Todos tenemos una lista de media docena de películas que defenderemos a muerte aunque no tengamos argumentos objetivos. Películas que nos han llegado al corazón, por la razón que sea. Especialmente si son de los 80 y sus alrededores cronológicos, que suelen ser más difíciles de defender. Los Gremlins, Los Cazafantasmas, las de Rocky, Los Goonies, etc. Con los libros y la música pasa lo mismo, claro.

Una de las que están en mi lista es Bailando con lobos. Sé que no estaría en el top 50 de ningún crítico decente, pero a mí me marcó. Yo sé bastante de cine. Y también de cocina. Sé distinguir cuándo un plato esta muy bien preparado. Sé distinguir a los cocineros que tienen auténtico talento. Los elegidos de los dioses. Sé distinguirlos de los que sólo tienen experiencia y oficio. Mi paladar los distingue. Pero (por poner un ejemplo), no me gusta mucho al arroz. No disfruto especialmente del arroz, pero sé distinguir cuándo una paella está bien hecha. Y poca gente sabe hacer bien las paellas. Muy poca. El problema del arroz es que aunque sigas la receta al pie de la letra puedes meter la pata hasta el fondo, porque hay infinidad de factores que intervienen. No es lo mismo una cazuela de barro que una metálica. Ni queda igual si la haces en el fogón de gas de una cocina que si la haces al fuego (o a la brasa) de una hoguera de leña, calentando toda la base de la paella por igual. Y hay docenas de tipos de arroz, además. Ni el arroz se cuece a la misma velocidad si metes un kilo en una paella de un metro cuadrado que en una de medio metro cuadrado, porque el grosor de la capa de arroz es distinto.

Por cierto, una adivinanza; ¿alguien sabe decirme por qué no es lo mismo la mitad de un metro cuadrado que medio metro cuadrado?

Bueno, el caso es que Bailando con lobos es una peli que me marcó. No es una gran peli, pero a mí me maravilló. Bailando con lobos es como un huevo frito muy bien hecho. Un huevo frito no tiene mucho misterio, más allá de la calidad de los ingredientes y el oficio del cocinero. Aceite de calidad, y calentarlo despacito. Un huevo de gallina de corral, claro. Podéis meter una rodajita de ajo en el aceite y retirarla antes de que se ponga oscura, y cosas así. Pero vamos, que el margen que tenéis es muy reducido. Y, sin embargo, yo disfruto más de un huevo frito bien hecho que de una paella, porque no me gusta especialmente el arroz. Y me pasa lo mismo con algunas películas y libros. Con Bergman me aburro, por ejemplo. No tengo feeling con él. Reconozco que es un gran director. Sé distinguirlo. Pero no me pone, no hay química.

Y Bailando con lobos es un huevo frito casi perfecto. Una película para el gran público, pero muy bien hecha. La inadaptación social del protagonista, perfectamente expuesta con metáforas argumentales, su pureza de carácter, su lealtad a los principios. Y además se esfuerzan en el apartado del vestuario y el armamento de la época, un aspecto que agradezco mucho a nivel personal. Me parece una falta de respeto al público exigente no esforzarse en esos apartados.

Pero de lo que quería hablaros es del lobo, de Calcetines. Si somos honestos, el 90% de las personas le hubieran pegado un tiro al lobo si lo hubieran visto merodeando el fuerte. Por miedo, desconocimiento y desconfianza. Los demás (al menos la mayoría) hubieran intentado ahuyentarle. Es decir; nos plantamos en su territorio y nos da reparo ético pegarle un tiro, así que sólo le ahuyentamos. Y si se queda sin territorio para cazar y tiene que acabar peleándose con otro lobo y morir a causa de ello no es culpa nuestra, porque le hemos dado una oportunidad.

Pero la pregunta es que cuántos de nosotros hubiéramos hecho como el protagonista. No intentar matarle, ni ahuyentarle, ni hacerle prisionero, ni convertirle en un perro controlable. Respetar su naturaleza de forma profunda y sincera, e intentar convivir con él sin poner condiciones.

Pues bueno, muy poca gente hace eso con sus parejas, por ejemplo. La mayoría, de entrada, intentan «pulir» aristas. Esos detallitos que no nos convienen. Después empieza la gestión del poder. Hacerse con el poder. Determinar quién saldría perdiendo si la pareja se rompe. Quién ostenta el puto poder. Y después ya empieza la convivencia condicionada por las reglas y los miedos y las miserias de cada uno.

¿Cuánta gente conocéis que haya tenido relaciones libres de condicionantes y de miedos?

Yo acabé chupándole los pezones a Merche porque ella lo quiso y lo decidió. Ella era como Calcetines, en ese sentido. Ya os dije que todo empezó en una playa. Merche hablaba mucho conmigo. Estaba nerviosa y muy triste y le daba por hablar. Me explicaba cosas interesantes, eso sí. Ya os las iré contando. El caso es que fuimos a la playa y ella se desnudó, porque le apetecía. Yo le había contado que Elisa solía hacer eso, y supongo que le pudo la curiosidad. La diferencia es que Elisa miraba el horizonte como si esperara algo bueno, y Merche ya no esperaba nada. Me dio muchísima pena.

Estuvimos mucho rato sin hablar. Yo le miraba las tetas de reojo, y ella lo sabía. Hay gente a la que le parece absurdo que las polillas nocturnas se abalancen contra la luz de una vela o de una bombilla. Pero las polillas viven sólo dos o tres días. Los machos mucho menos, lo justo para copular una vez . Una mierda de vida. ¿Qué otra cosa pueden hacer si se les aparece una luz tan pura y cálida, y tan inmensa? Las tetas de Merche eran mi luz. Ella era una mujer majestuosa, pura luz. Y sus tetas perfectas, por alguna razón, me reclamaban. Una parte muy profunda de mi cerebro se volvía loca con aquellas tetas. Yo hubiera muerto feliz luchando codo con codo con aquel ser humano tan maravilloso y valiente. La admiraba, la quería y la deseaba.

El caso es que estuvimos un par de horas en aquella playa solitaria, pasando frío y sin decir nada. Y al final, cuando ya nos íbamos, una racha de viento se llevó su pañuelo de cuello hasta el mar. Yo me desnudé y me metí en el agua helada para rescatarlo. Como Mastroianni en la escena de Ojos negros. ¿Qué otra cosa podría haber hecho? Su sonrisa me llegó al fondo del alma. Y aquella noche me subió la fiebre. Es curioso que a veces planifiquemos las cosas hasta el punto de decidir cómo queremos que el cocinero nos prepare el plato. Cuando vas a un restaurante no te metes en la cocina a supervisar al cocinero, sólo pides el plato y confías. Y en la vida deberíamos hacer lo mismo más a menudo, tener claro lo que queremos y hacer todo lo que podamos para conseguirlo, pero sin intervenir más de lo recomendable.

Londa se había ido unos días con mi tía, porque tenían que hablar de muchas cosas. Aquella noche me puse casi a cuarenta de fiebre. Merche se asustó y llamó al médico, que le dijo que sólo era un enfriamiento. Que me abrigara bien y que tomara las pastillas que me recetó. La pobre se pasó la noche a mi lado poniéndome toallas húmedas en la cabeza. Yo tenía hasta delirios. Soñaba con playas muy bonitas, y Merche siempre estaba en ellas, con sus tetas. De madrugada me había bajado bastante la fiebre. Merche estaba junto a mí, roncando un poquito. Ni siquiera lo pensé. Le desabroché un botón del pijama y empecé a succionarle un pezón, creo que el izquierdo. Ella ni se sorprendió. Acabó acariciándome la cabeza como a un perrito enfermo, mientras su pezón crecía y se ponía duro. Tenía el mismo sabor del mar, fue algo precioso.

La semana que viene os sigo contando, que ya me he pasado de la extensión.

 

Hoy os recomiendo un blog de cocina. Este señor es un genio, no os dejéis engañar.

http://www.falsariuschef.com/

 

 

merchepezs

Uso de cookies

Este sitio web utiliza cookies para que usted tenga la mejor experiencia de usuario. Si continúa navegando está dando su consentimiento para la aceptación de las mencionadas cookies y la aceptación de nuestra política de cookies, pinche el enlace para mayor información. ACEPTAR

Aviso de cookies