Fotografía: Wikimedia Commons

Andrea_Levy_Soler_en_Madrid

La vida tiene muchas cosas extrañas. A medida que el tiempo avanza, algunas de ellas superan la barrera de lo sorpresivo, se acercan a la línea roja de lo grotesco, bailan con lo terrorífico y acaban encerradas en los muy dadaístas aposentos de la incredulidad; una zona blanca y estática donde no hay nada, un lugar en el que uno sólo puede dar vueltas y balancearse, sumido en una extraña locura y poseído por la peor de las certezas: el abandono.

La norma sigue siendo la misma. Los sueños y los anhelos acaban siempre olvidados, sumidos entre cáscaras de rata en el sucio desván de los desvaríos juveniles. Lo único que puede uno preguntarse, llegados a un cierto punto, es cuándo empezó a desechar sus determinaciones, cuáles fueron las batallas perdidas que le obligaron a subordinarse a lo más práctico. Decir: “¿Cuándo dejé de acariciar mi obstinación? ¿Se han ido ya todos los trenes?”

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Es primera hora de la mañana y los cafés ya vuelan entre las pilas de documentos y las reuniones. Es la segunda campaña que Andrea Levy organizará junto a su equipo, y ya se encuentra algo cansada. Por tercera vez en tres horas, las que lleva ahí sentada comiendo marrones, apoya los codos en la mesa, se toca las sienes, cierra los ojos y suspira. Irrumpe Jorge Moragas en su descanso de segundos, que viene con cara de felicidad a pedirle consejo joven.

Juventud y frescura son dos de los grandes activos de los que dispone esta mujer. Ella sabe que tiene más, pero, por ahora, el Partido sólo le exige que expanda su imagen para cubrirse bien los puntos flacos. La esperanza al ser nombrada Vicesecretaria de Estudios hace ya unos cuantos meses indujo a la catalana a pensar que tendría una cuota de acción mucho mayor de la que, de facto, tiene. Después de decir en alto “dime, Jorge” piensa “me tienes hasta el coño, Moragas”.

Moragas le dice a Levy que esta mañana se ha levantado con una idea estupenda, genial, que “lo va a petar”. Dice que qué le parece impulsar la creación de un himno del PP con un “rollo latino, como reguetón o merengue, lo que le gusta hoy a los jóvenes”. La Levy se queda a cuadros, casi se le atraganta el café, piensa que ya está otra vez Moragas con sus moragadas y sonríe, asiente, trata de compartir la ilusión de perro viejo de su compañero y dice que tiene razón, que es una idea estupenda.

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Andrea Levy está harta. Se pregunta si era eso lo que quería de joven, cuando estudiaba dibujo, Relaciones Internacionales, Derecho, iba a ser periodista. Su humor febril y su carácter, como de rabo de lagartija, la pasearon por las tertulias de las radios catalanas en un circuito frenético que hoy debe de recordar con añoranza.

Trata de conciliar una vida profesional subordinada al partido con una naturalidad extraordinaria. Su oratoria debería ser tan inteligente como ella lo es, pero la pauta de su formación tiñe sus palabras y las deja irreconocibles. Chocan, en su figura, la estética con el contenido; la forma con la sustancia; el estilo con el arte. El PP con Andrea.

Porque el Partido Popular no es –por ahora– el partido de Andrea Levy. Y ella lo sabe. Por mucho que le hayan prometido ser adalid del cambio, rescatadora de identidades o portadora de la panacea contra el postfranquismo, lo cierto es que está sucediendo lo que debería suceder, lo que ya se olía. La quemazón se vislumbra en el estilo robótico –previamente procesado, elaborado, organizado– de sus palabras.

Jode que el tacón de aguja y la raya de ojos sean las razones por las que, a veces, Levy es situada en la primera línea de la actualidad política. Contextualmente, era de esperar. Unidos a la homosexualidad de Maroto, estos retoques estéticos, destinados únicamente al beneficio del Partido —miente aquel que diga lo contrario, debió haber dicho en off the record algún cerebro de la formación para relajar a algún nervioso que se viera en peligro ante la irrupción de los novísimos prodigiosos—, les da a a ambos un talante de cipayo en estado de espera, como si la rebelión estuviera próxima y, con ella, el fin. El fin del hartazgo.

 

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