Fotografía: Ismael Llopis (MomoMag

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Ana Briongos (Barcelona, 1946) es una escritora con un mundo de viajes a sus espaldas. A sus 70 años, recuerda el Afganistán de los bazares infinitos y los caminos a ninguna parte. Una historia de amor con Asia Central que relata de manera exquisita en todos sus libros

La escritora me recibe en su piso con vistas al mar en la Vila Olímpica de Barcelona en chanclas y calcetines. “No me saques los pies en las fotos, mira que voy con chanclas, ¡qué vergüenza!”, le pedirá más tarde a Isma, el fotógrafo. Es una mujer bella, quizás por lo que he leído en sus libros, quizás por lo imaginado o por lo que ya sé. Sus viajes, su mirada, su conocimiento de esos paraísos perdidos a los que nunca podremos volver. El Afganistán de los años sesenta, el Iraq antes de Jomeini. Me he enamorado de su vida y me descubro teniéndole mucha admiración. Quizás sea envidia, o nostalgia de una vida jamás vivida. Una especie de recuerdo de la estepa de Asia Central que se diluye, etérea, en la imaginación, la mía, de trotamundos en busca de sensaciones límite.

Sus libros, en especial Un invierno en Kandahar, ganador del Anual 2009 Latino Book Award como mejor libro de viajes, son auténticas delicias para leer de un suspiro. Un exquisito trazo narrativo que se mueve entre humaredas de vapor de té caliente, lapislázulis con motas de oro, extraídos de minas donde el sol se pone sin remordimiento, y arena del desierto,  kohl  y  cocinas,  hammams  abarrotados de  mujeres  risueñas  que,  lejos  de  los hombres, recuperan una dignidad extraviada. Se huele el polvo, mota a mota, del camino. Carreteras que no conducen a ninguna parte, más que a la estricta soledad impuesta que impera en el desierto. Un viaje de iniciación, como todos lo  deberían ser. Un invierno en Kandahar relata su primer viaje Afganistán y las posteriores estancias en Kabul. En las páginas de este libro se descubre un mundo afgano  distinto  al  que se nos enseña día tras días en los noticieros vespertinos. En Afganistán también brilla el sol.

“Es el libro que más me gusta, ¿te ha encantado, verdad?” Me comenta sin reparo. Le confieso lo13020326_10153514075819599_1630405060_n obvio: es el mejor libro de viajes que he leído nunca. Una sonrisa aparece en sus labios e ilumina su tez del color del desierto. Habla de Afganistán y de sus amigos afganos y le brillan los ojos. Declara su amor incondicional por todos ellos. Hace poco ha asistido a una boda en Lyon, de una sobrina de su querido Fereidún, uno de los principales personajes de sus memorias, protagonista del que ella misma considera su mejor libro. Habla de esas familias con admiración. “Cuando salieron de Afganistán, esta tuvieron que convalidar títulos, aprender nuevas lenguas, adaptarse a una cultura distinta. Ahora son médicos, abogados, profesores”, dice severa. Briongos es una mujer sin resentimiento. “No culpo a los norteamericanos, Afganistán empezó a ir mal a partir de la entrada de los soviéticos, Estados Unidos terminó de aniquilarlo todo, ya sabíamos lo que iba a pasar cuando Bush hijo declaró la guerra, después del 11-S.” Desde que entraran los soviéticos en el país, Briongos no ha vuelto a su tierra de iniciación. “No puedo volver, hace tiempo que Afganistán es peligroso. Lo que yo conocí ya no existe, mis amigos se marcharon hace tiempo. No tendría sentido volver”. Lo dice serena, sin nostalgia, desnuda. Quiere recordar el Afganistán de los bazares infinitos, las conversaciones a la luz de candelabros, los hammams de carcajadas sinvergüenzas. Sin embargo, hay algo en su manera de decirlo que hace pensar que sí querría volver. Posiblemente ella no lo sepa, o sí, y quiera ocultarlo.

Briongos se fue de Barcelona porque odiaba el mundo en el que vivía. “No soportaba el ambiente de aquel momento. Estaba harta de oír hablar de rosarios, de ir a misa, de la represión. Me di cuenta de que no iba a ningún lado así que decidí marcharme”. Se dirigía a la India, pero tardó 30 años en llegar: el viento afgano que golpea las estepas y los maravillosos años setenta en Irán la dejaron atrapada en Asia Central, cautivada. Se abría el imperio persa para una joven  de Barcelona de veintipocos años. “Nunca me interesó Irán, hasta que me di cuenta de que los petrodólares podían pagarme una estancia en la Universidad de Teherán. Fue genial, una de las mejores épocas de mi vida. Iba en minifalda y llevaba plataformas, además me invitaban a todos los sitios porque era una estudiante europea. Tuve la suerte de coincidir con una chica afgana en la misma habitación de la residencia de estudiantes. Su hermano era el director del museo de Kabul y su padre era historiador. Nos hicimos grandes amigas”. Luego llegó la Revolución Islámica, en 1979, y todo aquel mundo de desenfreno y fantasía desapareció. Ana continuó viajando y trabajando en Irán, pero siempre volvía a Barcelona. Después vinieron los hijos, una etapa especialmente dura para la escritora. “Mi vuelta coincidió con la imposibilidad de volver a estos países, por la guerra, y con la maternidad, una etapa difícil. Yo siempre había sido muy independiente y no había tenido ninguna responsabilidad”. Suspira. “Es duro, cuando tienes esa pasión por el viaje… verte atada a un sitio y ser responsable de otras personas. A mí me costó adaptarme a mi condición de madre”. Para combatir las tristezas, Briongos decidió abrir su casa: “Venían muchos amigos, los que ya se habían marchado de Afganistán, todos hacían parada en Barcelona. Llegaban con la casa a cuestas y se instalaban en mi piso. Tirábamos los colchones en el comedor y ellos se encargaban de la cocina. Mi casa siempre estuvo llena de gente. Venían con todo: los niños, las abuelas, las cazuelas y lo que hiciese falta”. Sonríe.

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Es lunes y por la tarde Ana acudirá a un centro en la calle Princesa, en el hervidero del Born, un barrio venido a más por la afluencia turístico-masiva que sufre la capital catalana desde que el alcalde Trias dinamitara la ciudad a base de locales por y para los guiris, sombreros mexicanos a lo largo y ancho de las Ramblas y paella para dos con vistas al Gótico. Un panorama desolador para los barceloneses a lo que les gusta la soledad y la serenidad que a veces proporcionan las grandes ciudades. En la calle Princesa, Briongos se encontrará con niños hindúes, marroquíes, pakistaníes. Les ayuda a hacer los deberes. “Ellos no pelean nunca, son grandes amigos. Posiblemente si vivieran en sus países se matarían entre ellos”. Hablamos un rato sobre la importancia de no perder la identidad, de conservar las raíces y no renegar, de no dejarse absorber por el país de destino. “Yo siempre lo tuve claro, necesitaba   volver   a Barcelona.   Sé   que hubiese podido buscar un afgano y casarme allí, pero a pesar de lo mucho que me gustaba el país, nunca me lo planteé. Tampoco cuando estuve estudiando y trabajando en Irán. Siempre tuve la necesidad de tener un nido al que volver, un centro de operaciones. Eso fue Barcelona. Cuando viajas, es muy fácil perder la perspectiva de las cosas, pero hay que ser realista y tener los pies en el suelo”.

Briongos no ha perdido la perspectiva y mira la realidad con tristeza y confusión. “Estoy desorientada con todo lo que está pasando en el mundo islámico, un mundo que amo y que creía conocer. Mis amigos iraníes y afganos tampoco lo entienden, es una barbarie”.  Es la primera vez que se muestra dubitativa, que no sabe qué responder. Mueve las manos queriendo explicar algo a través de los gestos, pero no lo consigue. “Ver día tras día como el mundo que amas es demonizado e incomprendido, duele”. Mira al suelo y se hace un silencio de segundos, casi imperceptibles. Se levanta de golpe y exclama “Uy, no os he ofrecido nada desde que habéis llegado ¿queréis café, té?” Han pasado casi dos horas desde que entramos por la puerta de su casa y sí, Briongos se ha olvidado de ofrecernos un vaso de agua, sin embargo, su relato, nos ha bastado para saciar esa sed de lunes por la mañana.

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