Si dejamos de lado a los seres humanos, el caballo es el ser vivo que más presencia, relevancia, influencia e implicación (involuntaria, en la mayor parte de los casos, todo hay que decirlo) ha tenido en los sucesos que han conformado la historia de los últimos cuatro o cinco milenios.

Ha sido el animal más representado por los artistas y el más citado por los escritores. ¿Sabíais que los caballos que aparecen en los retratos y estatuas ecuestres del siglo XVII y XVIII suelen ser tan voluminosos? Los pintores acostumbraban a usar como modelo a ejemplares muertos (una forma muy práctica de garantizar que se quedaran quietos) y los cadáveres se hinchaban a causa de los gases de la descomposición.

Probablemente fue el cine el que acabó contribuyó a consolidar su condición. ¿Qué sería del western sin los caballos? Incluso los que no hemos estado a menos de cien metros de un caballo sabemos un montón de cosas de ellos. Siguen galopando hasta que revientan, si el jinete lo exige. Y entonces hay pegarles un tiro en la cabeza. Y si se rompen una pata, también. Y les gusta el azúcar.

Es la única pieza del ajedrez que representa a un animal, y probablemente se trate de la más interesante por su capacidad de saltar por encima de otras piezas, aunque en trayectoria asimétrica. Ímpetu asimétrico en un universo de trayectorias lineales. Una metáfora perfecta de lo que ha significado el caballo para los seres humanos. Gracias a ellos, hemos asaltado posiciones enemigas, países y hasta continentes.

No obstante, la relación inicial entre hombres y caballos no fue especialmente amigable. Para nuestros primeros antepasados los équidos eran, básicamente, comida fácil. Eran menos ágiles que otros animales, voluminosos (con mucho músculo), carecían de cornamenta y colmillos y eran razonablemente dóciles. En las pinturas rupestres aparecen constantemente como presas apetecibles.

Cuando el hombre de dio cuenta de que era una buena idea capturar vivos a determinados animales y encerrarlos para que criaran, garantizando así una provisión fácil y constante de leche, carne y pieles, el caballo debió der uno de los primeros en habitar un corral. Y no debió pasar mucho tiempo hasta que alguien se dio cuenta de que su carácter era bastante maleable, y de que su relación entre peso, agilidad y resistencia lo convertían en la montura ideal.

No obstante, en las culturas más antiguas no solían montar a los caballos tal y como se ha hecho después. La equitación se convierte en un asunto muy complejo si no tenemos a mano unos estribos y de una silla de montar. De hecho, en esas circunstancias es una actividad para auténticos especialistas, y realmente agotadora. Sólo cuentas con la fuerza de tus piernas para evitar que el caballo te tire al suelo.

En las guerras más remotas, los caballos se usaban para tirar de carros de combate. Un carro pequeño, generalmente tirado por dos caballos guiados por un individuo que manejaba las riendas y un acompañante equipado con un arco y una provisión de jabalinas o lanzas ligeras. La movilidad de los carros permitía flanquear y desbordar las líneas enemigas y atacarlas por la retaguardia, lo que siempre es un asunto prometedor. Si os estáis peleando con alguien, aseguraos de que no tenéis a nadie a vuestra espalda. Siempre, siempre es un mal asunto.

Y su velocidad de desplazamiento era ideal para corregir, a marchas forzadas, imprevistos tácticos como roturas de la línea de infantería. Y, por supuesto, es una forma estupenda de perseguir y devastar a un enemigo en retirada.

Aquiles, por cierto, ató el cadáver de Héctor a su carro después de vencerle y lo arrastró alrededor de las murallas de Troya, levantando mucho polvo.

Y los griegos, por supuesto, decidieron usar la figura de un caballo de guerra para construir su regalo envenenado a los troyanos.

El carro de combate tirado por caballos, no obstante, tuvo una vida relativamente corta. Alejandro el Magno tuvo que batallar (y lo hizo con un éxito aplastante) contra los carros persas, pero su caballería estaba ya constituida por jinetes.

La caballería del gran Alejandro, por cierto, fue tan determinante como sus falanges en todas las batallas que libró. Eran jinetes ligeros y aguerridos, y muy disciplinados. El caballo de Alejandro se llamaba Bucéfalo, y quedó inmortalizado en el célebre fresco de la batalla de Issos, junto con la mirada de pavor del rey persa Darío. Darío, cómo no, huyó en su carro de combate.

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