reloj fino de pulsera en la muñeca izquierda. El poeta y periodista Antonio Lucas (Madrid, 1975) estudió en la Facultad de Ciencias de la Información de la Complutense, con ganas de marcharse de allí cuanto antes pero seguro de lo que hacía, Periodismo.

–Trabajas en El Mundo desde hace 20 años, pero tienes voz radiofónica.

–Cuando tenía quince años y estudiaba en el instituto Montserrat monté una radio con dos compañeros. Le dimos la tabarra al director para que aceptara la idea y nos fuimos con un pequeño presupuesto a la calle Barquillo a comprar una mesa de mezclas y un amplificador. Empezamos a hacer el bobo en nuestro programa. Metíamos entrevistas y lo que nos dejaran. Desde entonces lo tuve clarísimo: quería ser periodista.

–¿También es tan temprana tu vocación hacia la poesía?

–Los tres chicos que hacíamos la radio ya escribíamos poesía. La aventura de la poesía era para nosotros, en ese festival hormonal de la adolescencia, un incendio. Y en mi caso iba paralela a la voluntad de estudiar Periodismo. Leía los periódicos –mis padres compraban siempre dos, El País y El Mundo. En el instituto había una clase de ética donde comentábamos los diarios. Tenía claro que quería hacer Periodismo, muy claro. Y cuando llegué a la facultad, lo tuve más claro aún. Lo que no quería era estar en la facultad, me di cuenta que no debía estar mucho tiempo allí.

¿Cómo entras a trabajar en El Mundo?

–Entro en El Mundo a través de una beca. Fue en tercero de carrera, por un azar. Voy a hacer las pruebas, y como salían quince días después los resultados me voy a la playa con unos amigos. Llamaron a mi casa para decirme cuándo me tenía que presentar para asignarme sección como becario, pero aquel día no había nadie en casa. Nadie oyó el contestador, así que aparecí en el periódico tres días más tarde, cuando ya lo tenían todo repartido. Me metieron en Motor. No tenía ni idea de motor, en mi casa no había habido nunca un coche y yo no sabía conducir… Y cuando acabó la beca me echaron; es normal, no había hecho nada en todo el verano, no me interesaba un carajo aquello. Pero, casualidades de la vida, yo había ganado el accésit del Premio Adonáis de poesía, y ese año (era 1995) entró como director de La Esfera de los Libros Miguel Munárriz. Un día a la hora de comer yo andaba aún acabando un texto y Munárriz me vio y me dijo: “Oye, chaval, ¿tú sabes ponerme en marcha el ordenador?”. Sí, sí, cómo no. Nos pusimos a hablar y salió a relucir que me gustaba la literatura, y me preguntó por qué estaba en Motor. Pues por torpeza, dije. Luego ya él se dio cuenta que yo era el chaval que había ganado el Adonáis, y me invitó a colaborar en La Esfera de los Libros. Metí la cabeza por encenderle el ordenador a Miguel Munárriz. De ahí pasé a Cultura y ya llevo 20 años en el periódico. Mi entrada en El Mundo fue un accidente realmente. Si no, me habría ido directamente a la nada, a buscarme la vida, a remar por ahí.

–Desde entonces has ido compaginando la poesía y el periodismo. Y no te ha ido nada mal.

–Bueno, no es difícil. Igual ocurre con otras vocaciones. Si te gustan el deporte o la música lo compaginas con el resto de ocupaciones. Lo que pasa es que la poesía no es tanto una afición como una forma de estar en el mundo, una forma de vida. Tampoco estás todo el día pensando en la poesía, ojo. No hace falta pensar en verso para estar en la poesía porque no entiendes el mundo de otro modo; lo ves más claro al mirarlo desde la óptica de ciertos poemas, de cierta literatura; lo ves más descifrable, más grato, más acogedor, más conflictivo. Ya te digo que no es ninguna fortuna poder llevar las dos cosas a la vez, es una actitud, y una forma de intentar descifrar el mundo y de descifrarte a ti dentro de él. Y cuando te das cuenta no sabes hacer otra cosa; ni quieres, claro. No hay mayor escuela de tolerancia que la poesía.

–¿Con qué libros descubres la poesía?

–Cuando yo era pequeño, mi padre, que es un excelente lector de poesía y tiene una biblioteca bárbara, nos leía a mi hermana y a mí para dormir poemas para niños de Lorca, de Alberti, de Guillén, de Machado. Pero tampoco me enteraba yo de mucho entonces, fue ya a partir de los trece o catorce años cuando empecé a comprender la poesía. No soy de los que dicen que ya a los ocho años leían a Nabokov. Yo, a esa edad, estaba en la calle, gamberreaba por ahí. En la adolescencia, en cambio, viví uno de los momentos más emotivos de mi vida. Creo que no he vuelto a vivir una emoción igual. Fue un día que cogí por azar, por puro azar, Residencia en la tierra, de Neruda. Buscaba un libro que leer esa tarde, y aquello fue una especie de revelación, de calambre, de descoloque, de delirio; fue una cosa rarísima lo que yo sentí en aquel momento, una emoción tan impactante que no he vuelto a sentir jamás. A eso se le suma que poco después llevé un corsé ortopédico muy grande en la espalda. Durante tres años no podía salir con mis amigos a los primeros botellones, no podía ir a discotecas, no podía hacer nada; tenía que estar de casa a clase y de clase a casa. Y aquellos tres años, de los quince a los 18, no pude hacer otra cosa más que leer. No quería ser un robocop delante de los amigos.

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–¿Leíste en aquellos años mucha más poesía que prosa?

Sí, mucha más poesía que prosa. Entonces sólo leía poesía. Hasta los veintitantos años novelas leí muy pocas. Fueron lecturas feroces y voraces e intensas, casi siempre era poesía, aunque lo combinaba con algunos ensayos. Como lector me siguen interesando ambas, pero el ensayo me gusta cada vez más. Me fascina encontrar nuevas articulaciones del pensamiento, de las ideas o de la realidad en ensayos, un texto fijado de una manera más exacta o más concreta que la poesía. Poesía leo todos los días: casi siempre, dos o tres poemas antes de acostarme. Hoy, en cambio, me he levantado esta mañana un poco más temprano de lo que yo quería y me he dedicado a leer unos cuantos poemas.

–¿Escribes poesía todos los días?

No, no, escribo poesía de manera muy indisciplinada. Es decir, la disciplina que yo tengo para el periodismo, donde sí escribo todos los días, para la poesía no la necesito. La poesía es mucho más fugitiva que la novela porque no requiere un trabajo constante. Yo no me siento reclamado a escribir poesía todos los días. Pueden pasar tres, cuatro, cinco meses sin que escriba un poema y ni me asusta, ni le veo extrañeza, ni empiezo a buscar motivos o carencias que justifiquen que no escriba. No, mi disciplina la marca la necesidad de escribir algunos poemas. No me siento con la idea de hacer muñeca. Si me siento es porque intento escribirla, otra cosa es que salga o no salga. La poesía como la literatura, siempre es una especie de braceo en contra del fracaso: fracasas demasiado para llegar a un poema y eso está bien. El asunto consiste en intentar fracasar cada vez mejor.

–En tu proceso de escritura sueles corregir mucho, entonces.

–Sí, reviso mucho. En la poesía descartas más de lo que se queda fijado. Los poemas suelen tener varias versiones. En el periodismo el tiempo de entrega está pactado. A veces cuesta encontrarle el tono a un artículo y entonces a lo mejor divagas un rato, dándole vueltas a la cabeza. En el columnismo intentas siempre buscar una óptica inédita para observar el tema sobre el que se escribe. Mirada tenemos todos, pero la óptica es más particular porque es la forma que uno tiene de enfocar. El contorneo que yo veo de esta estatua que tienes detrás, para mí es de un modo y para ti es distinto. Pues con el artículo ocurre algo muy parecido: el mecanismo de tu ojo hace que puedas sacarle punta a ese tema del que todos van a hablar. Es lo que decía Frank Sinatra, yo no vendo voz, vendo estilo. Uno tiene que vender estilo porque en algo se tiene que distinguir. Los periódicos, digitales y en papel, están llenos de gente inteligente que en un momento dado es tan o más audaz que tú. Tu obligación es intentar darle a esa historia un quiebro, proponer una mirada algo más singular sobre un tema en el que todos van a estar tamborileando.

 –¿En el periodismo qué referencias tomaste?

–Me fijé en aquellos escritores de periódicos cuya lectura hace huir a los cobardes, como comentaba el otro día con unos amigos del teatro. En principio me interesaba mucho Larra, que lo conocí en la facultad. Me interesó toda aquella mecánica del artículo de Larra, tan desencantado, tan afrancesado, tan sofisticado y, a la vez tan duro, y tan exacto. Y de ahí ya pasas a Ramón Gómez de la Serna, que te engancha por su prosa delirante, una especie de malabarismo, de funambulismo muy loco. Me gustaba mucho –y me sigue gustando mucho– Chaves Nogales. También, [JosepPla: leí El cuaderno gris con veintipocos años y me pareció acojonante. Luego descubrí las prosas de sus viajes por Alemania, Francia o Italia. Después pesé a González Ruano y enganché con todos los articulistas que estaban en activo cuando yo empecé: desde Luis Carandell, hasta Umbral, por supuesto; Raúl del Pozo, Manuel Vázquez Montalbán, Maruja Torres, Rosa Montero, Carmen Rigalt, Manuel Vicent, Ignacio Carrión… Hay un montón de autores que han sido sustrato y nutriente de muchos de nosotros.

–’Vosotros’ sois una corriente de periodistas que ha puesto el articulismo muy de moda entre las nuevas generaciones de periodistas y lectores. Hablo, además de ti, de Manuel Jabois, David Gistau, Jorge Bustos, Juan Soto Ivars…  

–Cuando yo era más joven el articulismo le interesaba a muy poca gente, digamos que era un género periodístico que interesaba sobre todo a los mayores, y creo que con todo esto de las redes sociales se ha hecho más eco la juventud del periodismo de opinión. Las noticias que lees en un periódico son de anteayer. Los artículos que se imprimen en el periódico en papel a las doce de la noche te los han machacado las webs desde las diez de la mañana. En cualquier diario el punto de distinción es la opinión; es decir, todo aquello que genera sobre la realidad una cierta perspectiva con voluntad de novedad, o de desmenuzar todo ese picadillo que trae esa realidad tan grosera, tan absurda, tan enredada, tan indescifrable. Creo que en el articulismo las generaciones que vienen por detrás de nosotros han encontrado una renovación del espíritu de los periódicos. La columna es un espacio fascinante, puede ser interpretada como un cuento, como un relato breve, como un descargo, como un ajuste de cuentas, como una defensa propia. Te puedes reír, indignar, encontrar algo distinto a la noticia que ya ha salido en radio, Twitter, Facebook, o encontrar de repente una especie de pabellón de reposo o, al revés, una especie de activación de tu propia condición de batallador.

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–Hablando de redes sociales e internet, a ti la transformación digital del periodismo te pilló trabajando en El Mundo.

–A mí me interesa mucho (y no me quedan más cojones que interesarme) todo el proceso de reconversión del concepto del periódico. Es un reto extraordinario replantearse la utilidad de la empresa periodística. El periodismo cayó en la estupidez perversa de considerare el cuarto poder. Su arrogancia ha sido una de sus tumbas. Durante años uno abría un periódico sabiendo la consigna que le iban a dar, en función de la línea ideológica que defendiese su periódico. Las redes sociales vinieron a romper un poco esa costura, es decir, de repente nos hicieron perder esa seguridad, ese espacio de confort, y nos dimos cuenta de que hay gente que está haciendo otras cosas, otro tipo de periodismo sin tener que estar plegándose a consignas ni a cláusulas establecidas por intereses creados. Ese periodismo está funcionando porque la gente quiere eso. Entonces, es muy interesante ver cómo en un periódico tradicional como el que yo conocí en mis inicios en El Mundo, donde no teníamos internet, fuimos avanzando de una manera muy vertiginosa y repentina. Ahora estamos en ese punto inconcreto de no saber muy bien cuál es el itinerario que nos queda por delante. Nadie lo sabe.

–¿Sobrevivirá el buen periodismo a todas las listas y recetas de tonterías que aparecen compartidas continuamente en las redes sociales en forma de artículos?

–Sí, se irá ordenando ese periodismo de inventario, que por un lado es ridículo: las nueve formas de follar que nunca te van a fallar… En el momento de confusión todo es necesario, hay que meter en la menestra todos los ingredientes para saber cuáles tienen mejor cocción y cuáles no resisten el punto que requiere el plato. ¿Saldrá a flote el buen periodismo? Claro, siempre ha resistido. No estamos viviendo un momento más dramático de los que se pudieron vivir en otras épocas de la Historia. Vivimos muchísimo mejor, y hablo de los periodistas, que todos nuestros antepasados. El romanticismo de que las redacciones de antaño eran los últimos bucardos de la verdad no vale. Es nostalgia muy barata, con dos lexatines se cura. La historia es saber ahora qué periodismo va a perdurar. Las redes sociales han abierto mucho la posibilidad de publicar. Ahora habrá que jerarquizar, y para eso solo hacen falta dos o tres ingredientes fundamentales: talento, acierto, veracidad y calidad. Perdurar consistirá en escribir bien, el periodismo al fin y al cabo se basa en escribir bien, en hablar bien, en tener un cierto pensamiento complejo. En saber distinguir el grano de la paja. En tener conciencia de que hay muchas cosas por decir y la única obligación que tiene el periodista es decirlas bien, ni siquiera de manera objetiva; lo de la objetividad es una falacia, tú no te enfrentas a esta misma entrevista si hoy te hubiese dejado tu novia o tu novio, tu ánimo sería distinto, la forma que tendrías de entender lo que yo digo sería distinta, y la forma que tendrías de escribirlo, también.

El periodismo es rigor. Pero en el rigor entra en juego la forma de metabolizar lo que ve el que lo ve, la forma que tiene de entenderlo, y la forma que tiene de combustionarlo en palabras, de compostarlo en un texto y echarlo ahí, en las páginas del periódico o en un blog digital. Tú eres un hombre con tus glóbulos rojos, con tus arterias, con tu sístole y con tu diástole, y todo eso inevitablemente te singulariza, tu corazón no late como el corazón de ningún otro ser humano. Tu forma de escribir va al compás de la masa de tu sangre, y esa, esa es tuya.

–¿Qué tal era tener a Pedro J. Ramírez como director?

–Es un director acojonante, extraordinario, un tipo audaz y tremendamente listo. Como decía Carlos Boyero: “Un ser extraordinario al frente de un periódico y un tipo incapaz de sentir un gramo de afecto por nadie”. Yo creo que [Pedro J. Ramírez] es un poco así. Pero es un gran tiburón, un escualo del oficio, con sus pros y sus contras, con momentos de verdadero riesgo y con momentos de verdadero delirio. Creo que es uno de los mejores periodistas de Europa, y un tipo muy valiente que ha arriesgado mucho. También es verdad que luego no puedo estar tan de acuerdo con él en otras cosas. Yo asistía a muchísimas reuniones con él para coordinar la confección del periódico, desde la sección de Opinión a la portada y te puedo decir que en El Mundo era una luz.

–¿Se va a acabar el periodismo en papel?

–Sí, yo creo que el periodismo en papel está ya en sus últimos compases. Sucederá y no hay que tenerle gran miedo al momento, es inevitable. Probablemente, el proceso es más lento de lo que creíamos, porque hay que desmontar muchas cosas en torno al papel. Hay muchos intereses creados. Pero sí, digamos que va a llegar un momento en que llevar un periódico bajo el brazo sea un símbolo casi de aristocracia o de extravagancia. De la caída de esos bosques ya caducos que son los periódicos en papel se beneficiarán las revistas, que en este país por lo que sea han cuajado tradicionalmente, pero que en países como Italia, Inglaterra o Francia tienen enorme prestigio y muchísimos lectores. Por eso es importante apostar por las revistas que practiquen un periodismo más reposado, con un recorrido más largo, con menos caducidad.

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–Si tuvieras que dar una charla a estudiantes de Periodismo recién graduados, qué nos dirías para el futuro.

–Que no se os haga tarde. Aprovechad la facultad en lo que tiene de aprovechable, pero no esperéis para salir y buscar. Ahora hay mil herramientas posibles para poder colgar artículos, reportajes. Hoy, un tipo con un blog puede hacer perfectamente un periodismo o un articulismo solventes, y darse a conocer, y que de repente eso llegue a manos de alguien… Hace 20 años la posibilidad de abrirse un blog era inimaginable.

¿Publicar un libro es ahora más difícil que antes?

–No, no es más difícil. Hay más editoriales que nunca. Muchas editoriales son muy buenas, tienen una buena distribución y atienden a autores jóvenes. También es verdad que para publicar hace falta un cierto golpe de fortuna, ya no solo vale con tener un buen texto o unos buenos poemas, sino que el azar en un momento dado vaya de tu parte y lo escrito caiga en manos de alguien que lo aprecie. Pero posibilidades hay muchas, y creo que hay espacio para todo. Aunque hay una sobreabundancia de libros, existen muchos más libros publicados de los que la gente atiende, existe mucha mierda publicada. Hay basura, toneladas de basura al mes, toneladas de basura que llegan a las redacciones o que puedes ver en los anaqueles de las librerías.

–¿Y es culpa nuestra? ¿Como lectores demandamos más basura que buena literatura?

–La literatura de calidad le importa cada vez a menos gente. Luego tendríamos que especular sobre qué es la literatura de calidad, pero podríamos definirla como una literatura que exige por parte del lector una cierta disposición para enfrentarse a la complejidad y lo empuja a pensar un poco más allá de lo que tiene inmediatamente delante de los ojos. Y más que basura, que es una palabra un poco grosera, vamos a hablar de esa literatura homeopática y barata. Fíjate en la gelatina: te deja un sabor dulce en la boca y la tragas sin masticar. Es normal que haya una excesiva cantidad de gelatina en la literatura porque es fácil de tragar. Tiene que ver también con la pereza de la sociedad. Sí creo que hay mucha gente que lee y que apuesta por estar al tanto de la cultura, que exige, que tiene preguntas y que busca respuestas y que busca hacerse más preguntas con las respuestas que encuentra. No hay que ser apocalíptico.

–¿Pero por qué se impone en ventas la gelatina?

–Probablemente, el problema arranca desde los planes educativos y tiene que ver con la pérdida de curiosidad ligada a una cierta pereza emocional e intelectual. Por eso, cada vez la literatura firme tiene menos asiduos. Pero sospecho que también es una etapa, cada vez veo más gente joven buscando cosas. Se publica mucho y supongo que hay público para todo, lo que pasa es que abunda mucho más lo malo, claro, libros de autoayuda, libros fáciles… Hay mucho escritor de fin de semana. Ojalá abundase lo bueno.

¿La literatura deja un poso bueno en el lector?

–Sí, claro. Leer no sé si te hace más inteligente. No creo que sea un efecto-causa el de la inteligencia y la lectura, lo que sí te hace es más exigente. Te ayuda a tener un paladar un poco mejor formado. Sobre todo, hay una cosa muy importante: las sociedades que defienden la cultura y hacen de ella una de sus banderas más allá del PIB, son sociedades más críticas y mejor armadas para saber decir ‘no’ cuando hay que decirlo. Simplemente, son conscientes de que la cultura también contornea la identidad de un pueblo o de una ciudadanía. Esas sociedades están preparadas para lanzarse preguntas incómodas, para plantear interrogantes que pueden molestar. Una sociedad que tiene como uno de sus motores de explosión la cultura, tiene inevitablemente un componente y una especie de gen que les mantiene en estado de alerta. Y yo creo que para estar en el mundo de una manera más o menos firme y más o menos segura uno debe estar siempre en estado de alerta.

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–Hablábamos de buena literatura, ¿para ti qué es un buen poema? ¿Cómo juzgas si lo es?

–Juzgo si es un buen poema según el gusto personal. Eso no quiere decir que el gusto sea infalible. Sí sé lo que a mí me gusta y lo que no, y puede que acierte con respecto a otros lectores de poesía, porque ese instinto sí lo tengo. Un buen poema es aquel texto que cuando lo lees, aunque no lo sepas, no sales ileso. Uno tampoco sale ileso de los mejores libros ni de las mejores películas. Si alguna operación mental, alguna emoción que has tenido te la trae el poema de nuevo, te la sirve ahí, te plantea un desconcierto, un enigma, si eso ocurre, estás ante un buen poema. La mejor literatura es la que te desconcierta, la que te deja un poco al borde del abismo diciendo ‘hostia’. A veces no sabes muy bien lo que te ha querido decir, pero hay una combinación de palabras, una especie de combustión, de pequeña lumbre, que te lleva a decir: aquí sucede algo. Esos poemas que lees y dices: bien, joder, vaya verso; ese verso te deja pensando, por lo que sea te toca. Hay una fibra emocional que de repente se activa. Es como un resorte. Cuando se queda flotando algo de ellos en ti y no sabes muy bien qué es, o a veces lo sabes muy bien y por eso vuelves una y otra vez a leerlo. Yo hay poemas que leo incesantemente y no me canso nunca.

–¿Tienes alguno favorito?

–No, pero tengo poemas que me gustan mucho. El barco ebrio de Rimbaud me parece un poema extraordinario, o Barcarola de Pablo Neruda, me parece uno de los mejores poemas de amor del siglo XX. Ese poema lo leo incesantemente, como Se querían, de Vicente Aleixandre, o las Elegías de Duino, de Rilke; la elegía número nueve, sobre todo. Son poemas que no se agotan, tienen activo esa especie de germen, de brote misterioso.

–¿Has escrito alguna vez un poema para ligar?

–Sí, imagino que cuando era más joven uno hacía algún poema para alguna compañera del instituto, a veces con fortuna y otras sin ningún éxito, pero la culpa siempre se la echaba a ellas. Los desengaños [publicado en 2014 y galardonado con el Premio Fundación Loewe] es un libro de poemas escrito a raíz de una separación muy brutal con una persona con la que pasé muchísimos años de mi vida. Ese libro está escrito, por una parte, por un desafecto mío con el presente y una dificultad para encontrar mi sitio dentro de ese presente, y, por otra, por esa separación. Se combinaba ese estado de ánimo muy desafecto en lo social con la parte sentimental. Era un cóctel horrible, todo era un desengaño. Los primeros poemas están escritos desde un infierno horrible. La salida del libro sí que puede contener un poco más de alivio, pero el libro está escrito dentro de una llaga, en lo emocional y en lo colectivo; ese yo íntimo que escribe porque su vida se le viene abajo, y ese yo colectivo que ve que la sociedad también está perdiendo el suelo. Todo se movía. En los años 2010 y 2011 todo se movía. Fue un cataclismo.

Un libro escrito desde la llaga te dio el Premio Loewe.

–Mira, un libro que está escrito desde la más absoluta de las tristezas me ha dado una de las más absolutas alegrías; es curioso, pero bueno, eso es la poesía. Con ese libro hubo gente que se sintió muy cerca de esos poemas, imagino que porque todos hemos sufrido por amor y todos lo hemos pasado muy mal en algún momento de la vida (y lo que nos quedará por pasar). Había un ánimo común, un ánimo muy cómplice, sobre todo de gente de mi edad. Tengo 40 años (los cumplí hace un mes). Durante esos años de cataclismo, la gente que estábamos entre los 35 y los 40, de repente, vimos que todo se iba a las putas y que esto era una gran estafa. Es que esto ha sido una gran estafa. La crisis no ha sido motivo de azar, era evitable. Algunos de sus puntos han sido consecuencia de una mala estrategia, y tenemos esta puta mierda que nos queda ahora que es igual de falsa, igual de asquerosa, igual de repugnante que la que teníamos hace ocho años, pero con menos acústica. Además, han empujado a un estrato social, que es el del trabajador, hacia la mendicidad. Cuando a un hombre lo sometes a la incertidumbre y al miedo de saber que su vida ya no va a ser en el futuro según estaba planteada, o cuando a la gente joven le dices que su vida no va a ser suficientemente autónoma como lo había sido la de sus hermanos mayores o sus primos mayores o sus tíos, estás generando una sociedad que de algún modo mantiene una cierta cautela a la hora de moverse. Eso es muy malo. Afortunadamente, hay mucha gente que ante todo eso dice: a tomar por culo, seguimos hacia delante con fuerza y con estímulo. Pero lo que sucede hoy en este país es que no estamos saliendo de ninguna crisis porque la crisis ya es un presente continuo. Hemos desarticulado unas estructuras que eran muy sólidas y que tienen que ver con las esencias fundamentales de una sociedad democrática y de derecho como la sanidad y la educación públicas.

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–¿Remontaremos?

Sí, remontaremos. Nuestra obligación es remontar, por dignidad. Yo creo mucho en la gente que viene detrás. No somos imbéciles. La gente sabe darle la vuelta a su infortunio sobre todo cuando puede hacerlo. Esto no tiene que suponer la aceptación de una derrota.

–Decías que a los jóvenes parece que se nos haya dejado con una sensación de intemperie.

–Pero hay una cosa que también es interesante en eso, el que en un momento dado tiemblen las estructuras y haya que reinventar los pasos que uno iba a dar. Digamos que había un camino con unas baldosas muy bien pavimentadas. Parecía un camino limpio y sin baches, pero ahora ha saltado por los aires, y hay que empezar a desbrozar para abrir camino por otra parte. Eso es muy estimulante para un par de generaciones futuras. Yo pertenezco a una generación que ha nacido con todo hecho, bajo todos los parabienes del estreno de la democracia, del principio de una sociedad de bienestar, de unas familias que protegían a los hijos para que, cosa que es legítima y cualquier padre haría, no viviesen la intemperie, los desconciertos y las angustias que los mayores sufrieron. Todo eso ha generado una sociedad muy protegida que también ha sido muy poco crítica consigo misma. Ha faltado mucha autocrítica a la hora de confeccionar un ideario, no sé si generacional, pero sí un ideario individual de que la vida a veces, joder, obliga a sacar el cobre y a echarle cojones a la aventura. Pero se ha precintado el futuro a dos generaciones, se ha decretado la muerte laboral a gente de 47 años, se han establecido condiciones lo suficientemente perversas como para amordazar a muchos trabajadores en activo, y eso es lo que nos hace sufrir.

–¿Nos hará bien toda esta nueva política tan plural?

–Creo que nos va a hacer muy bien. Lo que tenemos en España, esa especie de tarima flotante donde nadie está pisando suelo firme, es lo que ha salido en las urnas y eso es respetable. Lo que ha habido es una especie de desafío a los viejos partidos monumentales, que se han demostrado como trastos viejos. Rajoy es un trasto viejo, Pedro Sánchez es un trasto viejo. La velocidad de las circunstancias los ha envejecido exponencialmente. La disparidad de opciones que hay ahora mismo para confeccionar gobierno es una locura, casi ninguna puede cuajar y la que cuaje, cuajará de manera muy frágil, muy breve; y será un acuerdo que servirá para salvar los muebles temporalmente hasta que se convoquen nuevas elecciones. Pero todo eso está bien. Coño, ¿no queríamos rock and roll?, pues ya lo tenemos.

En la Historia no existe regeneración sin trauma. Yo pensaba que esto iba a ser un motivo de estímulo para que esta gente articulase una forma de hacer política real, pero hemos vuelto otra vez al pactismo de mesa camilla, hemos vuelto a la intriga, a las llamadas de teléfono de tal o cual, a los desafíos que tienen más que ver con las actitudes de gallo de corral que con estímulos políticos. Yo preferiría que viniese un gobierno abierto, que tuviese unas ciertas ideas de regeneración democrática. No se ha producido en la historia de la democracia de España, y no sé si en Europa, la circunstancia de que un partido político tenga, entre comillas, que ilegalizar uno de sus frentes, cerrando su sucursal en Valencia para poner una gestora. ¿Qué habrá dentro de eso? Eso quiere decir que ha habido un estado paralelo al Estado, y los estados paralelos al Estado tienen un nombre y se llaman mafia. Así parece que ha funcionado el PP en Valencia.

Entonces, con ese paisaje pues tú me dirás, la legitimidad que hay para negociar con el Partido Popular… Son el Partido Socialista, ese partido que ha caído hasta el subsuelo de sus índices electorales, Podemos, que ha sido el gran triunfador de las elecciones, y Ciudadanos, que era el mirlo blanco y se convirtió en un poco menos blanco al sacar un resultado de 40 escaños, a quienes les toca buscar el acuerdo.

 –¿Crees que van a hacer falta nuevas elecciones?

Tengo la sospecha de que se va a llegar a un pacto y, además, será en las próximas semanas como muy tarde. Lo que creo es que ese pacto va a ser una forma de perder tiempo, va a ser de vuelo corto. Si no hay un gobierno firme, no hay un gobierno fuerte. Yo creo que ante esto habría que ir a nuevas elecciones, porque propiciarían saber si PSOE y PP siguen contando con sus candidatos. Sustituirlos cambiaría mucho el paisaje. Pero nuestra política actual es puramente verbenera. Hablar de los piojos que supuestamente tienen unos diputados porque llevan rastas es una cosa insidiosa. Que una señora que es vicepresidenta del Congreso de los Diputados se permita decir eso es tremendo. Joder, pues no sé qué tendrá que decir ahora [Celia Villalobos] de toda la ristra de alí babás que tiene su partido en Valencia. Yo prefiero los piojos a los ladrones. De todas formas, no creo que estemos en el fin del mundo, ni en el fin de España, ni que España se rompa, no creo nada de todo eso.

–¿No te tomas en serio que Catalunya pueda independizarse?

–No me interesa nada el nacionalismo, me parece uno de los grandes errores, una estupidez decimonónica. El otro día estaba viendo una obra fantástica: Vida de Galileo, de Bertolt Brecht, que la acaban de estrenar en el Teatro Valle-Inclán. Brecht en un momento dado hace una especie de diatriba contra los nacionalismos, y te das cuenta que ya en los años cincuenta había gente que consideraba que el nacionalismo era una guetización aldeana porque en este mundo abierto, plural, líquido que dice Bauman, volver a establecer el cerco de una Arcadia puramente sentimental es absurdo. E insolvente. Creo que el tema de Catalunya, en el fondo, es un problema de transferencias bancarias.

Contra el nacionalismo sí creo que hay que estar, no contra el nacionalismo catalán sino contra el nacionalismo como la ideología que ha propiciado algunos de los mayores desastres del siglo XX. Porque la mentalidad nacionalista es exclusivista, termina generando xenofobia, apartamiento; es decir, el nacionalismo rechaza, no integra, porque considera que hay una semilla de pureza que es la que debe preservarse. Y nos han enseñado estos últimos 40 años que la única solución para elaborar una sociedad más justa es el mestizaje, la bastardía, la mezcolanza, el rozarse.

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