Hablar con Ángel Viñas Martín es como hablar con un personaje de otro tiempo. De un tiempo perdido en el tiempo más profundo. Contesta al teléfono desde Bruselas, su exilio voluntario desde hace un cuarto de siglo, hablando un castellano de perfecta dicción y utilizando un tono académico en el que caben exclamaciones y, de tanto en tanto, una pizquita de lenguaje urbano. Presume de dominar perfectamente inglés, alemán y francés. Se ha pasado media vida fuera de España. Sin embargo, dialoga sobre su país natal y aporta datos al respecto, con un conocimiento de causa digno del que se despierta todos los días en el centro de Madrid, la ciudad donde nació en 1941. «Mis padres tenían una mercería, eran gente humilde. Mis estudios los pagué con becas conseguidas gracias a mis notas». Doctor en Ciencias Económicas e historiador por vocación, también formó parte de la carrera diplomática y llegó a trabajar en el Fondo Monetario Internacional en la década de los 70. Cuando los Beatles buscaban su sonido en Hamburgo, la incubadora que les convirtió en un icono musical, Viñas era un chico “alto y desgarbado” que había decidido irse a estudiar a Berlín como alumno libre. Además de pasearse por la zona comunista de la capital alemana, mientras se edificaba el muro, descubrió que la historia de la República, especialmente los relatos en los que aparecían Juan Negrín y el oro de Moscú, eran muy diferentes a la visión que predicaba el régimen de Francisco Franco.

–Usted nació en el año 41. Plena posguerra.

–“La II República había sido algo desastroso y que desembocó, inevitablemente, en la Guerra Civil española”. Esos son los recuerdos que yo tengo de las enseñanzas oficiales. Luego, desde el principio, tuve otra percepción: tuve dos profesores privados que me dieron otra visión de la guerra. Uno de ellos era un maestro de enseñanza Primaria que había sido torturado después de la contienda. El otro, un profesor de ciencias que había formado parte del Ejército popular. Es decir, yo terminé la enseñanza Secundaria con sentimientos contrapuestos.

–Esos docentes le explicarían una España muy diferente a la que vendía el régimen.

–Totalmente. Luego me eduqué, en parte, en Alemania. Fui a estudiar la universidad a Berlín. Mi inseguridad intelectual aumentó porque me enseñaban unas cosas en la Universidad Complutense, donde estaba matriculado como alumno libre, y cuando iba a Berlín Occidental, me encontraba con otra versión. Incluso me pude pasear como turista extranjero por el Berlín Oriental.

–Estuvo en Berlín poco antes de que el muro partiera en dos la ciudad durante 30 años, ¿no?

–Llegué a Berlín a los dos días de empezar a levantarse el muro; que no era muro, claro. Era una separación con alambradas. Estamos hablando de 1961. A mí eso me parecía fascinante. Yo podía cruzar aquellas pequeñas barricadas. Tenía entonces veinte años. No se me ocurrió llevar un diario y me quedan memorias vividas, pero muy ambiguas. Muy confusas.

–¿Aquella Alemania posterior de la Segunda Guerra mundial se parecía en algo a nuestra España de los años 40 ó 50?

–No, no, no… No se parecía en nada. La República Federal de entonces ya era una democracia. Era una democracia combatiente intelectualmente porque tenía en frente a la otra Alemania, que era el puño ideológico de las tradiciones comunistas, lo que reclamaba el auténtico socialismo. Bueno, todo eso, como comprenderá, era ideología.

La Alemania Federal después del nazismo era una democracia combatiente intelectualmente contra el comunismo de la parte oriental. Sin embargo, la desnazificación no fue completa

–Y luego, por otro lado, me imagino que el nazismo, en retirada cuando falleció Hitler, no se desvaneció completamente en la primavera del 45.

–Cuando yo llegué a Alemania, en 1959, el nazismo como ideología estaba prohibido, pero la desnazificación no fue nunca un proceso completo. Por entonces yo no lo sabía. Yo no sabía nada. Primero empecé a estudiar historia alemana y me consideraba muy conocedor de ese período germánico contemporáneo. Hoy ya no, hoy ya todo eso lo he olvidado. Como comprenderá no pude seguir en cinco brechas a la vez. Fue ahí cuando me interesó la Guerra Civil porque los contactos entre Alemania y España eran evidentes. Estaban ahí. Como comprenderá en la Universidad Libre de Berlín no se estudiaba historia de España, se estudiaba historia contemporánea de Alemania: el nazismo y el III Reich. Me acuerdo de un libro que hablaba de las relaciones hispanoalemanas durante el III Reich que me impresionó muchísimo porque vi ahí una forma de hacer historia que francamente yo no leía en los libros españoles.

–Pertenece a la primera generación que educó el Franquismo. Con el relato de la cruzada de aquellos infieles que querían destruir España.

–Todo eso lo fui dejando. Leí el libro El mito de la cruzada de Franco, de Herbert Rutledge Southworth, que se publicó allá por 1963 [acierta con la fecha], y fue una revelación. Aquello fue una revelación.

–¿En aquella época regresaba mucho a España o tenía contacto mediante carta con amigos y familia?

–Iba una vez al año a examinarme, porque yo estaba estudiando como alumno libre, en la facultad de económicas de la Complutense. Entonces se podía hacer eso.

–¿Tenía que explicar en los exámenes a los que se presentaba en España cosas diferentes a lo que leía en Alemania?

–Bueno, yo no me examinaba de Historia. Yo me examinaba de Economía. Y la teoría y política económicas eran las mismas.

–¿Qué sentimiento tiene uno cuando descubre que la historia de su país no es la que le han contado?

–Bueno, sufrí una pequeña decepción: esto no es como nos lo has contado. Y desde entonces yo ya tomé mucha distancia. Tomé mucha distancia intelectual respecto al régimen.

Cuando descubrí que la historia de mi país no era como me la habían contado tomé mucha distancia intelectual respecto al régimen franquista

–¿Durante el tiempo que pasó en Alemania estudiando el régimen no le pedía ningún tipo de explicaciones?

–No, nunca he tenido problemas. ¿Por qué iba a tenerlos? Yo no me metía absolutamente en nada de política.

–También trabajó en el Fondo Monetario Internacional. ¿En aquella época se le veía también como un causante de desigualdades a nivel internacional?

–Sí, sí, sí. Yo fui con la idea de llegar al FMI y estar relativamente poco tiempo y aprender todo lo que pudiera. A mí me destinaron al departamento europeo. Antes, estaba pensando en hacer oposiciones en la Escuela diplomática porque hablaba inglés, alemán y francés francamente bien. Entonces, Fuentes Quintana, uno de los catedráticos que más me marcó en la carrera junto a José Luis Sampedro, me convenció para que hiciera las oposiciones a técnico comercial del Estado. Fui el número uno de mi promoción y a los seis meses decidí marcharme a Minnesota,  que era la cuna de los economistas estadounidenses. Pedí una beca porque no me gustaba vivir en España, aunque luego me convencieron de que intentara entrar en el FMI: se ganaba más y había que buscarse los garbanzos. A mí aquello no me gustó. Empezando por el ambiente que se respiraba. Ni me gustaron Washington ni EE UU: me establecí allí durante los primeros años del gobierno de Nixon; te transmitían la Guerra de Vietnam casi en directo.

–Regresó entonces a Alemania.

–Me convertí en el agregado comercial de la embajada española en Bonn, entonces la capital de la RFA. Cuando Fuentes se enteró me encargó escribir un artículo sobre la financiación de la Guerra Civil para un número especial que estaba preparando en la revista Hacienda Pública Española. Era un tema del que no se conocía aún nada. Tenía que hacer un artículo –que tuvo 170 páginas y todavía conservo– de la financiación del bando franquista por parte alemana. Lo empecé a preparar ya en Washington.

–¿Y qué descubrió escribiendo ese artículo?

–Lo que descubrí lo publiqué después en mi primer libro: La Alemania nazi y el 18 de julio [1977]. Hice un artículo un poco singular que está basado en evidencias primarias. Solo me dediqué a citar a lo que habían publicado sobre el tema alemanes, ingleses y franceses. En España nadie se molestaba por leer esa literatura histórica. En realidad, en el artículo, no daba la razón al régimen –al canon franquista–, al cual describía y analizaba lo que pasó y por qué pasó. Se erigió más bien contra el canon de la izquierda. El canon comunista: el capital monopolista de estado de Hitler había completado el derrumbamiento de la II República. Bueno, eso no era cierto. Y que no fuera cierto gustó. Otras cosas no gustaron. Yo escribía en alemán y no me acordaba que tenía que pasar después por el filtro de la censura. Es aquí cuando empecé a trabajar sobre archivos. Entendí que la financiación de Hitler no se podía explicar. Después en España me puse a investigar la financiación republicana: el oro de Moscú. Fuentes me dijo: “Usted ya sabe mucho sobre Alemania”. Y empecé a estudiar sobre los rojos.

Franco engañó al pueblo español como si fueran chinos. El tema del oro es fundamental para entender la manipulación. Tenía función denunciatoria: «¡Los hijos de perra republicanos nos han robado!»


–El gran mito de la leyenda negra de los republicanos españoles. ¿El oro del Estado se fue a la Unión Soviética?

–No. Cuando empecé a trabajar sobre archivos me di cuenta de que Franco y el régimen habían engañado al pueblo como si fueran chinos. Comencé una retirada personal del canon franquista en la que todavía sigo. En eso trabaja un grupo de historiadores españoles desde los años 70. El mito del oro de Moscú era fundamental para entender esa manipulación. La dictadura lo necesitaba para explicar el grado de frustración en el que se encontraba la economía española en ese momento: “Hemos perdido el oro, estamos en cueros”. Ese mensaje tenía función exculpatoria. Pero, sobre todo, lo que tenía era una función denunciatoria: “¡Los hijos de perra de la República han robado nuestro oro!” La respuesta era mucho más fácil: España estaba sin reservas porque la habían arruinado la mala gestión durante la monarquía alfonsina y la crisis mundial que sobrevino al crack de 1929.

Juan Negrín e Indalecio Prieto, los dos líderes del socialismo durante los años 30.

Juan Negrín e Indalecio Prieto, los dos líderes del socialismo durante los años 30.

–¿Por qué hay que reivindicar la figura de Juan Negrín?

–Ya se está haciendo. Incluso el PSOE lo ‘recuperó’ para sus filas después de haberle expulsado en 1946. Es un paso político importante en un partido históricamente dividido entre negrinistas y prietistas. La figura de Negrín ya está siendo reivindicada en la literatura: Ricardo Miralles, Enrique Moradiellos, Paul Preston, Manel Tuñón de Lara, Gabriel Jackson y un servidor hemos puesto en valor su papel histórico. Hay recogida una gran cantidad de información y documentación que se ha almacenado en Las Palmas, en la fundación que lleva el nombre del expresidente. Cuando estén catalogados se podrán explorar esos papeles. He trabajado en los archivos de Negrín, también en los rusos, cosa que no hacen muchos [historiadores]  del PP… ¡porque no lo hacen! Negrín no puede tener miedo a la historia, Franco, sí. Todos los mitos que se han ido montando sobre Juan Negrín se han ido desmontando uno tras otro. El del oro es uno de ellos. Otro, su servilidad hacia Moscú, su comunismo. También se ha desarticulado. Fernando Hernández Sánchez, un gran experto del PCE en los años de la guerra, así lo ha demostrado.

–»El oro, para dárselo a los soviéticos». ¿Era una manera de equiparar República y URSS?

–Totalmente y eso me chocó profundamente. El resultado de esas investigaciones lo secuestró el Gobierno. En aquella época empecé a entrar en contacto con republicanos en el exilio, gente que estaba en guerra respecto al tema del oro. Tuve la buena fortuna de poder contactar con Marcelino Pascua, el embajador republicano en Moscú, el hombre que más sabía de la operación de venta del oro. Le escribí a Ginebra, donde vivía. Más tarde, en el verano del 78, me desplacé allí a ver sus papeles. Él ya había muerto, no le pude conocer en persona, desgraciadamente. Su heredero, José Guillén, me dejó ver los documentos, firmados en la época de la Guerra Civil. ¿Qué había detrás? Me da vergüenza hasta decirlo: una manipulación total de los hechos. Piense que en los 70 todavía no era frecuente escribir acerca de la España de los años 30 sobre archivos. La mayoría estaban cerrados, así que se acudía a otro tipo de literatura: memorias, recuerdos personales, cartas… Incluso los estudios de historiadores como Hugh Thomas y Gabriel Jackson tenían una base documental relativamente débil. Ahora chocaría algo así, ¡pero es que no había otra cosa! No obstante, la interpretación que daban a los hechos, ya era diferente a la del Franquismo.

–¿El amplio trabajo de los hispanistas anglosajones ha tapado la faena de los historiadores españoles?

–Eso lo matizaría mucho. Es evidente que, durante muchos años, si querías redactar una versión de la República y la guerra algo diferente a la del canon tenías que escribir fuera. Los hispanistas ingleses o americanos editaban sus libros fuera del país. Españoles como Muñoz Vergara, que estaban en el extranjero, también hicieron su aportación. Los libros de Thomas y Jackson eran clandestinos en nuestro país.

En España no se escribía sobre la República porque estaba prohibido. Las obras de los hispanistas, editadas, fuera estaban prohibidas. Ahora no hay tabú respecto a esa época, pero sí desconocimiento: la culpa es del sistema educativo

–En uno de sus artículos se espanta del escaso grado de conocimiento que los jóvenes tenemos de aquella época. ¿Sigue habiendo tabú a hablar de la República?

–Cuando murió Franco se acabó el tabú. Incluso antes de que muriese el dictador, había historiadores que discrepaban un poco de la línea marcada por el régimen. ¿Tabú social? ¡No lo hay! Lo que ha fallado en estos últimos 40 años ha sido la educación: nuestro sistema no forma a los ciudadanos en nuestra historia contemporánea. Es un fracaso de los gobiernos que hemos tenido. También de la sociedad.

–¿Por qué no se ha educado más a la ciudadanía nacida en democracia?

–Llevo 26 años fuera de España y para esa pregunta no tengo respuesta, pero me imagino que por miedo. Durante la Transición sí que estuve en el país y creo que, en esa época, el Gobierno, y esto es pura opinión personal, tenía cosas más importantes de las que ocuparse que de la enseñanza de la Historia. ¿Por qué? No olvidemos que en aquellos años el proceso que nos llevó a la democracia se hizo bajo la vigilante sombra de las bayonetas, con cierto cuidado frente a unas Fuerzas Armadas que seguían siendo mayoritariamente franquistas. Tenían en su ADN principios incontrovertibles y fundamentales: odio al comunismo, la República, el separatismo y el liberalismo; un retrógrado catolicismo, una visión adulterada del pasado. Eso se ha ido quitando, pero se añadió el problema de las autonomías [en materia de educación]. Nunca he entendido como el Estado se desentendió de todas sus competencias en materia curricular. ¡Esto nunca hubiera pasado en Francia! Tampoco en Alemania, donde tienen un sistema federal y la competencia educativa es competencia de los länder. Sin embargo, es el ministerio el que establece las pautas de lo que se debe enseñar. Aquí no ocurre.

–¿La II República es una gran desconocida?

–No se estudia apenas ni en la ESO ni en el Bachillerato. Se dan unos barnices que dan pena. Una gran parte de la ciudadanía no se ha confrontado con lo que los historiadores hemos ido descubriendo.

–¿Representaba los valores de base de los que presume nuestro sistema de democracia parlamentaria? Obviando la monarquía, claro.

–Pues que quiere que le diga… sí. Pero a la República había que condenarla al fuego eterno del infierno. Si no se la presentaba como el catálogo de todos los males españoles no se podía justificar la sublevación.

–¿La derecha española la sigue condenando al averno?

–La legitimación de la dictadura va acompañada de deslegitimar la República. Yo vivo en Bruselas y no estoy en la elit política de la centroderecha española. Yo me guío por lo que oigo y leo: cuando un diputado del PP, al que no nombraré, dice burradas, no sé si lo hace en su nombre o en el de su partido. Lo que constato es que su partido no le ha desautorizado. Si una de las más ilustres del Partido Popular, doña Esperanza Aguirre, expresidenta de la Comunidad de Madrid y exministra…

–… de Educación y Cultura.

–… dice burradas sobre la Guerra Civil y nadie en su partido la desautoriza, entiendo que el PP está de acuerdo con ello. Si en los 25 años de historia del partido no han podido formular una condena explícita del Franquismo como dictadura, ¿qué quiere que le diga? Si hay algo que habla como un caballo, se mueve como un caballo y tiene crin y cola… ¡Pues es un caballo!

–Fue vocal del consejo para la Recuperación de la Memoria Histórica mientras Zapatero era presidente. ¿Qué sensación se llevó?

–Tenía un cargo casi honorífico, pero me reuní varias veces para tratar temas como la gestión que se iba a hacer con el archivo de la Guerra Civil, que está en Salamanca. Tocábamos problemas técnicos. Las decisiones políticas venían marcada por los ministerios que participaban en la Ley de Memoria Histórica.

–¿Qué ha pasado con ella?

–El PP ha eliminado todas las modestísimas ayudas que la ley preveía. Es solo un marco teórico sin un respaldo financiero, por modesto que sea –eran solo 5 millones de euros con Zapatero– es como si la derogaras.

–¿Al PSOE le faltó coraje para coger ese miura por los cuernos?

–Yo vi los toros desde la barrera, desconozco las interioridades del proceso de negociación. Pero como historiador y ciudadano que analiza la política puedo opinar: esa ley adolece de varios errores de concepto y, sobre todo, de tramitación. Debería haberse concebido y superado el escollo del parlamento en seis meses. No hay que inventar ni la pólvora ni la rueda. En la experiencia comparada hay suficientes ejemplos como para haber preparado un proyecto de memoria histórica moderno y adecuado a la situación social española de hoy en día. No se hizo. Y la idea de negociar ese proyecto de ley, muy sensible por su simbología, con el PP que pierde las elecciones de 2004 y está en guerra con el Gobierno, es de una ingenuidad que a uno le corta el aliento. ¿Qué habría que haber hecho? Haber escrito un texto maximalista y haberlo negociado con todos los demás partidos, invitando al PP, claro. Habrían dicho que no, pero hubiéramos tenido en el mismo 2004 o en 2005 una ley mucho más incisiva que la que se aprobó en el 2007… ¡sin el PP, que se negó a aceptarla!

El PSOE de Zapatero tendría que haber aprobado una Ley para la Recuperación de la Memoria Histórica en apenas seis meses buscando el apoyo de los otros partidos y no del PP

–¿Sin una ley efectiva de memoria histórica nuestra democracia está coja?

–Permítame que me ría. Bélgica no tiene un texto jurídico así y tiene fama de ser país cuarteado por separatismos y fuerzas centrífugas, pero han sabido lidiar con su pasado. Una ley de memoria histórica puede ser un buen punto de partida para lidiar a nivel legislativo con el problema. No es una condición necesaria, se puede hacer de otras maneras. Inglaterra también se enfrenta con su pasado de una manera bastante racional. Francia, también, incluidos los inicios tumultuosos de la IV República [1946-1958]. Nuestra ley tiene muchas lagunas, penosas y vergonzosas, más allá de que la dotación económica no fuese la correcta: una de ellas es la de no declarar la más absoluta nulidad de todas las sentencias a nivel político dictadas por el Franquismo. No soy jurista, pero sé que si hay voluntad de los políticos, los juristas se ponen de acuerdo. Lo he visto mil veces en la Comisión Europea, que tiene un servicio jurídico mucho más potente que el que dispone el Estado español. Y si hay problemas legales, se resuelven. Al final, se aprueba en el parlamento, buscando las alianzas necesarias. La ley, es la última expresión de la voluntad del pueblo. Ya lo dijeron Napoleón y Rousseau hace unos cuantos siglos.

–¿Qué siente cuando todos esos mitos que usted y sus colegas van desmontando caen en saco roto?

–No creo que caigan en saco roto porque las investigaciones quedan editadas y publicadas. Cualquiera puede leer y beber de nuestro trabajo. Sí he sentido un poco de frustración cuando, demostrando con documentos y evidencias que una línea historiográfica cae en el error, ciertos historiadores que son más cándidos con el canon franquista se niegan a reconocerlo. ¡Forma parte de nuestro trabajo! Ellos, como mucho, aprietan los dientes y aceptan a medias una tesis bien formulada. La manera de comportarse de la Real Academia de la Historia es una buena prueba de ello. Un amigo siempre dice que los historiadores somos los forenses del pasado: el cuerpo es el mismo, pero las versiones que damos de su muerte pueden llegar a ser muy diferentes.

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